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La Autovía del Mediterráneo está rodeada de secarrales, como cada zona de Alicante donde no han plantado las eternas palmeras. Dejé atrás varios polígonos y giré en las inmediaciones de un campo de golf tan verde que dañaba la vista. Los dos carriles se convirtieron en un camino no muy bien asfaltado. A ambos lados había casas de todo tipo, desde adosados hasta pequeños feudos con seguridad privada. Aquella zona no la conocía, pero me pareció que ya estaba en el término municipal de Monforte del Cid.

Serpenteé entre las urbanizaciones y tuve que preguntar a una servicial mujer que paseaba a su perro. Me indicó la vivienda concreta y así llegué a mi destino. El exterior estaba anillado por un muro de varios metros de altura y controlado por un circuito cerrado de cámaras de vigilancia. La puerta de entrada era automática, pero tuve que descender para tocar el timbre.

—¿Quién es? —dijo una voz al otro lado del interfono.

—Me llamo Roberto Cusac. El señor Rojas me espera.

Un chirrido eléctrico activó el motor de apertura y el portón enrejado se deslizó a un lado. La casa estaba a medio camino entre chalet pijo y mansión pequeñita. Conté hasta tres plantas, con una gigantesca terraza con suelo de mármol. Dos perros más grandes que agresivos recibieron mi llegada con saltos y ladridos. Desde el coche vi una enorme piscina con forma de balón de rugby rodeada de césped y palmeras. Dejé el coche en un aparcamiento cubierto junto a un Jaguar de lujo. Mi viejo Ford Orion destacaba como el chapapote en el paraíso. Uno de los dos mastines se puso sobre dos patas y se abrazó a mí. El otro cabeceó contra mis piernas para que lo acariciase.

—Perdón, señor, perdón. —Una asistenta sudamericana apareció muy azorada por una puerta lateral—. Los perritos son muy cariñosos.

—Ya lo veo.

—No le harán nada, solo quieren jugar.

La mujer menuda agarró del collar a los animales y los alejó hasta una fuente que representaba a un querubín orinando sin parar. Los canes me observaron como el juguete nuevo que era, pero ya no se acercaron.

—Sígame —dijo—. Los señores le están esperando.

La chica debía tener unos treinta y pocos, pero su mirada mostraba una personalidad envejecida por los avatares de la vida o puede que por la falta de sueño. Vestía un uniforme blanco y negro, con delantal de ribetes, como si estuviéramos en la Inglaterra victoriana o en la recolección del algodón en América.

Al entrar, el aire caliente de la calefacción me golpeó con violencia. El interior de la mansión estaba decorado con gusto por el exceso. Había cuadros colocados sin criterio alguno salvo el de tapar la mayor superficie de pared. Pese a lo espacioso del recibidor, la sobredosis de mobiliario hacía que tuviéramos que zigzaguear para alcanzar la siguiente estancia.

Tras un pasillo abigarrado de lámparas de estilo colonial alcanzamos una nueva habitación con grandes ventanales de cortinas de dibujos exóticos. Me llamó la atención un enorme piano de cola usado como una mesa más, ya que estaba cubierto por tapetes y figuritas de porcelana. Junto a un monstruoso televisor de pantalla plana estaban las dos personas que me habían convocado.

—Ellos son Diego Rojas y Clara Orozco —explicó la asistenta.

—Nos podemos presentar nosotros mismos. —Interrumpió Diego—. Ya puede irse, Martha Cecilia.

La empleada de hogar asintió con un gesto extraño y se marchó por donde habíamos venido.

—Hola, soy Diego. —Me tendió la mano—. Gracias por venir.

Era un hombre alto de unos setenta años y pelo entrecano, aunque se conservaba más joven gracias a los avances del dinero o del buen whisky. No costaba imaginarlo entrando en un banco con una sonrisa y saliendo con un crédito para amontonar ladrillos en la costa. Vestía pantalón de traje, camisa beis y zapatillas de andar por casa de rayas azules. Apreté su mano y me fijé en los anillos que tenía, sellos con símbolos de la Falange.

—Ella es mi esposa, Clara —señaló—. Por favor, siéntese.

Me dejé caer en un sillón cubierto por cojines, y tardé un rato en acomodarme.

—¿Quiere que le sirvamos algo? —preguntó Clara Orozco—. Tenemos té, refrescos, aunque tal vez prefiera una copa de licor.

