DONDE LA HISTORIA COMIENZA A ACERCARSE A SU FIN.
Cuando Allworthy llegó a su alojamiento, supo que Tom Jones había llegado antes que él. El caballero entonces corrió a una habitación vacía, donde ordenó que le llevaran a Tom Jones para estar a solas con él.
Es imposible concebir una escena más tierna o conmovedora que el encuentro entre el tío y el sobrino, pues Mrs. Waters, como el lector sin duda supondrá, había acabado por descubrir el secreto de su nacimiento. Los primeros transportes de alegría que ambos sintieron escapa a toda posible descripción, por lo que me excuso de escribirla. Luego que Allworthy hizo levantar a Tom de sus pies, ante los que el joven había caído de rodillas, le estrechó entre sus brazos.
—¡Oh, hijo mío, cuántos reproches tengo que hacerme! —exclamó el anciano—. ¡Cuánto te he ofendido e injuriado! ¿Cómo podré resarcirte de esas desagradables e injustas sospechas y de todo cuanto te he hecho sufrir?
—¿Habla usted de resarcirme? —exclamó Tom Jones—. ¿No están ahora más que recompensados mis sufrimientos, aunque éstos hubieran sido mucho mayores? ¡Oh, querido tío, su bondad y su ternura me abruman! ¡Encontrarme de nuevo a su lado, ser recibido de nuevo en su casa por mi grande, noble y generoso protector!
—Pero yo sé, hijo mío —insistió Mr. Allworthy—, que te he tratado con la mayor crueldad.
A continuación explicó a Tom Jones toda la traición de Blifil, y de nuevo tomó a condolerse por haberle tratado tan mal.
—¡Oh, no hable usted así! —repuso Tom Jones—. Usted se ha comportado siempre conmigo de una manera noble. El hombre más sabio y prudente hubiera sido engañado como usted lo fue, y ante la decepción que usted tuvo, el mejor hombre hubiese actuado del modo que usted lo hizo. Pero su bondad se destacaba entre su indignación. Debo todo a esa bondad, que no merezco. No he recibido más que el castigo que merecía, y durante toda mi vida futura anhelaré merecer esa felicidad que ahora me concede usted. Créame, querido tío, el castigo me ha servido de lección. Pero aunque soy un gran pecador, no soy un pecador empedernido. Doy gracias al cielo por haberme concedido tiempo para reflexionar sobre mi pasada vida, en el curso de la cual, aunque me es imposible acusarme de ninguna villanía, sin embargo, puedo descubrir locuras y vicios más que suficientes para arrepentirme y avergonzarme de ellos, locuras todas que me han reportado terribles consecuencias y me han conducido al borde de mi ruina definitiva.
—Me satisface, mi querido muchacho —repuso Mr. Allworthy—, oírte hablar de un modo tan cuerdo, pues como sea que estoy convencido de que la hipocresía, ¡oh cielos!, de qué forma me he visto obligado a creer en ella por imposición de los demás, jamás figuró entre tus faltas, puedo creer inmediatamente todo cuanto me dices. Ya ves, Tom, a qué peligros es conducida la virtud por la imprudencia, pues estoy convencido de que amas mucho más a la virtud. La prudencia es un deber que está en nosotros cumplirlo, y si somos tan enemigos suyos que la descuidamos, no debe sorprendemos que el mundo se aproveche de semejante descuido, pues desde el punto y hora que un hombre se labra su propia ruina, me temo que otros sean lo bastante hábiles para extraer ventaja de ello. Aseguras, sin embargo, que reconoces tus errores, y que en lo sucesivo tratarás de no incurrir en ellos. Te creo, hijo mío. Y por esta razón, no te lo volveré a recordar. Recuérdalo tú solo, como medio de sacar partido de ello en el futuro para mejorarte. Pero asimismo ten presente, para consuelo tuyo, que existe una enorme diferencia entre las faltas que el candor y la ingenuidad transforman en imprudencia y aquellas otras que sólo pueden ser fruto de la villanía. Las primeras tal vez son más aptas para conducir a un hombre a su completa ruina. Pero si se enmienda, a la larga puede recobrar su reputación. El mundo, aunque no inmediatamente, se reconciliará andando el tiempo con él, y le será posible reflexionar, no sin mezcla de placer, en los peligros de que ha escapado. Pero la villanía, hijo mío, una vez puesta al descubierto, es irreparable. Las manchas que deja tras de sí no es posible borrarlas con el tiempo. Las censuras de la gente perseguirán implacablemente al desgraciado, le avergonzarán en público, y si la vergüenza que sienta le induce a esconderse, será con todos esos terrores con que un niño aburrido, que siente miedo de los duendes, se aparta de la gente para irse solo a la cama. Su acusadora conciencia no le dejará en paz ni un solo instante. El reposo, cual un falso amigo, huirá de su lado. Adonde quiera que vuelva la vista, sólo verá calamidades. Si mira hacia atrás, un arrepentimiento ineficaz seguirá sus pasos; si lo hace hacia delante, una desesperación invencible le mirará a la cara, hasta que al cabo, como un preso condenado a muerte encerrado en su calabozo, acabará aborreciendo su condición actual, y, no obstante, temerá las consecuencias de esa hora que habrá de libertarle de ellas. Pero consuélate, hijo mío, pues éste no es tu caso, y alégrate de que hayas podido ver tus errores antes de que su constancia hubiera llegado a acabar contigo. Los has rechazado, y es tal la perspectiva que en la actualidad se abre ante ti, que la mayor felicidad parece sonreírte.
