Al evocar la vida de este hombre es difícil sustraerse a la impresión de que debió de ser lo que antes se llamaba un mercurial, un atolondrado, quizá con algo de pícaro y de vividor. El doctor Johnson, según nos cuenta su biógrafo Boswell, decía de él que era «un bribón», y juzgaba sus escritos profundamente inmorales, corruptores, pero tampoco hay que ser tan severos, dejémoslo en alguien muy batallador y con cierto desparpajo.
Inquieto y enamoradizo, probando todos los oficios y actividades, nunca desalentado por los reveses de fortuna, le vemos una y otra vez lanzándose por inesperados caminos, como si tuviera la íntima certidumbre de que alguno de ellos, todavía no sabe cuál, a la larga ha de proporcionarle riqueza, fama y felicidad. Aunque es posible que la felicidad fuese ya el premio de la misma búsqueda, que le bastara vivir espoleado por la inquietud para sentirse dichoso.
Abogado, poeta cómico, dramaturgo, director teatral y empresario, libelista político contra el gobierno, gacetero de combate, ensayista, está siempre propenso a ver la ridiculez de toda afectación, y no digamos si lo que se afecta aparatosamente es nada menos que la virtud, como en la Pamela de Richardson, un gran éxito de lágrimas que le mueve a escribir su parodia novelesca. Sin olvidar que en medio de tanto trajín se ha casado, eso sí, por amor, con una heredera cuya dote se le funde en las manos en pocos meses.
Al borde de los cuarenta años podemos suponer que está cansado y que empieza una etapa más sosegada y reflexiva. Acaba de enviudar, llora desconsoladamente a la pobre Charlotte, pero empieza ya a ser sensible a los encantos de la que fue doncella de su difunta esposa y aya de sus hijos, Mary, con la que no tardará en casarse (cuando ya estaba encinta) desafiando murmuraciones y prejuicios. Henry Fielding es todo un personaje, tal vez de esos de los que puede decirse que afortunadamente nunca sientan la cabeza.
Las dos parodias que ha escrito de la lacrimosa Pamela, sobre todo la segunda, el Joseph Andrews, donde inventa un supuesto hermano de la virtuosísima heroína de Richardson al estilo burlón de un casto José contemporáneo, le ha hecho tomar gusto a la novela. Éste es un género que a mediados del siglo XVIII casi no existe aún, o al menos no es reconocido como una modalidad literaria respetable, y por lo tanto es una forma cómoda de decir lo que se quiere y como se quiere sin ninguna traba. ¿Por qué no probar, ya sin la falsilla de otra novela digna de caricatura?
Así nace Tom Jones, como si recapitulara los azares de toda su existencia en un libro, mirándose en el espejo de la fantasía para verse, no tal cual es, sino como él se imagina y desea ser. Para empezar, mucho más joven y atractivo (Tom es «uno de los jóvenes más guapos de su época»), sin achaques de reuma y libre como el viento; de este modo la presente historia surge como una exultación y una nostalgia, un incontenible estallido de vitalidad, como un sueño novelesco de aventura con el triunfo final que idea para sí mismo el escritor.
Eso no significa que su trepidante vivir se interrumpa, Míster Fielding aún hará muchas cosas más: más hijos, más periódicos, más sátiras y polémicas, otra novela (aunque muy inferior en tonalidad vital), y dedicará una serie de años a ser juez de paz de un modo indomable y apasionado, como él lo hacía todo, cumpliendo muy bien con sus deberes y escribiendo folletos para dar soluciones a problemas prácticos como la delincuencia, la mendicidad y la escasez de viviendas. Pero le queda poca vida por delante, y antes de los cincuenta años muere en Lisboa, donde había ido a reponer su quebrantada salud.
Por fin Henry Fielding descansa en el cementerio inglés de Lisboa, él que parecía no querer tomarse nunca el menor descanso ni aceptar treguas, y de las muchísimas cosas que hizo, en el recuerdo, para la posteridad quedará tan sólo como el autor de Tom Jones, aquella fantasía que concibió como un capricho y que justifica que un Walter Scott le considerase como «padre de la novela inglesa» y que Lord Byron dijese de él que era el «Homero en prosa de la naturaleza humana».
Éste es el libro, risueño e itinerante, irónico y optimista, un poco brutal en ciertos aspectos, pero sin la acritud y la misantropía que distingue a otros grandes contemporáneos de Fielding, porque este satírico que tiene una pluma tan afilada en el fondo no sabe lo que es la hiel; y si lo sabe prefiere olvidarlo, lo suyo es reírse del mundo para quitarle importancia y limar sus aristas, mejorar a la humanidad no con el ceño fruncido, sino con un humor de comprensión.
Tom Jones es risa y aventuras, enredos, peripecia y sátira, moral (también buena dosis de moral, no hay que olvidarlo) y picardía, caminos abiertos e imprevisibles jalonados por fondas y posadas donde todo puede suceder (como en el Quijote,), idas y venidas, sorpresas, jocundos personajes, monigotes de los que uno se mofa muy a gusto. Todo en un revoltillo en el que podemos encontrar cualquier cosa, lo que se le ocurra al autor: ya desde el comienzo Fielding declara su firme propósito de «divagar cuantas veces se me presente la ocasión», y no deja de hacerlo.
