El tiempo se dilató en el Tugurio. A una cerveza la siguió otra, y así hasta perder la cuenta. Las horas avanzaron, y al cabo de un rato me apetecía llegar a casa, abrir una botella de algo más fuerte y beber hasta caer rendido.
Me despedí de la parroquia y me marché caminando. No estaba lejos de mi piso, y si movía el coche sabía que sería complicado encontrar aparcamiento. Las últimas castañeras apagaban el carbón y se retiraban del frío. Pasé ante escaparates de jugueterías y recordé lo mucho que me costaba decidir qué comprarle a Jaime. Buscaba algo divertido, pero que le estimulase y le ayudase a desarrollar su inteligencia. Bloques de colores, libros infantiles en inglés o juegos que incluyeran música. Nada de pistolas y coches. Eso quedaba para el trabajo, para la vida real.
Me detuve ante la cristalera y me imaginé con Jaime de la mano. Me preguntaba qué juguete elegiría él, y cuál le compraría yo. En mi fantasía también entraba Inés, que me agarraba del brazo mientras señalaba un helicóptero teledirigido. Ella y sus ansias de volar lejos, de desaparecer, de mirar al mundo como si las personas solo fueran hormigas que nada importan. Al otro lado, Jaime con las dos manos pegadas en el cristal, preguntando dónde estaban los Reyes Magos, mirando aquel lugar mágico con la ilusión en las pupilas. Y yo, Roberto Cusac, simplemente miraría el vidrio que nos reflejaba como una familia, una más, una cualquiera, sin darme cuenta de que era un espejismo.
Al igual que ellos, yo también observaba mis sueños.
Un chirriar de ruedas sobre el asfalto me devolvió a mi realidad de padre fracasado. Me fijé en el cristal. Había unas huellas de manos de niño, de un niño como Jaime. Miré alrededor por inercia, sabiendo que era imposible, pero decepcionándome de igual manera al no encontrarlo cerca. Pensé que necesitaba ese trago con urgencia y continué atravesando las negras calles de Alicante.
Las luces de Navidad estaban por todas partes. La gente iba y venía, aunque pocos manifestaban la alegría inmensa que nos prometían los medios y que todos debíamos sentir. Aquella época no era más que la mitad del invierno, gastos desmedidos y desencanto por una satisfacción ficticia que nunca iba a llegar. Las uvas sabían agrias, y los mantecados se atascaban en la garganta. Las luces de colores no hacían sino recordarnos que otros sí que disfrutaban de vacaciones pagadas y viajes al extranjero, lo que alimentaba el odio hacia el vecino.
Frustración y odio. Bienvenidos a la Navidad.
Al llegar a casa vi una figura apoyada en el portal. Pasaban de las diez, y hacía frío, pero allí seguía. Cuando me aproximé supe que la noche solo podía complicarse.
—Hola, Inés.
—Das pena —contestó.