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Nunca había visto tantas faltas ortográficas juntas. Por un momento pensé que lo habían escrito así a propósito, para despistar.

—Ha llegado hace un par de horas —me explicó Diego Rojas—. Lo encontró Martha Cecilia cuando fue a echarles pienso a los perros.

Inés decidió acompañarme. Durante el trayecto hasta la finca de los Rojas apenas hablamos. Un «te lo dije» flotaba en el aire, pero no lo llegó a decir en ningún momento. Al llegar, Diego estaba muy nervioso y medio borracho, por lo que sentí una gran envidia. Clara se había tomado un tranquilizante y era una especie de zombi sentada en una butaca. Martha Cecilia se encontraba a su lado, sosteniendo su mano. Inés se unió al trío mientras Diego y yo observábamos aquel trozo de papel.

—¿Dónde lo ha encontrado?

—Estaba en el comedero de los perros. —Rojas magreaba un escocés de veinte años servido en copa—. ¿No es así, Martha Cecilia?

La asistenta se levantó para hablar, como si se encontrase en un colegio privado donde la educación se rige por los modales asimilados a través de la disciplina.

—Así es, señor —dijo—. Tenemos a los perros fuera, y en uno de los cacharros vi un sobre grande.

—Está cerca del muro —continuó Diego—. Alguien debió tirarlo por encima. Dios, ¿cuánto tiempo llevaría allí?

No mucho, vista la fecha del canje, prevista para la tarde siguiente a las 19.00, cuando ya habría anochecido. Citaban a Diego en el centro comercial Puerta de Alicante. Era una zona bastante concurrida, con nuevas edificaciones y dos colegios. No parecía el lugar más indicado para hacer un intercambio.

—Piden que vaya solo, que me están vigilando.

—No es cierto, así que tranquilícese un poco.

—Mi pobre hija… —Balbuceó Clara.

—La encontraremos, no se preocupe.

—¿Y cómo sabe que no me están vigilando? —preguntó Diego, casi fuera de sí—. El video demuestra que nos llevan espiando desde hacía tiempo.

—¡Mi niña! —Lloró la madre.

—Vamos a otra habitación y le explicaré cómo funciona esto —le dije.

Abandonamos a las mujeres en el salón y esquivamos muebles inútiles hasta llegar al despacho de Diego. Destacaba un escudo del ejército junto a varios recuerdos de su pasado militar. Un ordenador de sobremesa presidía un enorme escritorio de caoba. Las paredes estaban tapizadas de fotografías de Rojas junto a cantantes, políticos, actores y futbolistas. Aquel era su pequeño reino de tranquilidad en mitad del imperio de su casa y negocios, el nexo de unión del mundo y el titán.

—Aún no me puedo creer que esto esté sucediendo. —Diego abrió un discreto minibar y sacó un par de botellitas de licor.

—No se asuste, podemos resolverlo.

—¿Alguna vez se ha enfrentado a algo así?

—Cuando era policía. Tuve que asistir a un par de secuestros exprés, y todos terminaron de manera satisfactoria. Pero para hacer esto necesitamos tener la cabeza fría, ¿me entiende?

Diego Rojas se recostó en su sillón con ruedas y dejó el alcohol al alcance de la mano. Era mejor que no siguiera bebiendo, y aunque tenía ganas de apurar el culo de los vasos, prefería mantener una pose de abstemio. Confiaban en mí, y tenía que resolverlo como fuera.

Sostenía la carta de rescate en mi mano. Estaba escrita a bolígrafo, en letras mayúsculas irregulares. No se trataba del original, sino de una fotocopia. Tal vez el secuestrador pensó que así evitaba posibles huellas o pelos, o que por la tinta del bolígrafo podían rastrearle hasta su guarida. Alguien había visto muchas películas, y se notaba.

