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No volvieron a dirigirse a mí mientras preparaban la cinta. Por un segundo imaginé un video íntimo de África con Elías, o tal vez uno similar a los que entregaba a mis clientes, con maridos infieles montándoselo con la secretaria.

Sin embargo, la realidad resultó ser muy distinta.

La calidad de imagen era nefasta. Una cámara fija situada en una zona elevada grababa en blanco y negro. En la esquina superior derecha aparecía una franja con la hora y la fecha, databa de dos semanas atrás. Acerté a reconocer la piscina con forma de balón de rugby, ya que estaba iluminada por luces subacuáticas. El resto era más difuso, con oscuridad en gran parte de la pantalla. A un lado se apreciaba una pared con una ventana, junto a unos arbustos del jardín. Por la distribución de la piscina y la esquina del muro, supuse que se trataba de la zona trasera de la casa.

—No vimos este video hasta hace poco —explicó Diego—. Y fue cuando empezamos a preocuparnos de verdad. Fíjese en esta parte.

Rojas me señaló con el dedo una zona oscura donde se apreciaba parte del seto, junto a la ventana. Durante unos instantes no sucedió nada, pero entonces el arbusto se movió. Una figura encorvada apareció en la pantalla. Estaba de espaldas, y así se acercó a la ventana, con movimientos muy lentos y medidos. Luego se asomó y miró a través del cristal. Se quedó allí unos quince segundos. Después giró el cuello, como si hubiera visto u oído algo, y se escabulló de nuevo entre la penumbra.

—He revisado el resto de cintas, y no hay nada. —Continuó Rojas—. Quienquiera que fuese, sabía la ubicación de las cámaras y cómo evitar a los perros.

Rebobiné y la volví a poner. Cuando apareció de nuevo el desconocido, pausé la cinta. Apenas se apreciaba nada, y mucho menos el rostro. Llevaba un gorro negro que le cubría el pelo, impidiendo saber si era blanco, rubio o negro. Del mismo modo, en ningún momento se giraba hacia la cámara, lo que alimentaba las sospechas de Diego de que se trataba de alguien que había estudiado la instalación. Los movimientos no parecían los de un ladrón, sino de alguien que acecha. Ya conocía la ferocidad de los perros, por lo que al intruso no le habría costado demasiado ganarse su confianza.

—¿Han tenido robos últimamente? —pregunté.

—Ninguno —contestó Diego—. Aunque en otras casas de por aquí cerca sí.

—¿Tiene alguna sospecha de por dónde pudo haber entrado?

—Ni idea. Pensábamos que con los muros ya teníamos intimidad y seguridad, pero esto es…

—¿No sonó la alarma?

—Solo se activa si alguien entra en la vivienda a la fuerza.

—Así que se quedó fuera. ¿Por qué lo haría?

—En cualquier otra circunstancia habría dicho que estaba estudiando el terreno para asaltar la casa otro día, tal vez cuando estuviésemos de viaje. Si me lo encuentro dentro, le suelto cuatro tiros. Tengo permiso de armas, ¿sabe? Guardo un revólver en la caja fuerte.

Omití su comentario homicida. Era lógico que, viviendo en una zona semiaislada, quisiera proteger a su familia con un arma de fuego. Recapitulé lo que había visto en el video. Algo no encajaba.

—No tiene sentido. ¿Para qué tomar tantas precauciones y luego dejarse grabar por una de las cámaras? Lo normal habría sido entrar el mismo día y no arriesgarse a repetir todo el proceso otra noche. ¿A dónde da esa ventana?

Su incomodidad fue la respuesta. Les costaba responder. Diego estaba furioso e irritado, pero Clara sollozaba tras nosotros.

—Es la habitación de África, ¿verdad? —dije.

Rojas asintió y abrazó a su esposa. Clara Orozco ocultó el rostro en su pecho y las lágrimas brotaron sin vergüenza ni remedio.

Me recosté de nuevo en mi sillón. El asunto era complejo. La única pista era una cinta de video donde solo se apreciaba una figura que se asomaba por el cristal. Apenas treinta segundos de metraje que no aportaban ninguna respuesta. No sabía si era un hombre o una mujer, blanco o negro, viejo o joven. Quizá, con un poco de suerte, podríamos perder el tiempo hasta averiguar la altura aproximada del sujeto, o tal vez sacar alguna huella parcial de la ventana. Era un callejón sin salida. No se podía hacer nada, salvo esperar.

Era demasiado similar a lo que le sucedió a Jaime, y como en aquella ocasión, no había forma de averiguar qué pasó o quién organizó la desaparición. Solo quedaba el fantasma de un hijo que jamás volvería a aparecer.

—Llamen a la policía —dije, y me levanté del sillón.

—No podemos hacer eso. —Rojas se incorporó, dejando a Clara en el sofá—. ¿Y si los secuestradores ven entrar en casa a un coche patrulla? Puede que la maten.

—Esto no es un secuestro. —Me puse la chaqueta—. Desapareció hace varios días y todavía no han pedido un rescate. El tiempo que han pasado sin llamar a la policía es tiempo que le han dado a quienquiera que se haya llevado a África para desaparecer y eliminar pruebas.

—Claro que es un secuestro. Soy una persona rica, y ellos lo saben. Solo están tanteando el terreno para desesperarme.

—Los rescates se piden rápido, precisamente para que al afectado no se le ocurran ideas locas como ir a la policía. Más vale que llamen a comisaría ahora mismo y les enseñen el video.

—Esas imágenes no son ninguna prueba.

—Pero valdrá para que empiecen a buscar.

—No nos haga esto, Roberto. —Clara me miró con los ojos convertidos en dos cascadas—. Por favor, se lo suplico…

—Me duele decírselo, pero no les puedo ayudar. De verdad, por el bien de su hija y del suyo propio, pongan una denuncia lo más pronto posible.

—Es un secuestro, estoy seguro. —Diego me encaró con la valentía de los años pasados por bandera—. ¿Qué hacía ese tipo en la ventana? Nadie corre tantos riesgos para nada, usted lo ha dicho. Está claro que iba a por mi hija, no a por cualquiera. Si fuera un criminal y no me importase a quién secuestro, esperaría en un parque la ocasión oportuna.

Aún no sé cómo no le metí un puñetazo en la boca. Tal vez fuera la delicada ginebra azul que me había tragado, que me amansaba más que el alcohol barato que solía desayunar. No lo sé. El caso es que nunca supe si Rojas lo hizo por provocarme, o solo lo dijo por ignorancia, pero estuvo a punto de acabar en el hospital y yo en el calabozo.

—Buenos días. —Me despedí—. Espero que encuentren a su hija.

Se quedaron allí, en mitad de aquella jungla de fotos, muebles y cuadros. La asistenta me acompañó todo el camino de vuelta. Los perros estaban atados cuando llegué a mi Ford.