El problema de los sitios con clase como el Tugurio era que no servían desayunos. Son locales que abrían a media tarde, cuando los hombres de bien han terminado de trabajar y todos los demás despertábamos de la resaca del día anterior. Benito mantenía la cafetera porque le venía con el traspaso y a veces había que calentar agua. Por ello tuve que replantearme mis hábitos y bajar las orejas para entrar a la Tasca PP.
Hacía años que no entraba al PP para no encontrarme con viejos compañeros. Era el bar de los policías, donde iban todos los días a almorzar, comer, y por supuesto, beber. Su dueño era Pascual Pérez, de ahí las siglas. Recordaba que se enfadaba mucho cuando le desaparecía un salero o el cenicero de publicidad. Decía que a su bar solo entraban maderos, nada de chorizos, por lo que había alguien que había cruzado al otro lado de la ley. Nosotros le prometíamos que abriríamos una investigación y no descansaríamos hasta encontrar al culpable, pero que mientras tanto teníamos que precintar el bar como escena del delito. No solía hacerle demasiada gracia.
Aquella mañana el PP estaba abierto a las ocho de la mañana. Aún era de noche y apenas había dado un par de cabezadas antes de venir. El turno de día se arremolinaba alrededor de la barra, tomando carajillos bien cargados a la espera de un nuevo día de vigilar a delincuentes vestidos de Papá Noel. Los locales lo tenían peor, ya que debían cortar calles y redirigir el tráfico en mitad de la cabalgata de Reyes. La Navidad apestaba, y solo deseaba que pasase rápido y entrásemos en la rutina habitual, con los medios recordándonos lo dura que era la cuesta de enero.
Reconocía a algunos viejos compañeros de patrulla. Los saludé con distancia y la frialdad fue mutua. Cuando trabajaba todo eran bromas y familiaridad, y aunque siempre había algún trepa, la mayoría nos llevábamos bien. Sin embargo, al marcharme todo fueron caras largas e indiferencia. Me despedí de algunos a los que consideraba amigos y pareció darles igual. Era como si al saber que ya no trabajaría junto a ellos hubiera dejado de tener importancia. Parecía que me fuera a cambiar el coche de lugar y volver a entrar al cabo de unos minutos. No esperaba una fiesta de despedida ni nada de eso, pero su desprecio era casi palpable. Mi hijo había desaparecido, tenía un expediente abierto y ya era un paria que les podía contagiar la mala suerte.
Por eso no quería volver a la Tasca PP. Aquello era lo de siempre, revolver el pasado, ver a gente a la que parece que todo les va bien, mientras que tú te has sumido en miseria y llanto.
—¿Roberto? —Escuché una voz a mi espalda—. ¿Eres tú?
Se trataba de Pilar Hurtado. Habíamos servido juntos durante un par de meses, los mismos que llevaba en Homicidios con Ramos como compañero. Era una chica agradable, con ideales claros a pesar de los años de trabajo y la adicción a la nicotina.
—Cuánto tiempo, Pilar.
—¿Qué haces por aquí? Te habíamos perdido la pista.
—He quedado con Antonio. Tengo que consultarle un asunto.
—¿Ramos? Ese desgraciado ni se limpiaría el culo a no ser que saque algún beneficio. Pero oye, vamos a sentarnos en una mesa y me cuentas tu vida.
—No hay mucho que decir. Estoy de detective, buscando a maridos cornudos o a morosos que se escabullen del banco. A veces hago trabajitos de seguridad, en conciertos y cosas así. No es nada apasionante, ya ves.
—Oye, pues si algún día necesitas que te eche un cable, no tienes más que avisarme.
Pilar era un encanto, pero a la hora de la verdad le costaba saltarse las normas. Al contrario que Ramos, ella seguía a pies juntillas todo lo que le dictaban sus superiores, y su única forma de insurrección era ante casos realmente injustos. En una ocasión se enfrentó al mismísimo comisario Llorente para no entregarle al juez un drogata que no era más que un cabeza de turco de un ajuste de cuentas que llegaba a la cúpula de la mafia local, el temido Luis Sandoval. Al final, el caso se le fue de las manos, el yonki acabó entre rejas y Sandoval siguió ejerciendo su control en la ciudad desde su púlpito de empresario respetable. Por ello, Pilar podía ser buena amiga, pero estaba convencido de que si le pedía que me sacara los antecedentes de algún capullo, se iba a rajar y lo mismo hasta empezaba a vigilarme. Las buenas personas no son lo que necesita la policía.
