Nadie regresa a casa cuando puede ir a un bar. A mí nunca me gustaron las cafeterías impersonales, o las franquicias clónicas. Un bar es el hogar de un tipo que te cede parte para que te tomes una cerveza acodado en la barra. Debe estar hecho a su imagen y semejanza. Desde los muebles a la clientela, todo tiene que indicar cómo es el dueño, si le gusta el fútbol o los toros, si la cocina es un lujo innecesario y solo sirve tapas frías o si es un restaurante familiar con música en directo.
Mi baremo para los bares se basaba en tres sencillas reglas. Primero, la prueba del boquerón. Si un garito no era capaz de hacer un boquerón en vinagre decente, es que no merecía la pena. Se debía constatar su tamaño, su textura y la combinación inmejorable con oliva sin hueso. En segundo lugar estaban los habituales, que debían ofrecer espectáculo tanto con sus actos como con sus conversaciones. Una alfombra de palillos, colillas y servilletas de papel era indicativo de un ágora moderno y funcional. Y por último, y tal vez más importante, estaba el precio de la cerveza. Para alguien condenado a la esclavitud del alcohol en las venas, la calidad de las rubias no era tan importante como el precio de la caña de barril. Y si además la ponían en jarras de litro, tanto mejor.
La taberna el Tugurio cumplía todos los requisitos. Apenas cinco mesas en el poco espacio habitable, todas ellas cojas. Las sillas de plástico barato lucían quemaduras de cigarrillos, los mismos que purificaban el aire con su eterno humo azul. La barra abarcaba buena parte del local, y en los taburetes se acodaban los de siempre. Estaba decorado con absurdos motivos navideños, como un reno con sombrerito de Papá Noel. Al fondo estaban las puertas de los minúsculos aseos. Al de hombres había que entrar vacunado y equipado con máscara antigás y botas de agua. El de mujeres tenía cerradura y, según contaba la leyenda, allí se guardaban fregonas y escobas que jamás se usaban.
El Tugurio era un antro, pero un antro acogedor. Que se jodieran las familias que buscaban cenar los fines de semana, porque este no era su lugar.
Cuando llegué a media tarde, después de visitar a Diego y a Clara, apenas había cuatro parroquianos parasitando el local. Mi taburete de siempre estaba ocupado por un tipo que jamás había visto. Me senté a su lado y saludé.
—Buenas tardes —dijo él sin mirarme.
Bebía un vaso de agua, y Benito, el dueño del Tugurio, lo miraba con desdén.
—¿Qué te pongo, Rob? —preguntó Benito.
—Una caña y unos boquerones.
—Marchando.
Siempre tomaba lo mismo, pero a Benito le gustaba que se lo pidieran. Le hacía parecer importante, o qué se yo. Los boquerones flotaban en aceite apelmazado y casi reseco dentro de un expositor de cristal. Las inexistentes medidas higiénicas me hacían sospechar que los peces tendrían miles de enfermedades que la ciencia aún desconocía, pero como las mataba con alcohol no había problema.
—¿No bebes nada, amigo? —le dije al tipo que ocupaba mi localidad.
—Lo siento, soy abstemio.
—¿Cómo te llamas?
Me observó extrañado. Estaba claro que era la primera vez que pisaba el Tugurio, y tal vez pensó que se trataba de un bar gay.
—Amable Inchaustegui —contestó al cabo de unos segundos.
Me pareció raro que alguien se presentara con el apellido adosado al nombre. Aquel tipo era extraño, lo cual podía significar un buen fichaje como parroquiano del Tugurio.
—Yo soy Roberto. Tu apellido no es de por aquí.
Sin duda, creía que estaba intentando ligar con él. Si se asustaba y se marchaba, conseguía mi taburete, así que no perdía nada.
—Mi apellido es Cusac. En Albacete es más común, pero aquí la gente lo pronuncia igual que el actor ese tan malo de Hollywood.
—Cusac…
—Se pronuncia Ku-Sak. Como se lee.
Me fijé en si me guiñaba el ojo, pero en lugar de eso pareció más relajado.
—Hola, Cusac. Mi apellido es vasco. Soy del norte.
—¿Y qué haces en Alicante?
