EN DONDE LA HISTORIA SE APROXIMA AÚN MÁS A SU CONCLUSIÓN.
Cuando Mr. Western estuvo fuera, Tom Jones explicó a Mr. Allworthy y a Mrs. Miller que debía su libertad a dos nobles lores, que, junto con dos médicos y un amigo de Mr. Nightingale, habían visitado al magistrado encargado de su causa. Y éste le puso en libertad después de oír la declaración jurada de los médicos por la que certificaban que el herido estaba fuera de peligro.
El joven había visto sólo una vez a uno de aquellos lores, pero el otro le sorprendió sobremanera al pedirle perdón por una ofensa de la que se declaró culpable, ofensa que, según dijo, había llevado a cabo porque desconocía por completo quién era.
Lo sucedido —Jones no se enteró de ello hasta después— fue lo siguiente: El individuo de que se había valido lord Fellamar, siguiendo el consejo de lady Bellaston, para obligar a Jones a alistarse en la Marina dada su condición de presunto vagabundo, habló muy favorablemente de la conducta observada por el joven cuando informó al lord sobre el suceso, convencido de que debían haber equivocado la persona, ya que el joven se había comportado como un verdadero caballero. El lord, que era un hombre de honor, comenzó a preocuparse, arrepentido de haber seguido el consejo que le dieron.
Un día o dos después, lord Fellamar estaba invitado a comer en casa de un par irlandés, y éste, refiriéndose al duelo, habló de Fitzpatrick sin hacerle mucho favor, sobre todo en lo concerniente al estado de las relaciones con su esposa. Añadió que ésta era una joven inocente e injuriada y que él, tocado de compasión, se había puesto al lado de ella. Dijo también que tenía intención, a la mañana siguiente, de ir a la casa donde se alojaba Fitzpatrick para tratar de convencerle de que se separara de su esposa, pues temía por la vida de la joven si permanecía bajo la férula de su marido. Lord Fellamar mostró deseos de acompañarle al objeto de adquirir más datos sobre Jones y las circunstancias del duelo, ya que no conocía bien el papel que él había desempeñado en el asunto. El deseo de lord Fellamar fue secundado por otro noble que estaba presente, el cual quiso ir también, asegurando que la autoridad de lord Fellamar atemorizaría a Fitzpatrick, decidiéndole a acceder a lo que le proponían. Debía sobrarle la razón, ya que en cuanto el infeliz irlandés se dio cuenta de que aquellos nobles señores daban la razón a su esposa, se sometió, conviniéndose las cláusulas de la separación, que fueron escritas y firmadas por todos.
Debido a las declaraciones de Mrs. Waters, que aseguró que entre Mrs. Fitzpatrick y Mr. Jones no había ocurrido nada en Upton, o quizá por alguna otra razón, Fitzpatrick se había tornado tan indiferente que habló de Jones en términos elogiosos, echándose él toda la culpa de lo ocurrido y declarando que el otro se había conducido como un caballero y como un hombre de honor. Y como quiera que el lord quiso saber algo más de Jones, Fitzpatrick le contó que se trataba del sobrino de un caballero distinguido y de posición, ya que Mrs. Waters, después de su entrevista con Dowling, le había dado tales noticias.
Lord Fellamar se sintió entonces obligado a dar una satisfacción al caballero a quien había injuriado, y sin la menor sensación de rivalidad, ya que había abandonado toda pretensión sobre Sophia, se propuso conseguir la libertad de Jones, ya que la herida no era grave. Consiguió, además, que el par irlandés le acompañase también a la cárcel, conduciéndose con Jones como ya hemos explicado.
Allworthy volvió a su habitación y llamó a Jones, y a solas con el joven, le explicó todo lo llegado a su conocimiento, tanto lo averiguado por mediación de Mrs. Waters como lo confesado por Mr. Dowling.
Al escuchar todo esto, Jones mostró gran interés y enorme sorpresa, pero no hizo el menor comentario. Y así estaban cuando llegó un recado de Mr. Blifil, que deseaba saber si su tío podía recibirle.
Allworthy experimentó un sobresalto, se puso intensamente pálido y con expresión de disgusto ordenó al criado que le dijera que no le conocía.
—Pero, tío… —interrumpió Jones con voz temblorosa.
—Lo tengo todo reflexionado —contestó Allworthy—. Y tú mismo vas a llevarle el recado a ese villano. Nadie mejor que el hombre a quien deseaba arruinar para llevarle la sentencia de su propia ruina.