—Te lo agradezco, Pilar. Cuando necesite cualquier cosa, serás la primera en saberlo.
—Entonces, ¿nos sentamos?
—No hace falta. Antonio no tardará en llegar.
Cuando hablas del demonio, muchas veces aparece. Ramos cruzó el umbral de la puerta con ese estilo de andar que tienen los que viven en un cabreo constante con el mundo. Había engordado algo desde la última vez que lo vi, quizá debido a la ingesta compulsiva de gambas de aquellas fechas, aunque mantenía la misma cara de cabrón. Cruzó la mirada con Pilar y la tensión entre ellos pareció cristalizar.
—Hombre, Pili —dijo al llegar a nuestro lado—. ¿Ahora te van los expolis?
—Que te jodan, Ramos —contestó.
—Ten cuidado, no te contagies de ninguna enfermedad.
—Me pondré guantes de látex, igual que cuando trato contigo. —Pilar le miró con desprecio.
—Se lo decía a Roberto, creída. —Me palmeó la espalda—. Anda, vamos lejos de este nido de liendres.
Hurtado me hizo un gesto de que no pasaba nada y nos dirigimos hacia el fondo del local, donde había unas cuantas mesas.
—¿Qué te pasa con ella? —pregunté—. Antes os llevabais bien.
—Cuanto más conoces a una persona, peor te cae. ¿Nunca has trabajado con alguien a quien has terminado odiando?
—Fuimos compañeros durante dos años, ¿lo olvidas?
—Gilipollas…
Había visto a Ramos un par de veces desde que dejé la policía. Quedábamos, hablábamos de cualquier idiotez y nos emplazábamos para la siguiente ocasión. Antonio provenía de Madrid, donde se ganó el sobrenombre de «Mierda de Perro» por algo que jamás me ha explicado. Tuvo problemas y pidió el traslado. Cuando llegó a Alicante, me convertí en su compañero y, durante bastante tiempo, en su único amigo. Íbamos juntos a la playa con nuestras respectivas familias, o quedábamos después de algún turno infernal para jugar al billar. Siempre hubo complicidad, y de vez en cuando lo llamaba para solicitar información. Al contrario que Pilar, nunca me ponía ninguna pega. Solo le reprocho el no haberme dejado pegarle un tiro a Barrachina. Habría ido directo a Fontcalent, en régimen de aislamiento para que los demás presos no se cebaran con un poli caído en desgracia, pero habría un pedófilo menos en el mundo.
—¿Cómo te va, Rob? —dijo—. Me has hecho madrugar, ¿lo sabías?
—Usted disculpe, señor inspector. —Le dediqué un saludo marcial—. La próxima vez hablaré directamente con su secretaria y reservaré toda una planta del Hotel Gran Sol.
—Y yo te daré una patada en esos cojones tan grandes que pareces tener.
—¿Acaso prefiere su merced el Meliá?
—En todo caso el D’Angelo. Pero nada de morenitas.
El camarero nos tomó nota. El carajillo de Baileys aún era el preferido de los policías de Alicante. Se rumoreaba que hacía crecer el bigote, pero nadie garantizaba que fuera debajo de la nariz. En la radio sonaba una canción de Serrat y Pascual le dio volumen.
—A este tío le encantan los cantautores. —Se quejó Antonio.
—Siempre ha dicho que era de izquierdas.
—Y luego no da de alta a los camareros en la Seguridad Social. Vaya rojo está hecho.
—Pues ya lo ves, tarareando canciones protesta. «Entre estos tipos y yo hay algo personal…». —Canturreé.
—Los autocantantes, como yo los llamo, son el ejemplo claro de la hipocresía. Empiezan en mitad de la calle con letras antisistema. Que si mayo del 68, que si subcomandante Marcos… Y cuando les ficha una discográfica siguen con la misma cantinela a pesar de que están podridos a pasta. Conducen un Mercedes de miedo y se ponen zapatillas ensambladas en China por niños de ocho años. Joder, ¿quiénes son ellos para dar ejemplo de lucha contra las injusticias cuando nadan en billetes? Los policías, los que nos damos de hostias cada día a pie de calle con drogadictos que amenazan a viejas con jeringas infectadas, nosotros somos los verdaderos héroes del siglo XXI. ¿Por qué siempre aparecemos en las canciones como capullos autoritarios y represores?
—Porque lo sois.