—No puedo volver. —Suspiró, y entonces supe que se iba a confesar conmigo—. Me apunté al Ejército. Cuando se enteraron en el pueblo, digamos que algunos me querían recibir con fuegos artificiales y algo de plomo.
Amable hablaba con dificultad, tal vez tratando de disimular su acento. Pese a su recatada personalidad, aún se sentía un militar. Ahora entendía por qué se había presentado con su apellido por delante. Le faltó cuadrarse ante mí.
—Está la cosa jodida, ¿no? —Proseguí.
—Como en todas partes.
Benito regresó con los boquerones y la caña. Depositó el pedido en mis narices, pero desplazó la cerveza hasta Amable.
—Las penas hay que mojarlas en alcohol —dijo Benito.
—Soy abstemio. —Hizo un ademán de disculpa—. Nunca he bebido.
—A esta te invito yo. Además, han cortado el agua. No ha entrado jamás nadie en este bar que no se haya tomado un litro por lo menos. Y si conseguí que aquellos mormones se tragasen mis brebajes, tú no vas a ser distinto.
—Algún día te partirán la cara. Lo sabes, ¿no? —Contesté.
—Que vengan a por mí. —Benito se limpió las manos con el mismo trapo con el que secaba los vasos—. Si no les gusta mi forma de hablar, que se vayan a uno de esos pubs donde hacen monólogos, a ver si así se ríen.
Amable observó la jarra con curiosidad. Al final asintió y la levantó para brindar.
—Está bien —dijo—. ¿Qué podría pasar?
Pensé que se empieza con una cerveza, se sigue tomando copas los fines de semana, y se continúa en cada visita de los amigos. Y cuando desaparece tu hijo, entonces se vuelve tan habitual que hasta asusta. Así que solo te queda encontrar un lugar acogedor para vegetar y fusionarte con el mobiliario, como el Tugurio y sus conversaciones livianas que conseguían evadirme de todo.
En mi época de policía frecuentaba el bar frente a la comisaría. Allí iban casi todos los compañeros, pero cuando Jaime se esfumó decidí cortar por lo sano. Apenas me quedaban un par de amigos en el cuerpo, y los veía poco. No quería una relación de amistad, ni que nadie me diera consejos o me dijera lo que tenía que hacer. Prefería colegas de circunstancias, como los que encontraba en el Tugurio.
Zacarías pasó por la acera esquivando el puesto de una castañera y entró golpeando con su bastón las patas de las sillas. Vendía cupones y era ciego, pero la sangre de los sinvergüenzas circulaba por sus venas. En una ocasión desaparecieron tres carteras la misma tarde, y aunque nadie podía probarlo, todos sospechaban de Zacarías.
—¿Cómo vas, Zac? —Saludó Benito al tiempo que me ponía una segunda caña para reemplazar la primera.
—¿Como que cómo voy? —Se quejó—. ¿Lo dices porque soy ciego?
—Sabes que no, capullo.
—Siempre me echas en cara mi minusvalía. Pues que sepas que gano con la ONCE más que tú con estos borrachos de mierda.
—Hola, Zac —dije.
—Sí, me refería a ti, Roberto. Borrachos, todos borrachos.
—Oiga, que yo solo me he tomado una. —Amable se giró para mirar al ciego.
—¿Quieres pelea? —Zacarías movió el bastón como una majorette americana—. ¿Es eso? Te voy a partir la cara.
—No, yo no quería… —Inchaustegui reculó un poco sin levantarse de mi taburete.
—Más os vale a todos no despertar la furia dormida de Zacarías. Aprendí la técnica del «mono borracho en el ojo del tigre» de un monje budista. Os puedo arrear a todos con los párpados cerrados o abiertos, me da igual.
—Deja de asustar a mis clientes, Bruce Lee. —Benito le sirvió una cerveza en un vaso de vino.
—Hoy os perdono la vida —dijo al tiempo que estiraba el brazo para agarrar la bebida—. Mañana no respondo de mis actos.
Después de aquello se sentó ante la tragaperras y se dedicó a echar monedas por la ranura. Nadie entendía cómo podía ganar jugando a ciegas, pero Zac lo conseguía. Comprobé que tenía la cartera en mi lugar y miré por la ventana. Ya había anochecido. La oscuridad llegaba muy pronto. Tal vez demasiado.