—Perdóneme que insista, querido tío —repuso Jones—. Creo que debe usted reflexionar durante un instante. Lo que dicho por otro podría ser justo, dicho por mí resultaría casi un insulto. Y… ¿a quién? A mi propio hermano… Obrar de ese modo sería la cosa más inexcusable que usted podría hacer… El azar hace que hombres no demasiado pervertidos obren injustamente, pero los insultos son consecuencia de un espíritu avieso y rencoroso y no pueden alegar como disculpa la tentación. Le suplico, tío, que permanezca sin hacer nada durante estos momentos de cólera. Acuérdese de que también yo fui condenado sin que se me escuchara.
Allworthy permaneció silencioso durante unos momentos. Luego abrazó a Jones y, con los ojos húmedos, exclamó:
—¡Oh, sobrino! ¡Y pensar que he permanecido durante mucho tiempo ciego a tanta bondad…!
En aquel momento penetró Mrs. Miller en la habitación, tras de una ligera llamada en la puerta que ninguno de los dos oyeron, y al ver que tío y sobrino estaban abrazados, se arrodilló llena de gozo, elevando al Señor sus oraciones en acción de gracias. Luego, precipitándose sobre Jones, le abrazó fuertemente a la vez que exclamaba:
—¡Mi querido amigo! Mi mejor enhorabuena por este día de felicidad.
También Mr. Allworthy recibió parabienes y, contestando a ellos, dijo:
—Crea, Mrs. Miller, que me siento profundamente dichoso.
Después de una breve charla, Mrs. Miller invitó a ambos a bajar al gabinete para comer, donde, según manifestó, había ya algunas personas reunidas. Estas personas eran Mr. Nightingale con su esposa y Henriette con su marido.
Allworthy se excusó diciendo que había encargado algo de comer para él y su sobrino en su propia habitación, ya que tenían mucho de qué hablar. Pero no pudo por menos de prometer a la buena señora que tanto él como Jones se les reunirían a la hora de la cena.
Mrs. Miller preguntó entonces qué se hacía con Blifil.
—No me siento tranquila teniendo en mi casa a semejante tipo —terminó.
Allworthy respondió que se sentía tan intranquilo como ella.
—En tal caso —replicó Mrs. Miller—, déjeme que me encargue de ese asunto y le prometo que muy pronto saldrá de mi casa. Tengo abajo a dos o tres mozos muy vigorosos.
—No, no hay necesidad de emplear la violencia —replicó Allworthy—. Si quiere usted llevarle un mensaje mío, estoy seguro de que se marchará por propia voluntad.
—¿Que si quiero? —exclamó Mrs. Miller—. Nunca en mi vida haré nada de mejor talante que eso.
Jones intervino para decir que había pensado mejor el asunto y que si Mr. Allworthy estaba conforme, él mismo haría de mensajero.
—Ya sé cuál es el deseo de usted —añadió el joven—, y yo lo transmitiré con las palabras que me parezcan más adecuadas. Dese cuenta, señor, que una violenta desesperación puede tener terribles consecuencias. ¡Y se encuentra en muy malas condiciones para morir ahora!
Esta frase no produjo la menor mella en Mrs. Miller, la cual, al salir de la habitación, se limitó a decir:
—Es usted demasiado bueno para vivir en este mundo, míster Jones.
Pero en Allworthy produjeron mayor impresión.
—Mi querido sobrino —exclamó—, me asombra la bondad de tu corazón y tu rápida comprensión de las cosas. Dios prohíbe que no demos tiempo a ese desgraciado para que se arrepienta. Ve hasta él, pues, y háblale como mejor te parezca. Ten cuidado, sin embargo, en no hacerle concebir ninguna esperanza de que yo pueda llegar a perdonarle, ya que jamás perdonaré a un malvado, a excepción de aquello a lo que me obliga mi religión.
Jones se dirigió a la habitación de Blifil, a quien encontró en un estado que excitaba a la piedad. Se había arrojado sobre el lecho y estaba sumido en la mayor desesperación. Lloraba abundantemente, aunque no con las lágrimas de la contrición, que borran a veces las culpas de los que han sido arrastrados por sorpresa contra su verdadera inclinación, como a veces sucede, sino con las lágrimas que el ladrón, asustado, derrama en su prisión, y que no son más que consecuencia del instinto de conservación.