Al oír estas palabras, Tom Jones dejó escapar un profundo suspiro, y al preguntarle su tío la causa de él, repuso:
—Tío, no le ocultaré nada. Temo mucho que mis vicios tengan consecuencias que jamás podré evitar. ¡Oh, querido tío! He perdido un tesoro.
—No necesitas decirme nada más —contestó Mr. Allworthy—. Seré claro contigo, sé bien a lo que te refieres. He visto a esa muchacha y he hablado con ella referente a ti. Como prueba de la sinceridad de todo lo que has dicho y de la firmeza de tu resolución, quiero que me obedezcas en una cosa: que aceptes la decisión de la joven, tanto si es favorable como contraria. Sophia ha tenido que sufrir mucho debido a pretensiones que no me gusta recordar. Por tanto, no será mi familia la que le coarte su libertad por más tiempo. Sé bien que su padre está ahora tan dispuesto a atormentarla por causa tuya como antes lo hizo por causa de otro. Pero estoy dispuesto a evitar que sufra más encierros, más violencias ni más horas de inquietud.
—¡Oh, querido tío! —exclamó Tom—. Le suplico que me ordene algo en que pueda haber algún mérito en obedecerle. Créame, tío, en lo único en que le desobedecería sería en lo de evitarle un instante de inquietud a Sophia. No, tío. Si soy tan desdichado que he incurrido en su desagrado, sin que existan para mí esperanzas de que sea perdonado, eso sólo, además del angustioso pensamiento de que la he hecho desgraciada, es lo bastante para anonadarme. El que pueda llamar mía a Sophia es la mayor y la única nueva bendición que el cielo puede otorgarme, pero sé bien que esta bendición sólo depende de ella.
—No quiero disimular contigo —exclamó Mr. Allworthy—, pero mucho me temo que tu caso sea desesperado. Jamás he encontrado una resolución tan firme en persona alguna como la que dejaban traslucir sus vehementes palabras, todas contrarias a recibir el menor galanteo tuyo, de cuya causa quizá tú puedas darme más noticias de las que yo poseo.
—¡Oh, señor! Puedo darlas muy bien —repuso Jones—. Sí, he pecado contra ella lo suficiente para perder toda esperanza de ser perdonado, y culpable como soy, mi culpa, desgraciadamente, se le aparece a ella mucho más grave de lo que es en realidad. ¡Oh, querido tío! Mis locuras son irreparables, y toda la bondad de usted no es capaz de salvarme de mi fracaso.
Un criado anunció entonces que Mr. Western esperaba abajo, puesto que la ansiedad que sentía el caballero por ver a Tom Jones no le permitía esperar hasta la tarde. Al oír esto, Tom Jones, cuyos ojos estaban arrasados en lágrimas, suplicó a su tío que entretuviera al caballero algunos minutos, hasta que él consiguiera reponerse un poco, a lo que accedió el buen hombre, y tras de disponer que Mr. Western fuera pasado al salón, bajó a verle.
Cuando Mrs. Miller supo que Tom Jones se encontraba solo, pues no le había visto desde que salió de la cárcel, acudió apresurada a su habitación y, avanzando a su encuentro, lo felicitó cordialmente por el nuevo tío que había encontrado y su reconciliación con él, y añadió:
—Me gustaría poder darle otra alegría. Pero jamás he encontrado nada tan inexorable.
Tom Jones, un tanto sorprendido, preguntó a la buena mujer qué era lo que quería decir.
