·INTRODUCCIÓN·

Nunca llueve en Alicante. La última vez murió gente. Y aquella noche cayó un diluvio.

El agua resbalaba por mi chaqueta y empapaba hasta mis errores. Tenía el pelo chorreando, yo mismo convertido en una esponja de odio y desesperación. No recordaba cómo había llegado hasta allí, pero sabía por qué tenía un cromo de Ronaldo en el bolsillo y por qué sostenía mi pistola reglamentaria con la mano derecha.

La calle era un río frío y oscuro que arrastraba barro y desechos. Frente a mí se alzaba una casa vieja y semiderruida. Apestaba a madera quemada incluso bajo el aguacero. Una farola titilante le daba un aspecto aún más tétrico. La puerta estaba desvencijada, arrancada de los goznes y vuelta a colocar sobre las bisagras en complicado equilibrio. Hacía tiempo que la cerradura había desaparecido y se había sustituido por un candado de bicicleta oxidado.

Me detuve un segundo ante el umbral y pensé en lo que estaba a punto de hacer. Iba a cruzar la línea, me iba a poner al otro lado de la ley. Eran siete años como policía tirados a la basura. Matar a un hombre no tiene marcha atrás.

Pero yo quería matarlo. Porque era él. Debía de serlo.

Con tres empujones bastó para tirar abajo la endeble puerta de cartón. El interior estaba lleno de cascotes, con las paredes negras de hollín. Gaspar Barrachina tuvo que prenderle fuego en algún mal viaje de droga. A la derecha se abría una cochera con el techo derrumbado. Unas escaleras medio rotas llevaban a la parte superior. Encendí la linterna y ascendí con cuidado pese a la urgencia que atenazaba mis nervios.

El primer piso tenía aún más porquería, si aquello era posible. Las goteras formaban pequeños charcos por todas partes. Junto a una ventana había un cenicero rebosante de colillas. Acaricié el cromo de Ronaldo y avancé unos metros más. Mis zapatos rechinaban sobre el suelo. En ese momento escuché las pisadas. Provenían de una estancia a la derecha. No pensé si mi vida podía estar en peligro. Solo quería pillar a Barrachina y colocarle el hierro en la garganta.

Entré a toda velocidad en la habitación contigua y algo me golpeó la cabeza. Trastabillé un par de pasos y me recuperé al momento. La adrenalina estaba disparada desde hacía varias horas y no iba a detenerme en ese momento, no tan cerca de saber la verdad. Retrocedí y esta vez esquivé un segundo impacto. Vi un bulto frente a mí y me lancé sobre él. Reconocí a Gaspar Barrachina por su aliento.

El forcejeo duró poco. Lo golpeé con la culata en la cara hasta que se rindió. Después lo esposé a la barra de metal de la cama. Encontré en el suelo la pata de silla con la que me había agredido. Tenía una mancha de sangre, pero en ese momento no se me ocurrió pensar que fuese mía. La lluvia azotaba la casa y el viento se introducía por los cristales rotos de una ventana minúscula.

Enfoqué a Gaspar Barrachina con la linterna. Estaba igual de flaco que en la ficha. Cincuenta y un años, pelo rubio corto, adicto a las anfetas, pederasta desde que tenía uso de razón. Mientras quemaba la ciudad buscando su paradero me habían dicho que llevaba barba, pero solo tenía un bigotillo que apenas le tapaba el labio.

—¿Dónde está? —pregunté—. ¿Qué has hecho con él?

—No sé de qué hablas.

Me arrodillé a su lado y le machaqué el rostro. Barrachina escupió esquirlas de dientes y tosió sangre.

—¡No juegues conmigo! —dije—. Lo tienes tú, pedazo de mierda. Juro que te volaré los sesos como le hayas hecho algo.

Yo no lo sabía, pero en ese momento empecé a llorar.

—¿Quién eres? —Se cubrió el rostro con la mano—. ¡No te conozco!