La mujer había visto demasiadas películas de Bogart, ya que enseguida llamó de nuevo a la asistenta para que me preparase un combinado. Clara era más joven que su marido, pero no tanto como para considerarla una esposa trofeo. Rondaba los sesenta, pelo rizado y ojos tristes. Vestía de forma impecable, como si acabase de venir de un congreso. Tenía las manos muy arrugadas y las muñecas hinchadas.

—Inés nos ha dado unas excelentes referencias sobre usted. —Comenzó Diego—. Nos ha dicho que es muy discreto. Solo espero que sea cierto, porque se trata de un asunto muy delicado.

—No se preocupen por eso. —Los tranquilicé—. Me debo a la confidencialidad con mi cliente. Además, esta es una reunión de cortesía para estudiar su caso.

—Por supuesto. —Diego se giró hacia la asistenta, que sacaba botellas de un mueble-bar, y después se dirigió a mí—. Yo tomaré un ron, ¿y usted?

Moría por un buen trago de vodka, pero lo más transparente que acerté a ver fue una ginebra en botella azul. No había llegado al punto de tener delirium tremens, pero necesitaba gasolina para gestionar mi día a día.

—Una ginebra con hielo estará bien.

La mesita de centro estaba abarrotada de fotos familiares. En la mayoría aparecían junto a una chica. No costaba trabajo imaginar su vida a través de las instantáneas, desde que tenía pocos meses hasta la época de instituto.

—Es África, mi hija —confirmó Clara.

—¿Cuántos años tiene?

—Cumplió dieciocho el mes pasado.

—Ya es mayor de edad —dijo Rojas, al tiempo que la asistenta nos servía alcohol en vaso ancho—. Pensamos que es un secuestro. Nos da miedo ir a la policía y que la maten. Nosotros…

—Sé que están preocupados, pero necesito saber todos los detalles antes de comprometerme con ustedes.

Diego Rojas bebió un trago largo de su copa y yo le imité.

—Está bien —dijo—. ¿Qué quiere saber?

—¿Cuánto hace que ha desaparecido? —pregunté mientras sacaba la libreta del bolsillo de la chaqueta.

—Cuatro días, en vísperas de Nochevieja. No se imagina lo duro que es pasar la Navidad sin tu hija.

Sí que lo sabía, y Clara Orozco también, ya que golpeó con discreción a su marido. Diego pareció comprender, y recapacitó.

—¿Cuándo fue la última vez que la vieron? —pregunté.

—El jueves. —Clara se adelantó a su consorte—. A mediodía dijo que se marchaba a casa de Elías, pero nunca llegó.

—¿Quién es Elías?

—Un chulito. —Bufó él.

—Diego, por favor. —Le recriminó su esposa.

—Es la verdad. A su familia le tocó la lotería hace unos años y se creen que pueden tutearnos o algo así.

—Eso no es culpa del muchacho.

—Todo lo que tengo me lo he ganado. Con el sudor de mi frente.

Quise añadir que, en realidad, lo había ganado con el sudor de otros, pero Clara me interrumpió.

—No le haga caso a Diego. Elías y él no se llevan demasiado bien.

—Parece que me imita. Se viste con chinos, zapatos italianos, se ha apuntado al club de regatas, al de tenis… Yo creo que quiere dar un braguetazo, para cuando se le agote la pasta a sus padres.

—¡Por Dios! —Clara miró en otra dirección.

—¿Dónde está Elías? —dije.

—Él no se la ha llevado.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque no estaba en Alicante cuando pasó todo.

—Mi hija iba a despedirlo al aeropuerto —explicó la madre—. El chico se marchaba de viaje con su familia a pasar la Nochevieja en París. África quería ir con él, pero Diego no se lo permitió.

—¿Están seguros de que no subió a ese avión?

—Completamente. —Diego apuró su copa de un trago y estuve tentado de hacer lo propio—. Hemos localizado a la familia en el hotel, y África no apareció por el aeropuerto. Me han jurado que no está con ellos, y yo les creo.

—Ojalá hubiera estado en Francia junto a Elías… —Clara Orozco se enjugó una lágrima huidiza que amenazaba con convertirse en la primera de muchas.