—He estado con miss Western —repuso Mrs. Miller— y le he explicado todo, de acuerdo con lo que me contó mi yerno, Nightingale. No puede abrigar más dudas sobre la carta, de eso estoy perfectamente segura, pues le dije que mi yerno estaba dispuesto a jurar, si ella lo deseaba, que todo había sido invención suya, y que la carta estaba redactada por él. Le dije también que el haber enviado esa carta le recomendaba a usted más, puesto que lo había hecho por ella, ya que estaba decidido a abandonar en el futuro todo libertinaje, y que no había cometido ningún acto de infidelidad hacia ella desde que usted supo que ella se encontraba en la ciudad. Creo que dije demasiado. Pero, Dios me perdone, espero que la conducta futura de usted sea mi justificación. Estoy segura de haber dicho todo cuanto pude, pero no sirvió de nada. Miss Western permaneció impasible. Afirmó que le había perdonado a usted muchas faltas debidas a sus pocos años. Pero fue tal el aborrecimiento que demostró hacia las personas libertinas, que me dejó muda. Varias veces intenté excusarle a usted, pero lo exacto de sus acusaciones se me conocía a mí en la cara. He podido constatar que se trata de una de las criaturas más amables y sensatas que existen. Sentí ganas de besarla cuando la oí pronunciar una frase digna de Séneca o de un obispo: «Creía, señora, haber descubierto una gran bondad de corazón en Mr. Jones, y de eso me sentía orgullosa. Pero las costumbres disolutas corrompen el mejor corazón del mundo, y lo más que un libertino puede esperar es que mezclemos algunas gotas de piedad en nuestro desprecio y aborrecimiento». Créame, es una criatura angelical.
—¡Oh, Mrs. Miller! —exclamó Tom—. ¿Cómo entonces podré hacerme a la idea de que debo perder para siempre a semejante ángel?
—¡Perder, no! —contestó Mrs. Miller—. Confío en que aún no la haya perdido. Decida usted abandonar esas costumbres licenciosas, y creo que aún podrá alimentar esperanzas, y en el caso de que miss Western continúe mostrándose inexorable, existe otra dama, una linda y amable dama, dueña de una excelente fortuna, que está perdidamente enamorada de usted. Lo supe esta mañana y se lo he dicho a miss Western, y todavía exageré un poco la cosa, pues añadí que usted la había rechazado, pues no tenía la menor duda de que usted la rechazaría. Y ahora me toca consolarle a usted un poco. Cuando mencioné el nombre de la dama, que no es otra que la bella viuda de Hunt, tuve la sensación de que palidecía, y cuando le dije que usted la había desairado, juraría que sus mejillas enrojecieron por un instante. Y éstas fueron sus palabras: «No negaré que llegué a creer que me profesaba algún cariño».
En este punto la conversación entre Tom Jones y Mrs. Miller fue interrumpida por la aparición de Mr. Western, a quien le había sido imposible soportar por más tiempo permanecer fuera de la habitación donde se encontraba Tom, incluso a pesar de los requerimientos de Mr. Allworthy, aunque éste, como hemos podido comprobar, ejercía un gran ascendiente sobre él.
Western se dirigió en el acto a Tom Jones.
—Mi viejo amigo Tom, me alegro con toda el alma de volverte a ver. Hay que olvidar todo lo pasado. No puedes ver ninguna ofensa en mi conducta hacia ti, muchacho, pues como Allworthy sabe de sobra, te tomé por otra persona. Y cuando una persona no tiene la más mínima intención de ofender, ¿qué pueden significar una o dos palabras de más? Un cristiano como es debido debe saber perdonar y olvidar.
—Confío, señor, que jamás olvidaré las grandes y numerosas obligaciones que he contraído con usted —repuso Tom—, y en cuanto al temor de que me sienta ofendido, no hay ni que pensar en ello.
—Entonces —dijo Mr. Western—, dame la mano y tan amigos como antes. Ven conmigo. Te llevaré junto a tu novia.
Entonces intervino Mr. Allworthy, y Western, incapaz de convencer ni al tío ni al sobrino, se vio obligado, tras de un breve forcejeo, a aplazar la presentación de Tom Jones a Sophia hasta la tarde, para cuyo momento Mr. Allworthy, tanto por compasión hacia Tom como para complacer los vivos deseos del caballero Western, prometió estar presente a la hora del té.
La conversación que siguió a todo esto resultó bastante agradable, y de haber tenido lugar antes en nuestra historia la hubiéramos transcrito para solaz del lector. Pero como en la actualidad no tenemos tiempo más que para ocupamos de lo que sea realmente sustancial, bastará decir que, una vez convenido todo para la visita de la tarde, Mr. Western se marchó a su alojamiento.