Me incorporé y volví a patear su cuerpo huesudo. Noté como varias costillas cedían a mis golpes. Y mientras él gemía y se retorcía, yo no dejaba de preguntar dónde está, maldito cabrón, dónde lo has metido, te mataré, desgraciado, dime que está bien.

La desesperación me llevó a buscar paredes falsas, pasadizos secretos, escondrijos donde pudiera tenerlo recluido. Pero la habitación apenas tenía dos metros de ancho por cuatro de largo. Un zulo apestoso lleno de roña. Revolví la ropa amontonada, buscando cualquier pista, algo que me devolviese a la realidad, que confirmase que mi vida no sería una pesadilla el resto de mis días.

Bajo el colchón asomaba un bulto. Era una caja de puros cogida con una goma. La abrí con prisas y su contenido cayó al suelo encharcado. Lo que vi casi me hizo vomitar.

La cajita estaba repleta de fotografías de menores. Niños pequeños de ambos sexos, desde los tres a los doce años de edad, todos desnudos en posiciones sexuales. En algunas Polaroid se veían agresiones explícitas, monstruos desnudos abusando de chiquillos asustados e indefensos. Dejé de mirar cuando vi una foto de un bebé de pocos meses.

—¿Qué es esta basura? —pregunté.

—Policía… —Suplicó sin resuello—. Llama a… la policía…

Me llevé las manos a la cabeza y caminé por toda la estancia. Pateé un montón de periódicos mojados. La lógica escapaba de mí. El ansia homicida se convertía en una obsesión. Sentía los latidos en los tímpanos, la lengua seca y amarga.

Y no había ni rastro de él.

Busqué en la cartera y le enseñé una foto de Jaime.

—Mira esto. ¿Lo estás mirando? —Le agarré de los pelos para que no girara la cabeza—. ¿Lo has visto? ¿Sabes quién es? —Sin respuesta—. ¿Qué has hecho con él? La gente te vio paseando por el parque donde desapareció.

—Yo no… he hecho nada…

—Te soltaron de la trena hace dos meses. —Lo agarré con más fuerza—. Pero los pervertidos como tú no se recuperan. Te lo llevaste tú. Estoy seguro.

—No…

—Joder… —Las manos me temblaban, apenas podía articular palabra—. Solo dime dónde está. No te haré daño. Por favor, Gaspar. Dime dónde está.

El pedófilo se estremeció, luego miró de nuevo la foto, lanzó un largo suspiro y dijo:

—No lo sé.

Llega un momento en que la presión puede con la olla y esta explota dejando a su alrededor destrucción y llanto. Y en ese momento supe que jamás lo encontraría, y que si lo hacía estaría muerto, y que el único consuelo que me quedaba para no volverme loco era meterle cuatro tiros a aquel desgraciado.

Fue al sacar el arma cuando escuché ruido en las escaleras. Me asomé entre asustado y expectante.

—¿Jaime? —pregunté con la voz rota—. ¿Eres tú?

Por la puerta vi entrar a Ramos, mi compañero en comisaría. Tras él venían varios uniformados más. Reaccioné regresando a la habitación con Gaspar. Me temblaba tanto el pulso que no pude ni quitarle el seguro a la pistola. Ramos se abalanzó sobre mi cuerpo y me inmovilizó.

—¡No! —Me resistí—. ¡Déjame hacerlo! Tengo que hacerlo…

—Roberto, cálmate, por Dios. —Ramos me sujetaba mientras la pequeña estancia se llenaba de policías.

—Lo tiene él, estoy seguro…

—Lo encontraremos, pero esta no es la manera. Así no.

Varios compañeros me esposaron y me sacaron de allí a rastras.

—¡Aún no! —Grité, desesperado—. ¡Él lo sabe! ¡Tiene que confesar!

—Vamos, Roberto. Hablaremos en la central.

—¿Dónde lo tienes? —Balbuceé mientras me arrastraban escaleras abajo—. ¿Qué has hecho con Jaime? ¿Qué le has hecho a mi hijo?

Pero nadie contestó.