Conocía perfectamente esa sensación. Era una mezcla de rabia, impotencia, desesperación y profunda tristeza. Sin embargo, África ya era una mujer adulta, pese a su juventud, y difería bastante del caso de Jaime. Repasé los datos que había apuntado en la libreta. Aún quedaban lagunas en aquella historia.

—¿Cómo fue al aeropuerto? —Proseguí.

—Se llevó el coche —contestó Diego—. Se acababa de sacar el carnet. Yo sabía que no era buena idea. Martha Cecilia le había estado haciendo de chófer cuando había que llevarla a alguna parte. No entiendo esa insistencia en aprender a conducir.

—¿De qué clase de vehículo estamos hablando?

—¿A qué se refiere?

No aguantaba que me hablasen de usted a cada momento, pero ayudaba a mantener las distancias. Aún no sabía si me ocuparía de aquello. De momento estaba cumpliendo una promesa a Inés, nada más. Apuré mi copa y la dejé sobre el posavasos.

—Bueno, en la puerta había un Jaguar.

—Le regalamos un Renault Megáne para Nochebuena. —Clara me pasó una publicación sobre motor que había en un revistero—. Lo acabábamos de sacar del concesionario, como si dijéramos.

—Azul metalizado, ciento veinte caballos, diésel. —Añadió Diego—. Matrícula…

—¿Y el coche? —Le corté—. ¿Tampoco aparece?

Se miraron extrañados un segundo. Clara rompió el silencio.

—Por eso creemos que alguien se la ha llevado. No es solo que desaparezca a mitad de tarde, es que no hay ni rastro del Megáne. Y un coche no es fácil de esconder, ni de destruir.

—Deben de tenerlo oculto, al igual que a mi niña —dijo el padre—. No han tocado la tarjeta de crédito, y tiene el teléfono apagado.

—¿Teléfono?

—Le compramos un teléfono móvil por su cumpleaños.

Era complicado decir lo que tenía en mente, así que pensé con detenimiento las palabras que iba a usar. Estaba claro que aquello era una pérdida de tiempo.

—¿Alguna vez han tenido problemas con África?

—No, de ninguna manera. —Diego se levantó y fue personalmente a servirse una nueva copa—. Mi hija estaba muy unida a nosotros, nos lo contábamos todo.

—Saca sobresalientes en clase. Es una chica muy aplicada.

—¿Nunca han tenido ningún encontronazo, alguna discusión grave?

—Los normales en una familia. —Diego regresó a mi vera—. ¿Por qué lo pregunta?

Respiré hondo y hasta a mí llegó el cálido aroma a ron. Sin embargo, debía tener la cabeza fría, al menos de momento.

—¿Han pensado en la posibilidad de que su hija se haya marchado por voluntad propia?

Los miré de cara, haciendo frente a la indignación que con toda seguridad iban a sentir de un momento a otro. Para mi sorpresa, su reacción fue tranquila. Clara se llevó de nuevo el pañuelo a los ojos, esta vez con gesto más afligido. Diego Rojas, el adinerado patriarca, se inclinó hacia mí.

—Eso es absurdo —dijo, muy calmado—. Mi hija es la niña más feliz del mundo, que se entere. Tiene coche gratis, teléfono propio, una casa con piscina y tarjeta para sus gastos. ¿Por qué querría irse?

—No lo sé. Dígamelo usted.

—¿Quiere que le enseñe fotos de nuestras vacaciones en Nueva York? —Gritó—. ¿Quiere ver sus trofeos de hípica? ¿O el póster firmado por Brad Pitt de cuando conseguí que accediera a cenar con nosotros?

—Diego, por favor… —Clara intentó calmarle.

—No puede venir a mi casa a insultarme a la cara.

—Está bien, cálmese. —Abrí de nuevo la libreta—. ¿Tenían conocimiento de disputas con algún amigo o conocido?

—Nada que nos hubiera dicho.

—Enséñale el video. —Clara miró a su marido con ojos suplicantes.

El silencio apareció y se acrecentó en aquella sala abarrotada de recuerdos y decoración inútil. La pareja se miraba sin casi pestañear. Aquello no me gustaba.

—¿Qué video? —pregunté.

—Da igual. —Diego bebió un trago.

—No da igual. —Clara estalló—. ¡Enséñale el video!

Diego se llevó las manos a la cabeza y se rascó el pelo. Su mirada ya no era dura, sino indecisa, casi de sufrimiento.

—Está bien —dijo al fin—. Está bien.