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Nos recibió el olor acre de excrementos de periquito. Notario estaba suelto, dormitando en lo alto de la puerta abierta de un armario de cocina. El muy pájaro se había pegado un baño con un vaso de agua olvidado y tenía las plumas mojadas y pegajosas.

El problema de no esperar visitas era que lo tenía todo patas arriba. El apartamento era pequeño, pero aún parecía más minúsculo con tanto trasto inútil por doquier. Los cacharros de la cocina se apilaban desde tiempos inmemoriales, y no era una exageración. Teniendo en cuenta que lo que más gastaba eran vasos y que comía fuera, prefería no recordar el tiempo que llevaban allí. Todo lo que pudiera usarse de superficie estaba cubierto de periódicos viejos, publicidad de comida a domicilio, ropa arrugada y la omnipresente mierda de periquito. En mitad del salón había una señal de STOP que robé de una obra durante una borrachera, o eso creía, ya que las lagunas en mi cabeza durante esos momentos eran constantes y hasta necesarias para no culpabilizarme aún más.

—Esto es un desastre —dijo Inés—. Deberías contratar a alguien que te limpie aunque sea una vez al mes.

—Yo solo me basto para todo, no te preocupes.

—Cuando te conocí no eras así. —Ahuecó el sofá de cajas de pizza y se sentó—. Recuerdo que te gustaba cocinar, que hasta me reñías si no dejaba el aseo en perfecto estado después de ducharme.

—Aquello lo arreglamos duchándonos juntos, ¿recuerdas?

—Fue de lo poco que pudimos arreglar.

—Porque todo lo demás funcionaba.

—Hasta que se derrumbó.

No añadí nada más. Estaba claro que íbamos a hablar del pasado, del dolor, quizá hacer la terapia de pareja que abandonamos a mitad para sumirnos cada uno en su pesadilla particular. Abrí la nevera, pero ya sabía que encontraría el medio limón con el que aliñaba el vodka y unas patatas arrugadas. Tropecé con dos vasos más limpios que el resto, los enjuagué rápido y los llené de agua.

—¿Aquí traes a tus clientes? —preguntó Inés cuando llegué a su lado.

—Lo dices como si fuera una prostituta.

—Ya me entiendes.

—Me llaman por teléfono y los visito yo —contesté, mientras me sentaba a su lado—. No tengo dinero para alquilar una oficina y contratar a una secretaria. El trabajo me da para ir tirando, pero nada más. Casi nunca estoy en casa.

—Cualquiera lo diría. He visto estercoleros con menos basura.

—Quizá sería buena idea limpiar de vez en cuando.

Aunque lo cierto era que no sabía ni dónde tenía la escoba y la fregona. Desaparecieron el mismo día que apareció la señal de tráfico. Quizá las perdí a las cartas.

—Entonces vas a visitar a tus clientes a sus hogares, ¿cierto? —Asentí—. ¿Y también los dejas tirados después de que depositen su confianza en ti?

—Has hablado con Clara.

—Me ha llamado histérica, Roberto. No sabes cuánto les costó decidirse a llamarte. Estaban aterrados, y no se atrevían a ir a la policía por si el secuestrador mataba a África. Y después vas tú y los dejas en la estacada.

—No es un secuestro.

—¿Cómo lo sabes? ¿Has visto el video?

—Con esa pista no se puede hacer nada.

—Antes o después pedirán un rescate. Tú lo sabes, son una familia con dinero. ¿Por qué si no llevarse a su única hija?

—Hay muchos motivos, y lo cierto es que no quiero pensar mucho en ellos.

La sombra de Jaime apareció en la habitación. Muchas veces me preguntaba, y estaba seguro de que ella también, por qué se llevaron a nuestro hijo. Aposté por la pederastia, y no obtuve resultado. Había cientos de razones, desde las más descabelladas a las más sencillas, para llevarse a un niño. Estaba claro que el sexo y el dinero es lo que siempre ha movido a nuestra sociedad a cometer los mayores crímenes imaginables, pero había otras causas. Durante estos años he llegado a pensar en un secuestro por motivos emocionales, es decir, para que otra pareja lo eduque como propio, tal vez en otro país con una historia llena de mentiras. Pensé que Jaime estaba muerto y sus órganos donados a alguna red de tráfico ilegal. Puede que alguna mente perturbada necesitase niños para experimentar con ellos, igual que hacían en el nazismo. Hasta leí casos de combustión espontánea y desapariciones astrales, con gente que se esfuma en una parte del mundo y aparece en la contraria. Al final, lo único claro que te queda es que alguien ha desaparecido y tú no has podido hacer nada por encontrarlo.