Resultaría largo y desagradable describir esta escena con todo detalle. Baste decir que Jones se condujo con excesiva amabilidad, sin omitir nada de lo que le sugirió su inventiva para animar el espíritu abatido de Blifil, antes de comunicarle que su tío había decidido que aquella noche abandonase la casa. Le ofreció dinero, le aseguró que le había perdonado todo, que le consideraría siempre como su hermano y que haría todo lo posible para lograr una reconciliación con su tío.
Blifil mantuvo al principio el más obstinado silencio, decidido a negarlo todo. Pero comprendiendo al fin que las pruebas contra él eran irrefutables, se decidió a decir la verdad. Luego, postrado en el suelo, pidió perdón a su hermano y le besó los pies, mostrando una actitud tan humilde como hasta entonces había sido perversa.
Jones no pudo por menos de mostrar cierto desdén ante aquella actitud servil. Levantó a su hermano y le aconsejó que sufriese como un hombre sus adversidades, a la vez que le repetía que haría todo lo posible por aliviarlas. Tras de confesar una y otra vez toda su indignidad, Blifil le dio fervientemente las gracias, declarando que marcharía en seguida a buscar otro alojamiento. Jones no tardó en regresar junto a su tío.
Después de hablar de varios asuntos, Allworthy comunicó a Jones todo lo que había descubierto referente al billete de quinientas libras.
—He consultado el caso con un abogado —dijo—, el cual me ha dicho, con gran asombro por mi parte, que para un fraude de este género no hay castigo. Pero cuando pienso en el mal comportamiento que ese sujeto ha tenido contigo, creo que, comparado con él, un salteador de caminos resulta un inocente.
—¡Cielos! —exclamó Jones—. Eso me sorprende y me trastorna. Yo pensaba que había pocos hombres más honrados que él. La tentación de una suma tan crecida fue para él demasiado grande y no la pudo soportar, ya que cantidades más pequeñas me llegaron perfectamente a través de él. Permítame, mi querido tío, que califique eso más bien de debilidad que de ingratitud, ya que estoy convencido de que el pobre me es adicto y que en muchas ocasiones me ha prestado grandes favores. Además, me parece que está arrepentido, pues hace poco, cuando mi situación parecía desesperada, me ofreció dinero. Piense, tío, en la tentación que para un hombre que ha conocido muchas miserias debe de ser el tener en su poder una suma que puede librarle tanto a él como a su familia de encontrarse de nuevo en la misma situación precaria.
—Me parece, muchacho, que llevas el perdón demasiado lejos —repuso Mr. Allworthy—. Esa exagerada clemencia no sólo es debilidad, sino injusticia, una injusticia perniciosa para la sociedad. Yo podría perdonar la falta de honradez de ese hombre, pero nunca perdonaré su ingratitud. Cuando disculpamos una falta de honradez, nos dejamos llevar de la misericordia. A mí me ha sucedido eso varias veces, pues en ocasiones, cuando he formado parte de un jurado, me he compadecido de algún salteador de caminos, encontrándole siempre circunstancias atenuantes. Pero cuando a la falta de honradez se añade otro crimen como el asesinato, la crueldad o la ingratitud, sentir compasión es casi un delito. Y ahora estoy convencido de que ese individuo es un malhechor y ha de ser castigado.
Todo esto fue dicho con entonación tan firme que Jones no se atrevió a responder. Además, la hora señalada por Mr. Western estaba ya muy próxima y al joven le quedaba poco tiempo para vestirse. Así que aquí concluyó el diálogo, y Jones pasó a otra habitación donde ya le esperaba Partridge con la ropa preparada.
Partridge apenas si había visto a su amo después de los últimos felices acontecimientos. El pobre no podía contener sus arrebatos de alegría, parecía trastornado y cometió tantos errores mientras ayudaba a vestir a Tom, que la escena parecía Arlequín vistiéndose en el escenario.
Pero a Partridge no le fallaba lo más mínimo la memoria, recordando ahora muchos presagios y agüeros que habían hablado en su tiempo de los felices acontecimientos actuales. Él ya lo dijo entonces, pero ahora los recordaba mucho más. También habló de los sueños que le asaltaron la noche anterior al día en que conoció a Jones, concluyendo de este modo:
—Siempre tuve la firme convicción de que tarde o temprano labraría usted mi fortuna.
Jones le contestó que, por su parte, procuraría que este presentimiento se cumpliera con toda exactitud, lo que contribuyó a elevar al máximo el entusiasmo del buen hombre.