Una novela, narrativamente hablando, en mangas de camisa, desenfadada y zumbona, improvisada, cordial y con descaro, sin reglas ni artificios, a la buena de Dios, dejándose llevar por el formidable y elemental placer de contarnos una historia divertida. Un vehículo para meter en él como a uno le da la gana lo que le apetece, donde todo vale y donde se trata de un modo amistoso y confianzudo al lector, y entre abundantes citas latinas en plan bufo, se le guiña el ojo, se le tiene en suspenso, se le sermonea y casi se le dan palmadas en el hombro.
Tom Jones empieza con una metáfora gastronómica —la novela como menú para sus lectores— que no puede ser más significativa: la vida es para Fielding un banquete, un suculento festín, como una sucesión de espléndidos platos que esperan que les hinquemos el diente, y la literatura viene a ser la carta de ese restaurante de la imaginación. Vivir y escribir, dos cosas que no se excluyen sino que se complementan, se equiparan a comer, degustar, paladear, todo es aquí gustativo, masticable, placer de gourmet.
Los materiales que se manejan son bastante sencillos, ingredientes de una cocina sana y natural, enemiga de cualquier exceso en rebuscamiento y complicada exquisitez: un expósito alegre y arrebatador, personajes simpáticos unos y antipáticos otros, un gran amor perseverante y puesto a prueba, hipócritas que nos caen muy mal, jóvenes casquivanas, comparsas risibles, mudanzas imprevistas y reconocimiento final que todo lo soluciona; el hijo de nadie es en realidad hijo de…, con lo cual todos son felices.
La gama humana que se nos muestra en el relato puede sorprender al extranjero que haya permanecido fiel al mítico clisé de una Inglaterra circunspecta y grave, flemática y almidonadamente digna. La verdad es que estos ingleses son bastante alborotados, aquí todo es directo y robusto, franco y saludable, con una pizca de complaciente vulgaridad, por lo cual, ya en el siglo XVIII a Fielding se le acusó de ser «disgusting», es decir, «repugnante», y de carecer de «delicadeza».
No hay que exagerar, el realismo —tal como hoy lo entendemos— era algo que no quitaba el sueño al escritor, como tampoco lo que en nuestros tiempos podríamos etiquetar como denuncia social. Fielding orilla los aspectos más duros y agrios, más esquinados del mundo en que vive; en él hay injusticias y abusos, pero no nos lo tomamos muy en serio, hay maldad, pero nunca triunfa, hay cárceles (Tom va a parar a una de ellas), pero no dan pie a descripciones terribles, hay pobreza y condiciones de vida muy poco alentadoras, pero esto no es lo esencial.
No hay que insistir en las cosas feas, sino en las gratas, una novela no es espejo de la realidad, sino una imagen suya acomodada a fines de entretenimiento, diversión y moral, y en cuanto a la «delicadeza», por Dios, sobre todo que no se la confunda con los remilgos, la buena educación no es incompatible con el gracejo, la jovialidad y la franqueza cuando se habla de sucesos que al fin y al cabo son habituales en la vida. Nada de libertino, pero, desde luego, ni sombra de mojigato.
La visión de Fielding es expansiva y espontánea, pero mucho más amable y benigna que la de su gran amigo el pintor Hogarth —que aparece citado en la novela—, el protagonista tiene que pasar por una especie de carrera de obstáculos —zancadillas, persecuciones, huidas, disfraces, sustos—, en un momento dado se cierne sobre él la sombra del incesto, parece que le van a ahorcar, porque la justicia inglesa tiene la mano dura, pero no pasa nada irreparable ni demasiado escandaloso, y el escritor nos conduce a un happy end que ya hacía prever el tono de toda la novela.
La aventura misma, la búsqueda de la felicidad, es ya en sí, como decíamos, una forma de felicidad. La trayectoria de Tom está sembrada de alegres episodios, no faltan los gozosos revolcones, discretamente aludidos, con mozas de buen ver, señoritas que, como Mary, la hija del guardabosques, «distaban mucho de ser humildes y recatadas»; y hasta las penalidades se ven bajo un prisma regocijado y grotesco que nos tranquiliza. Ni tragedias ni episodios muy sombríos, la vida es complicada, pero también exaltante y divertida si uno se lo propone.
Fielding no pierde nunca de vista el modelo cervantino, lo que se propone quizá sea escribir otro Quijote tomado más a la ligera, sólo por el lado bufo; y además con un héroe juvenil que aún no sabe lo que son desengaños y frustraciones, que alimenta hermosos sueños de gloria y de amor, y que, por obra y gracia de la generosidad del novelista, los verá realizados. Lo cual ensancha el ánimo y se lo agradecemos, pero también inevitablemente debilita todo el planteamiento de la cuestión.