—No puedo meterme en un caso así, Inés. Te lo dije cuando hablamos la primera vez.

—Y yo te supliqué que lo hicieras.

—Tienen que llamar a la policía, es lo más sensato.

—No se atreven, ya te lo he dicho.

—Pues que contraten a otro detective más cualificado. Si quieren, les puedo pasar referencias.

—No confían en nadie. ¿Tanto trabajo te cuesta darles un poco de esperanza?

—¿Esperanza? ¿A quién? ¿A ellos, o a ti?

Inés me escrutó con ojos duros. No había probado el agua, y estaba convencido de que llevaba varias horas esperando en el portal a que yo apareciera. No había cenado, y no quería que por este asunto regresara a la ruina de dejar de comer.

—Roberto, me ha costado mucho afrontar lo de Jaime y retomar mi vida, preocuparme por mí, como para regresar a aquello.

—¿Y por qué te empeñas en que yo vuelva a la locura?

—¡Porque tú no lo has asimilado! —Gritó—. Mira a tu alrededor. Vives en la inmundicia. ¿Esta es tu forma de suicidio? ¿Abandonarte hasta desaparecer?

—No lo entiendes, Inés.

Se acercó a mi lado y puso una mano en mi rodilla. El contacto físico tuvo en mí un efecto extraño, entre tranquilizador y estimulante.

—Eres tú quien no lo entiende, Roberto. No fue culpa tuya.

—¿Qué?

—No tuviste la culpa de que Jaime desapareciera. —Repitió—. Yo he aprendido a perdonarte, con los años y la distancia. Ahora debes hacerlo tú.

—¿Y crees que encontrando a África Rojas lo conseguiré?

—Eso lo sabremos con el tiempo. Lo único que tengo claro es que tú mejor que nadie sabes por lo que está pasando esa familia. Y sé que puedes hacerlo, Roberto. Lo llevas en la sangre.

Sentí las lágrimas escapar de mis ojos. Me tapé la cara con la mano, pero Inés la retiró y me abrazó. No pude retener el llanto por más tiempo.

—Era nuestro hijo, Inés —dije—. Lo perdí delante de mis propias narices. No lo encontré nunca, perdí el tiempo detrás de Barrachina… ¿No te das cuenta de que no puedo, de que soy completamente incapaz de encontrar a nadie?

—Debes perdonarte, Roberto. De verdad, perdónate. Ayúdate y ayuda a los Rojas.

—No puedes pedírmelo, de verdad. Lo he intentado. Los he visitado, pero no hay nada que hacer. No me hagas revivir la misma pesadilla dos veces.

Inés aflojó la presión y se puso cabeza con cabeza, las dos frentes tocándose, la visión doble por tenerla tan cerca. Sentí su cálido aliento, ese mismo que tantas veces me había animado y endulzado años atrás, y ella debió sentir el mío, agrio y podrido de tanto alcohol. Intuí la cercanía de sus labios, y no supe si debía besarla o tirarme por la ventana. No estaba excitado, no con el fantasma de Jaime en la habitación, con el pasado retumbando por todo mi cuerpo, con su látigo abriendo las heridas cerradas y remarcando su profundidad.

—También era hijo mío —dijo.

Permanecimos en silencio, llorando y mirándonos fijamente. Ella me cogió de la mano y la acarició. Yo aplaqué el impulso de acariciarle el cabello, pero ella dejó mi mano sobre su pierna. Tenía la sensación de volver a ser una pareja, de conectar con otra alma y entender sus sentimientos gracias al amor.

El teléfono nos despertó con su estridente timbre. Ella se retiró hacia atrás y se puso en pie, de espaldas a la pared. Supe que había pasado algo al separarnos de nuevo, ya que el mundo volvió a ser gris y frío.

Agarré el auricular y contesté con desgana.

—Roberto Cusac, dígame.

—¿Roberto? —La voz de Diego Rojas me llegó nítida—. Hemos recibido una nota. Piden un rescate. Es un secuestro.