—«Tenemos a su hija. —Leí en voz alta—. No llame a la policía si quiere volver a verla con vida. El rescate es de cien mil euros. Venga solo al parking del sentro comercial Puerta de Alicante el miércoles a las siete de la tarde».

—La podría recitar de memoria —contestó, abatido.

—Esta carta la ha escrito un aficionado, no una banda organizada. Fíjese que ni siquiera está a ordenador. No se pueden sacar pistas de aquí, pero un buen grafólogo tendría material para trabajar. Las faltas son numerosas, pero la más clara es esta —le señalé el pasaje concreto—, donde le pide que vaya al «sentro» comercial. Con las otras aun nos podría confundir. Podría tratarse de algún sudamericano, tal vez colombiano. Apostaría a que es un delincuente común que se ha encontrado con este secuestro caído del cielo. Además, piden poco dinero. Está claro que si fueran en serio le dejarían sin un céntimo. Cien mil euros no es tanto para alguien como usted. Con vender el coche de la puerta ya tendría subsanada la deuda.

Apenas hizo caso a mis puntualizaciones sobre su fortuna.

—Entonces, ¿no nos vigilan?

—¿Cómo van a hacerlo? Clara y usted viven en una zona muy amplia. No podrían aparcar en su puerta y esperar sin que los vecinos se dieran cuenta. Es un farol para que no llame a la policía.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Llamar a la policía.

La transformación de Jeckyl en Hyde tuvo que ser algo similar. Diego Rojas dejó de respirar y su rostro tomó un matiz escarlata. Las venas del cuello se le hincharon, los ojos se le inyectaron en sangre y apretó los dientes hasta que se le marcó la mandíbula.

—¡Pero qué cojones…!

—Calma. —Le interrumpí.

—¡Dicen muy claramente que si llamamos a la policía matan a mi hija!

—No lo harán, créame. Esta gente no son asesinos, sino oportunistas.

—Jamás correré ese riesgo. ¡Es mi niña!

—Vamos a ver. —Me senté en la silla que había frente a él, donde los contables encogían a la hora de mostrarle los libros en B—. La cita es mañana. No hay tiempo para organizar un rescate más elaborado. Ni siquiera le han llamado por teléfono, ni le dan la posibilidad de hacerlo. O jugamos con sus reglas y perdemos, o aviso a un amigo del cuerpo para que monte un dispositivo de vigilancia y localizamos a ese cabrón en cuanto ponga un pie en el parking.

—¿Por qué no pagamos y dejamos que nos devuelvan a África?

—Porque no podemos confiar en ellos. ¿Y si en lugar de devolvérsela le amenazan más y se llevan el dinero? ¿Hasta cuando aguantará?

—Usted es el detective. ¿No puede seguirles?

—No es tan sencillo. Necesitamos a más gente, y usted y yo estamos solos.

—Pero… si ven a un policía, entonces…

—Irán de incógnito. Cuando trabajaba en la policía Nacional hicimos más de un trabajo de este tipo, y la prensa nunca se enteró. Si quiere discreción, la tendrá.

Diego Rojas se derrumbó sobre su sillón. Encendió un cigarro y aspiró una larga calada. Descolgó una foto en la que aparecían los tres miembros de la familia junto a Julio Iglesias en lo que parecía una cena privada, y acarició el rostro de África.

—En mi profesión siempre está todo bajo control. Por ejemplo, necesitamos betún para trabajar, y cada mes me pasan los precios. Los proveedores me llaman a mi oficina, pero lo más gracioso es que recibo todas las llamadas en una hora. No hace falta ser un lince para saber que me telefonean tras la reunión donde pactan los precios. Es una práctica ilegal, pero así funciona el mundo. —Se giró hacia mí—. Todo tiene unas reglas claras. Hasta ahora, que no sé qué hacer…

—Confíe en mí. Son la gente adecuada.

—¿Cómo se llama su amigo?

—Antonio Ramos —contesté—. Y es el policía más honrado que conozco.