En este sentido Tom Jones carece de la hondura dramática que hizo inmortal la creación de Cervantes. Tom no es Don Quijote, sino alguien mucho más superficial, nos atrae, simpatizamos con él, le admiramos, tal vez nos identifiquemos con lo que representa, quizá quisiéramos ser él, pero juega con cartas marcadas, desde el principio está destinado al triunfo; como el barbero Partridge no es Sancho, a pesar de su comicidad de buena ley, y la comparación le perjudica, ni Sophia es Dulcinea. La historia permanece en un plano mucho menos exigente, y el propio autor no se la toma nunca a la tremenda.
No porque Fielding fuese un hombre frívolo, su vida y su obra le muestran como alguien decidido, sincero, tenaz y valiente, muy responsable cuando tenía entre manos algo que valía la pena (como sus funciones de juez de paz), con una competencia, una honradez y una entrega que merecen un enorme respeto. Pero cuando escribe Tom Jones está aún en plena efervescencia vital, sin la perspectiva necesaria para profundizar en su asunto, y cuando escribe Amelia se vence ya por el lado de la moralización un poco blanda.
O tal vez, simplemente, era un problema de optimismo incorregible, de sentido práctico. El talante de Fielding no acepta derrotas definitivas, la vida, si uno se lo propone —y con la indispensable complicidad del autor— tiene que acabar bien, y aunque no acabe bien, tanto da, hay que imaginar que puede ser así y transmitir al público, que no tiene ninguna culpa de nuestras congojas, una impresión favorable, placentera. No nos conformemos con no ser felices, si la vida no basta para ello recurramos a la literatura, cuyas posibilidades son infinitas.
El Paraíso terrenal más o menos existe (sobre todo en la memoria: el lugar plácido, armonioso y feliz donde todo comienza es Glastonbury Tor, cerca de donde nació Fielding), Allworthy es modélico, y su apellido dice ya toda la nobleza, todo el mérito, toda la dignidad, Sophia hace honor a su nombre griego de Sabiduría, y en cuanto a sus encantos no hay más que pedir, y la suerte acabará ayudando a los buenos y desenmascarando a los villanos, seamos optimistas.
Claro que no todo lo que ocurre es ejemplar, pero la moralidad es tolerante con las flaquezas de la carne; pasan muchas cosas irregulares (empezando por el propio nacimiento del protagonista), Tom se verá metido en más de una cama en agradable compañía, y aunque el autor no puede aprobarlo sin más, tampoco exhibe una virtud catoniana. «¿Qué puede haber más inocente que la satisfacción de un apetito natural o más laudable que la propagación de nuestra especie?», se pregunta el joven.
A Fielding le indignan la vanidad, la envidia, la hipocresía, la dureza de corazón, se subleva ante la calumnia y la ruindad, pero las debilidades amorosas le parecen muy humanas y disculpables. Existen unas normas que hay que respetar, existe el amor, que está por encima de todo, pero hechas estas salvedades, en la novela el sexo tiene un aire bastante despreocupado, entre higiénico y deportivo, que iba a escandalizar un poco en la Inglaterra de años después.
Cuando en 1963 Tony Richardson puso en imágenes cinematográficas la historia de Tom Jones, los contemporáneos de los Beatles descubrieron con asombro y regocijo a aquel antepasado picarón, de peluca y casaca, con el que resultó que congeniaban en seguida. Había pasado mucho tiempo, y Fielding, a fuerza de ser antiguo, aportaba una sensibilidad que ahora parecía muy moderna, el último grito en materia de alegría de vivir y de saber contar.
En el curso del último siglo la novela se había puesto agobiadoramente seria, con las máximas pretensiones sobre Realidad, Arte, Historia, Ciencia, Sociedad, Filosofía y demás mayúsculas, todo de una manera un poco embarazosa, y volver a Fielding fue un respiro. Un novelista que sólo escribía para pasarlo bien y hacerlo pasar bien a sus lectores, con gracia, con humor y talento… una nueva Inglaterra y una nueva Europa supieron apreciar lo que valía una cosa así.
Volvemos, pues, a leer el Tom Jones, que fue el alborozado descubrimiento de la novela (desde Defoe y Swift a Sterne todos descubren la novela como por casualidad, buscando otras cosas) por un inglés que supo explotar muy bien la gran lección española, sobre todo de Cervantes, que los propios españoles ya en el siglo XVIII habíamos olvidado. Con lo mejor que España olvidó de sí misma un inglés hizo una literatura que hoy suena a nueva.
También se podría comentar que con la óptica del Quijote, mucho más melancólica y grave, se empezaba a perder un imperio, y con la de Fielding, un Cervantes debidamente adaptado a otros tiempos y a otra mentalidad, Inglaterra empezaba a forjar el suyo; pero éstas son disquisiciones demasiado teóricas y alambicadas que no son del caso.
Fielding es un Cervantes menos hondo, una versión quijotesca tomada sólo por el lado festivo y juguetón, que no apunta a la inmortalidad, sino a una simple sonrisa epicúrea, bondadosa y un poco descarada; pero aquí está lo que nos dejó, esta novela lozana y eufórica que nos hace pensar que nos hubiera gustado conocer a su autor, ese hombre que, en palabras de su prima Lady Mary Wortley Montagu, «es una lástima que no sea inmortal, porque estaba hecho para ser muy feliz».
CARLOS PUJOL