UNO DE LOS LORES COMISARIOS DEL TESORO
Señor:
Pese a las constantes negativas que he recibido siempre que he solicitado su autorización para estampar su nombre en esta dedicatoria, debo insistir en que proteja esta obra.
A usted, señor, se debe el que esta historia tuviera alguna vez comienzo. Fue por expreso deseo suyo que pensé en escribirla. Pero han transcurrido tantos años desde entonces que es muy posible que usted haya olvidado por completo tal circunstancia. Sin embargo, sus deseos son siempre órdenes para mí, y el recuerdo de esa petición jamás se ha borrado de mi memoria.
Repito que sin su ayuda jamás hubiera dado fin a la presente historia. Pero no se asuste ante mi afirmación. No trato de atraer sobre usted la sospecha de que se dedica a escribir novelas. Tan sólo intento dar a entender que, en cierto modo, le debo a usted mi existencia durante la mayor parte del tiempo que empleé en escribirla, cuestión que es preciso recordarle, ya que existen ciertos hechos para los cuales parece que posee usted muy escasa memoria, aunque yo confío que tendré siempre para ellos mejor memoria que usted.
Por último, gracias a usted la historia se publica tal como ahora es. Si en esta obra hay, como algunos se han complacido en ver, una descripción más vigorosa de un espíritu realmente bondadoso que las que suelen encontrarse en otras, ¿quién que conozca a usted a fondo, y a un amigo particular de usted, pondrá en duda de dónde extraje este modelo de bondad? El mundo no me concederá el honor de suponer que lo extraje de mí. Pero esto no me preocupa en modo alguno. Tienen que reconocer que los dos personajes de donde la he tomado, que resultan por cierto dos de los hombres más dignos y mejores que se conocen, son verdaderos y decididos amigos míos. Debería contentarme con esto. Sin embargo, mi vanidad añadirá un tercero a los dos anteriores; uno de los más grandes y nobles, no sólo por su importancia, sino por todas las virtudes públicas y privadas que le adornan. Pero en la actual ocasión, mientras mi gratitud ante las muchas mercedes recibidas del duque de Bedford brota de lo más hondo de mi corazón, permítame que le recuerde que fue usted el primero en recomendarme a mi bienhechor.
¿Y cuáles son las objeciones que hace usted a la concesión del honor que he solicitado? Sencillamente, que ha elogiado usted tanto el libro que le avergonzaría ver su nombre estampado en la dedicatoria. Mas yo creo, señor, que el libro en sí no le hace avergonzarse de sus elogios, nada de lo que yo pueda escribir puede dar origen a su vergüenza. No renuncio a mi derecho a su protección y amparo porque haya ensalzado mi libro, ya que aunque le debo infinitos favores, en modo alguno quiero renunciar a éste, un favor en el que tan poco papel desempeña la amistad, puesto que ésta no puede alterar su criterio ni pervertir su integridad. Un enemigo puede conseguir sus elogios con sólo merecerlos; y todo lo más que las faltas de sus amigos pueden esperar es su silencio, o tal vez, en caso de que tales faltas sean graves, una disculpa benévola.
En resumen, mucho sospecho, señor, que su deseo de no ser alabado en público sea la verdadera razón que tiene para no acceder a mi ruego. He podido observar que comparte usted con mis otros dos amigos la repugnancia a prestar oído a la menor mención de sus virtudes, pues como un gran poeta dice de uno de ustedes —con justicia habría podido decirlo de los tres—, usted
Hace el bien a escondidas,
Y se avergüenza de verlo pregonado.
Si hombres de su modo de pensar cuidan tanto de eludir los aplausos como otros la censura, justificado está su recelo a caer en mis manos. ¡Qué no temerá un hombre en el caso de que se vea atacado por un autor que ha recibido de él injurias iguales a mis obligaciones hacia usted!
¿Y no crecerá este temor a la censura en proporción a la cantidad de materia digna de censura aportada por el individuo? Si, por ejemplo, durante toda su vida ha sido un constante motivo de sátira, es natural que se eche a temblar cuando un espíritu satírico irritado se ocupe de él. Ahora bien, señor. Si aplicamos esto a su aversión hacia los panegíricos, ¡qué razonables serían los temores que usted siente de mí!
