Decían que se iba a acabar el mundo. Que el año 2000 terminaría con los ordenadores, que las centrales nucleares explotarían, las televisiones se estropearían con las campanadas y hasta los cajeros automáticos escupirían dinero. Sin embargo, aquella Nochevieja nada ocurrió. Todo el mundo rio y abrazó a sus seres queridos. Escenas repetidas desde el día de ayer en Australia.
Todo seguía igual, y aquello me quemaba.
Apagué la radio del Ford y me serví otro vodka para entrar en calor. El Año Nuevo me había pillado trabajando en un caso, en plena zona rural, vigilando con atención enfermiza el chalet privado que se extendía como una fortaleza. No sabía el tiempo que llevaba haciendo guardia, y tampoco me importó. El reloj de mi coche estaba atrasado dos minutos respecto al del Ayuntamiento. Los fuegos artificiales iluminaron el firmamento nocturno.
Me había contratado una esposa celosa que sospechaba de los cuernos que le ponía su adinerado marido. Tras comprobar la coartada falsa de este, y descubrir que no había tomado ningún vuelo a Los Ángeles por negocios urgentes, me atrincheré ante la casa a medio restaurar de su propiedad. En eso consistía mi trabajo: en seguir corazonadas y mear en una botella.
No me quejaba. Prefería tener la mente entretenida a regresar a mi asqueroso piso de soltero. No me apetecía escuchar al presentador idiota del día hipnotizando a la población con sus instrucciones archiconocidas para tragar uvas. Aquello pertenecía a otra época, cuando aún era un policía y no un perro que se vendía al mejor postor por casos ridículos.
La Navidad, junto a la fecha de su cumpleaños, era la peor época. Los anuncios de juguetes me recordaban a Jaime. Tuve que abandonar mi casa por miedo a encontrar otro cromo de fútbol perdido entre los cojines del sofá. Lo vendí todo y me marché. Inés aguantó a mi lado cinco meses más, pero al final también se fue. Yo no podía perdonarme haber perdido a Jaime, y ella tampoco pudo. Me dejó una nota y regresó con su madre. Llevábamos tiempo sin ser un matrimonio.
Jaime nunca apareció. Lo busqué hasta la extenuación, pero me obsesioné con Gaspar Barrachina. Fue una pista que no llevaba a ninguna parte. Perdí el tiempo y Jaime seguía en paradero desconocido.
Desapareció bajo mi tutela. Lo saqué al parque un domingo que Inés estaba fuera por trabajo. Había cientos de críos, padres vigilantes por todas partes. Y en un descuido lo perdí de vista. Nunca se pudo confirmar ninguna pista. Solo sé que se evaporó ante mis narices.
Dejé la policía a las pocas semanas. Tenía un expediente abierto por el caso Barrachina. Sin embargo, algo dentro de mí me decía que no podría ser investigador si no era capaz ni de encontrar a mi propio hijo de seis años. Después empezó mi transformación, con vodka de desayuno, comida y cena. Trabajé como portero de discoteca, albañil y repartidor de pizzas. Más tarde me animé a hacer uso de aquella polvorienta licencia que me saqué años atrás y que me permitía abrir una agencia de investigación. Cuando decidí estudiar para detective siendo ya policía, nunca pensé que ejercería por mi cuenta, pero había que pagar el alcohol de alguna manera.
Los casos eran fáciles: infidelidades, bajas médicas falsas, insolventes, acoso sexual, espionaje industrial o fraude a compañías de seguros. Casi siempre me contrataban mujeres acomodadas que buscaban la máxima rentabilidad para su divorcio, abogados con perfil de buitre, aseguradoras y mutuas sanitarias que preferían contratar a un detective que pagar a algún desgraciado por cualquier minusvalía. Lo único para lo que no me sentía preparado era para la búsqueda de personas desaparecidas. No quería volver a pasar por ese trago. Los fantasmas aún seguían presentes en mis pesadillas.
Un coche giró por la curva que daba acceso a la vivienda. Conecté la cámara de video y la puse en modo noche. El enorme BMW paró junto al garaje. Mientras se enrollaba la puerta automática pude enfocar la matrícula y al conductor. Se trataba del marido que debía estar en Los Ángeles, acompañado de una voluptuosa de piel morena que podría ser su nieta.
Entraron a la casa y encendieron las luces. Estaba claro que no sospechaban nada, ya que dejaron las cortinas sin correr mientras se servían un par de copas. Al cabo de un rato subieron al dormitorio de la segunda planta y esta vez sí bajaron las persianas.
No tenía ganas de esperar más en un coche congelado mientras aquel tipo retozaba con la morena. Arranqué y me dirigí al centro. La gente salía de fiesta a esas horas, cubiertos de serpentinas y confeti del cotillón. Aparqué donde pude y llamé desde una cabina telefónica. Al segundo tono lo cogieron.
—¿Diga?
—¿Isabel? Soy Roberto Cusac. Tengo noticias sobre su marido.
Le conté dónde podía ir a buscarlo con sus abogados y colgué. Al día siguiente, ella recibiría mi informe y yo, la minuta. Busqué el cajero de un banco. No escupía billetes.