—Bueno, pero eso es porque nos dan ideas esas canciones. Los yanquis sí que se lo montan bien, con agentes bajando gatitos de los árboles y ayudando a las abuelas a cruzar la calle.
—Eso lo hacen los bomberos.
—Me importa un huevo. El caso es que si me encuentro a un melenudo cantando a la libertad, le meto la guitarra por el culo y le hago saltar a la pata coja, a ver si le da gusto. Maricones de mierda…
El camarero regresó con los cafés. Antonio pareció calmarse un poco y lo pagó todo sin darme tiempo a pedirle que no lo hiciera.
—En fin, estoy seguro de que no me has llamado para oírme soltar basura contra los supuestos herederos de Kurt Cobain.
—El tema es que…
—Kurt Cobain. —Me interrumpió—. Ese sí que supo hacerlo bien. Un tiro en la cabeza y a la mierda todo.
—Estás hablando solo, ¿lo sabías?
—¿Has dicho algo?
—Estoy en mitad de un caso complicado —le expliqué—. Necesito que me eches una mano. Una mano muy grande.
—¿Qué es esta vez? ¿Otro insolvente?
—¿Por qué todos creéis que solo me dedico a buscar a morosos?
—Porque las últimas cien veces que me has llamado era para saber los asociados conocidos de tipos que no devolvían el crédito al banco.
—En esta ocasión es diferente.
—¿Quién ha desaparecido?
—Una chica.
Antonio me observó con extrañeza. Sabía que no me dedicaba al tema de los niños desaparecidos. Alguna vez me había puesto en contacto con familias desesperadas, y a todas les dije que no sin siquiera una visita de cortesía, como con la familia Rojas.
—¿Y qué haces tú investigando una desaparición de una menor?
—Tiene dieciocho recién cumplidos.
—En ese caso habrá mandado a la mierda a los padres, y estos no te lo dicen para que no te rajes. No le des más vueltas, o acabarás quemado.
—No es eso.
—¿Has descubierto algo que no me cuentas?
—Los padres han recibido una carta de secuestro.
En ese momento conseguí toda la atención de Ramos. El tema se ponía serio. La policía siempre tenía veinte casos abiertos a la vez, y la única duda que les quedaba era cuáles tenían mayor prioridad. Una prostituta apaleada quedaba al final del montón, con los robos de carteristas comunes o las quejas vecinales de perros que se cagan en las aceras. Un secuestro significaba dejar de lado todo lo que pudiera esperar y poner en marcha a un nutrido grupo de agentes.
—¿De quién se trata?
—Los padres no quieren hacerlo público. Tienen miedo de que les estén vigilando.
—Entonces que vengan a comisaría.
—Tampoco querrán. Están aterrados.
—¿Y tú eres su interlocutor? No me jodas. Si quieren que actuemos, tienen que presentar una denuncia formal y plantarse delante del comisario.
—No van a moverse de su casa, pero están esperando tu llamada.
Le mostré la carta de rescate. La leyó a toda prisa, se miró el reloj y me clavó las pupilas.
—El intercambio es para hoy.
—Por eso te he hecho madrugar. Tenemos que poner esto en marcha ahora mismo. Estoy autorizado por la familia para presentar la denuncia y aportar todos los datos que queráis.
Le mostré un papel firmado por Diego Rojas en el que delegaba en mi persona todas sus funciones en este asunto.
—No puede haber policías en los alrededores de su domicilio. He quedado con él en que esperaremos en las inmediaciones de la Avenida de Orihuela a que pase. El tipo conduce un Jaguar, por lo que si se ve en líos no tiene más que acelerar por la autovía. Me ha dado dinero para que compre un teléfono móvil y así estar en contacto continuamente. Él es el único que sabe que estaréis por allí. Ni siquiera se lo ha dicho a su mujer.
—Pareces tener las ideas muy claras. —Se recostó en la silla—. Dime, ¿para qué me necesitas?
—No pienso hacerlo solo. Hay una chica en peligro, y el que ha escrito esta carta seguro que cuenta con cómplices. Si no actuáis, nunca la encontraremos.
Nunca supe por qué le había dicho aquello. Puede que quisiera tocar su fibra sensible, casi sin saberlo. Hablar de ella y vincularlo a la desaparición de Jaime.
—Se lo comentaré al Inspector Jefe Miñarro —dijo al fin—. Pero tendrás que venir con nosotros.
—Consideradme parte de la familia.
—Siempre lo he hecho, capullo.