Lo llamaban botellón. Consistía en beber en la calle para así evitar los abusivos precios de los locales de copas. A los medios de comunicación se les llenaba la boca cuando hablaban del tema. Les gustaba mezclar los conceptos juventud, desorden social, alcoholismo y delincuencia. Los vecinos alegaban que no podían dormir, los conservadores, que faltaba mano dura, los chavales, que no tenían ningún local público habilitado para sus necesidades, aunque estas consistiesen en emborracharse hasta bien entrada la madrugada.
La gente se solía reunir en la playa, en las escaleras de Jorge Juan o en descampados cercanos a las discotecas, donde la policía no se atrevía a asomar el hocico por miedo al alto número de jóvenes ebrios y hormonados. En las festividades locales no había problema. Durante las Hogueras de San Juan, la ciudad se convertía en un inmenso meadero donde se agolpaban individuos de todas las calañas para beber a piñón fijo. Las calles se masificaban y la diversión consistía en aplastarse contra el vecino, ya fuera una rubia explosiva o un anciano con dentadura postiza.
Año Nuevo era diferente. Tal vez fuera por las bajas temperaturas, que sin llegar al frío polar, conseguían que fuera preferible quedarse en casa brindando con champán que agarrar la bufanda y salir a la calle de botellón. Por eso el parque estaba desierto y limpio aquel uno de enero de 2000.
En ocasiones pasaba por allí y me quedaba un rato mirando al infinito, pero a los pocos meses fue tomado por cientos de adolescentes armados con ron y whisky. Entonces me dedicaba a recoger botellas medio vacías que dejaban abandonadas y las llevaba a casa. Mi pesadilla alimentaba mi adicción.
Había vuelto cientos de veces a aquel parque. Me había acercado al tobogán infantil donde vi por última vez a Jaime. Yo estaba sentado en un banco de madera, a diecisiete metros con cuarenta centímetros de allí. Lo sé, lo había medido. Lo tenía todo apuntado en una libreta que siempre llevaba encima, aunque no hacía falta, me conocía su contenido de memoria.
Me senté de nuevo en el banco, igual que tres años atrás. El sol brillaba en todo lo alto y nada hacía presagiar la tormenta de verano que caería horas después. Había más niños, perros sueltos, gente haciendo deporte, madres vigilantes y abnegadas. Y yo, Roberto Cusac, de profesión policía, ejerciendo de padre responsable, con el bolsillo lleno de cromos repetidos de La Liga para intercambiar con otros padres. Aquel día conseguí el de Ronaldo, uno de los más buscados. Me hacía feliz pensar en lo contento que se pondría Jaime. Aquella estampilla era un tesoro.
Todo sucedió de la forma más inocente. Lolo, el crío que ejercía de cacique sobre los demás, decidió jugar a algo tan inofensivo como el escondite. La miríada de niños se entremezcló como un banco de sardinas, corriendo en todas direcciones.
No vi dónde se escondió Jaime. Nadie lo vio. Nunca más.
Mi aliento formó una voluta de humo blanco. Levanté el culo del banco y me acerqué a los columpios. Habían cambiado el balancín. El suelo ahora era de un material mullido. Ya no se crearían charcos al final de la rampa del tobogán. Observé la escena con los ojos de mi hijo. Si tuviera seis años, ¿dónde me ocultaría?
A veces soñaba que seguía escondido, como esos veteranos de la guerra civil que se echaron al monte y no sabían que había llegado la paz. Jaime, agazapado en un minúsculo refugio intemporal, donde aguardaba a que Lolo lo encontrara aunque ya nadie lo buscase. Un campeón, ese era mi hijo.
El encargado de un supermercado cercano dijo que, en la pausa para fumar el cigarrillo, vio a un chico que podía ser Jaime caminando de la mano de un hombre alto y moreno. Un repartidor de comida china aseguró haber visto a mi hijo en el asiento trasero de un todoterreno gris, tal vez un Nissan. Las cámaras de tráfico siguieron a un coche parecido hasta que se perdió dirección Mutxamel. La matrícula estaba borrosa.
El resto de pistas eran endebles, contradictorias o directamente fantasiosas. El parque estaba lleno de huellas, papeles de chicles y Bollicao a medio comer. Nada firme, nada útil.
Varias madres me comentaron que Gaspar Barrachina había pasado por allí alguna vez, y que sabían que era un pederasta. Tras el incidente que tuve con él, dijo que vigilaba un par de parques y se masturbaba a escondidas viendo jugar a los niños, pero jamás confesó haber secuestrado a Jaime.
Los días pasaron y la pista se evaporó. Me suspendieron de empleo y sueldo; pero ya sabía que me cesarían definitivamente, por lo que me adelanté a sus movimientos y presenté la renuncia. Inés, mi mujer, se dedicó a ir a todos los programas de televisión que pudo, pero fue inútil. Solo conseguimos más pistas absurdas, además de ser el centro de atención del mundo.
Al cabo de unas semanas, era como si Jaime nunca hubiera existido. Los medios tenían mejores cosas en las que perder el tiempo. Poco a poco todos dejaron de buscar, la vida continuó, y una tarde cualquiera sorprendí a Inés guardando sus fotos en una caja. No se lo impedí. Lloraba mientras lo hacía.
Una patrulla de policías locales pasó a mi lado y se detuvo.
—Buenas noches. —Saludó el copiloto sin bajarse—. ¿Qué hace aquí?
—Ya me iba.
—Es peligroso que esté a solas en un parque a estas horas de la noche. Hay ladrones por esta zona.
—Yo no he hecho nada —contesté—. No soy un ladrón.
—¿Puede identificarse?
Le mostré mi documentación con docilidad. Comprobaron por radio que no tenía cuentas pendientes con nadie y me la devolvieron.
—¿Ha bebido? —preguntó el otro guindilla, un chico que aparentaba ser demasiado joven incluso para tener carnet de conducir.
—Bastante.
—Coja un taxi.
—Eso haré.
Cogí mi coche y conduje hasta casa. Las calles rebosaban de gente con traje y guirnaldas. Las mujeres desafiaban al frío con vestidos de noche y medias negras. Había hasta perros con sombrerito de papel.
Casi no atiné a introducir las llaves en la cerradura de mi apartamento. La botella de vodka no aguantó el trayecto y terminó vacía en un contenedor de reciclaje. Después de Reyes tenía reunión de Alcohólicos Anónimos, y de nuevo tendría que decir que no había aguantado ni dos días seguidos sin beber. Me consolaba al pensar que, en estas fechas, la mayoría recaía. Tal vez me lo tomase más en serio el siguiente año. Igual hasta me apuntaba a un gimnasio.
Saludé a Notario, mi periquito. Le soplé el alpiste y le cambié el agua. Solía dejarlo suelto para que ejercitase las alas, pero tras pasar tanto tiempo en la calle, el bicho se había cagado por toda la casa. Pasé un trapo por encima de lo que vi y lo encerré de nuevo en su jaula. Me recibió con un par de picotazos. Así somos los hombres.
Nunca había utilizado el servicio de contestador de Telefónica hasta que me lo monté por libre. Cuando trabajaba pasaba mucho tiempo fuera de casa y no era cuestión de perder clientes por eso. Pulsé la combinación de teclas para comprobar mis mensajes. La centralita me confirmó que tenía uno. Cuando escuché la voz se me pasó la borrachera completa.
—Roberto, soy Inés. Tenemos que quedar. Hay algo que debo decirte.