No obstante, le diré en secreto que siempre preferiré acceder a sus inclinaciones que satisfacer las mías. Un ejemplo de esto lo encontrará en esta dedicatoria, en la que seguiré el ejemplo de otros, pensando que mi protector no merece realmente que se escriba de él sino lo que a él le gustará leer.
Sin más preámbulo, le presento aquí a usted la labor de varios años de mi vida. El mérito que posee esta labor es ya conocido de usted. Si, como consecuencia de su benévolo juicio, he concebido algún aprecio hacia ella, no puede ser atribuido a vanidad, ya que de modo implícito yo me hubiera mostrado conforme con su opinión si ésta hubiese sido dada en favor de la obra de otro hombre. Al menos en un sentido negativo, se me debe permitir decir que si yo me hubiera percatado de alguna falta de mérito en mi trabajo, usted sería la última persona a quien hubiese osado recomendar mi esfuerzo.
Ante el nombre de mi protector, confío que el lector de esta novela estará convencido de que no hallará en ella, en todo su desarrollo, nada contrario a la causa de la religión y de la virtud, nada que sea incompatible con las normas más rígidas de la decencia ni que pueda ofender a los ojos más castos. Todo lo contrario, me atrevo a declarar que mi intención más sincera al escribir esta historia fue la de ensalzar la inocencia y la bondad. Usted se ha complacido en pensar que he logrado este honrado propósito, y, en realidad, es lo más probable de conseguir en libros de este género. Un ejemplo es una especie de retrato en el que la virtud se transforma, en cierto modo, en un objeto visible, sorprendiéndonos con ese ideal de belleza que Platón afirma que existe en sus encantos puestos al descubierto.
Aparte de descubrir esa belleza de la virtud que puede atraer la admiración de las gentes, he intentado con verdadero ahínco ofrecer un motivo más sólido para impulsar a la acción humana en favor suyo, convenciendo a los hombres de que su verdadero interés estriba en marchar en pos de ella. Con este objeto, he mostrado que ninguna de las adquisiciones de un pecado puede en modo alguno compensar de la pérdida de esa satisfacción interior del espíritu que es la compañera segura de la inocencia y de la virtud, ni tampoco puede compensar la ansiedad y angustia que la culpabilidad introduce en nuestro corazón. Asimismo, que como estas adquisiciones carecen en sí mismas de valor alguno, los medios para obtenerlas no son tan sólo viles e infames, sino también inciertos y peligrosos.
Igualmente he tratado de hacer notar que la virtud y la inocencia no pueden ser perjudicadas, en general, más que por la indiscreción, y que únicamente ésta es la que con frecuencia las expone a caer en las trampas que la falsedad y la villanía les tienden. Se trata de una moral que he defendido con el mayor entusiasmo, ya que la enseñanza de las otras se puede derivar de ella con mayor probabilidad, puesto que, a mi juicio, es más fácil hacer sensatos a los hombres buenos, que hacer buenos a los hombres malos.
Con este fin, he utilizado en la siguiente historia todo el genio y fantasía de que soy capaz, a la vez que he tratado de hacer burla de los vicios y extravagancias preferidos por la Humanidad. El lector dirá hasta dónde he logrado mis propósitos, debiéndole hacer dos súplicas: primera, que en modo alguno debe esperar encontrar perfecta mi obra; segunda, que perdone algunas partes de la misma si carecen del mérito, tal vez escaso, que confío reunirán otras.
Y ya no acapararé su atención por más tiempo. Veo que he escrito un prefacio cuando mi intención era escribir tan sólo una dedicatoria. Mas ¿cómo podía ser de otro modo? No oso elogiarle, y el único sistema que descubro para evitarlo es guardar silencio cuando ocupa usted mi pensamiento o bien desviar éstos hacia cualquier otro tema.
Perdón, pues, por cuanto he dicho en esta epístola, no sólo sin su autorización, sino en contra de ella. Y otórgueme cuando menos permiso para declarar en público que soy, señor, con el mayor respeto y gratitud,
Su más reconocido, obediente y humilde servidor,
HENRY FIELDING