DONDE LA HISTORIA SIGUE ADELANTE.
El caballero recién llegado no era otro que Mr. Western. En cuanto se encontró con Allworthy, y sin preocuparse en absoluto de Mrs. Waters, empezó a decir a grandes voces:
—¡Vaya cosas que ocurren en mi casa! ¡Quién podía pensar semejante cosa de una hija!
—¿Qué le pasa, vecino? —preguntó Allworthy.
—He recibido un gran desengaño —contestó Western—. Después de que la muchacha me prometió que haría todo cuanto yo quisiera, y cuando yo ya creía que no tenía otra cosa que hacer que mandar a buscar al abogado y ultimarlo todo, ¿qué cree usted que he descubierto? Pues que la desvergonzada se burlaba de mí y sostenía correspondencia con el bastardo de usted. Mi hermana, con la que regañé por culpa de mi hija, me indicó que le registrase los bolsillos cuando estuviese dormida. Así lo he hecho, encontrando una carta firmada por el hijo de una mala madre. No he tenido paciencia para leer más que la mitad de la misma, ya que es más larga que un sermón del párroco Supple. Pero me he enterado de que la carta es de índole amorosa. ¿De qué otra cosa podía tratar? Así que he vuelto a encerrar a mi hija en su habitación y mañana por la mañana marcha al campo. Allí, en una buhardilla, vivirá el resto de sus días si no consiente en casarse como yo quiero. Y pienso que cuanto antes se muera, mejor, aunque tengo la impresión de que vivirá lo bastante para atormentarme durante muchos años.
—Escuche, Mr. Western —contestó Allworthy—. Ya sabe usted que siempre he protestado contra todo lo que sea violencia, y usted me aseguró que no volvería a emplearla.
—¡Ah! —exclamó Mr. Western—. Me mostré dispuesto a ello a condición de que ella fuera razonable.
—Escúcheme, vecino —dijo Allworthy—. Si usted me da su permiso, yo trataré de convencer a su hija.
—¿Que lo intentará? —exclamó Western sorprendido—. Es usted en extremo amable. Quizá consiga usted más que yo, pues mi hija tiene muy buen concepto de usted.
—Bien —contestó Allworthy—, pues si ahora se va usted a su casa y libra de su encierro a su hija, dígale que iré a visitarla dentro de media hora.
—Pero… ¡suponga que en ese tiempo se me escapa! Precisamente me ha dicho el abogado Dowling que ya no hay esperanzas de que ese sujeto sea ahorcado, pues el herido está vivito y coleando y en franca convalecencia. En suma, que Jones será puesto en libertad dentro de poco.
—¡Cómo! —exclamó Allworthy—. ¿Utilizó usted a Dowling para que interviniese en este asunto?
—No, no —contestó Western—. Él me habló del asunto por casualidad.
—¿En dónde le encontró usted? —inquirió Allworthy—. Precisamente da la casualidad de que necesito ver a Mr. Dowling.
—Le puede usted encontrar ahora mismo en la casa donde me alojo —contestó Western—, ya que en ella se va a celebrar hoy por la mañana una reunión de abogados a propósito de cierta hipoteca. Ese honrado Mr. Nightingale quiere hacerme perder dos mil o tres mil libras.
—Entonces queda decidido que estaré con usted dentro de media hora —dijo Allworthy.
—Y ahora le voy a dar un buen consejo —exclamó Western—. No emplee con mi hija los métodos suaves: no servirán de nada. Yo los he usado durante mucho tiempo. Hay que asustarla; no existe otro sistema. Dígale que soy su padre y que la desobediencia es un feo pecado, castigado horrorosamente en la otra vida, y luego añada que si no cede vivirá toda su vida encerrada en una buhardilla y a pan y agua.
—Haré lo que pueda —prometió Allworthy—. Le aseguro que no hay nada que desee tanto como una alianza con esa amable criatura.
—La muchacha lo merece —afirmó Western—. Y sería mejor que fuera obediente conmigo, ya que en cien leguas a la redonda no se encuentra un padre que quiera a su hija más que yo. Pero ahora caigo que está usted ocupado con esta señora. Bien, me marcho a casa y allí le espero.
—Veo que Mr. Western no recuerda mi cara —dijo Mrs. Waters cuando Western salió—. Y me parece que tampoco usted me habría reconocido. He cambiado mucho desde el día en que usted me aconsejó tan amablemente. ¡Oh! Habría sido muy feliz si hubiese seguido su consejo.
—La verdad es, señora, que me sentí muy preocupado cuando supe la conducta que usted observaba —dijo Allworthy.
—Tenga usted en cuenta, señor —repuso Mrs. Waters—, que la causa de mi ruina fue una tenebrosa celada que me tendieron. Si usted la conociese, aunque yo no quedase del todo justificada, por lo menos me compadecería. Pero ahora no dispone usted de tiempo para escuchar toda mi historia, aunque le puedo asegurar que recibí la más solemne promesa de matrimonio y luego fui traicionada. Ante el cielo estuve casada. He reflexionado mucho sobre el tema y me he convencido de que las ceremonias oficiales son sólo un requisito para dar legalidad al matrimonio. Pero la mujer que vive constantemente con un hombre después de recibir de éste una solemne promesa de matrimonio, poco le puede remorder la conciencia, sea cual sea el concepto que merezca a la gente.
—Siento mucho, señora, que haya usted empleado tan mal su inteligencia —dijo Allworthy—. Hubiera sido mejor que hubiese usted poseído mucha más inteligencia o bien haber permanecido en un estado de completa ignorancia. Porque, diga usted lo que diga, temo que tenga que responder de algún otro pecado.
—Mientras viví con él, espacio de tiempo que duró doce años, juro solemnemente que no —contestó Mrs. Waters—. Pero le ruego, señor, que reflexione usted en lo que puede hacer una mujer con la reputación perdida cuando se ve abandonada, ya que el mundo no acepta que una oveja descarriada vuelva al redil de la virtud por mucho que lo desee. Afirmo que hubiera seguido la senda de la virtud si de mí hubiese dependido. Pero la necesidad, y no otra cosa, me arrojó en brazos del capitán Waters, con el que viví como esposa llevando su nombre. Acompañé al capitán Waters a Worcester en su marcha contra los rebeldes, y entonces me encontré por casualidad con Mr. Jones, que acertó a librarme de las manos de un villano. Mr. Jones es el mejor de los hombres. Ningún joven de su edad tiene menos vicios y más virtudes que él, y me parece que ahora está decidido a abandonar esos pocos vicios.
—Esas esperanzas tengo, así como de que sabrá mantener su resolución —repuso Allworthy—. Añadiré que también alimento las mismas esperanzas respecto a usted. Reconozco que el mundo se muestra en ocasiones en extremo inhumano. Sin embargo, la perseverancia y el tiempo pueden lograr que el mundo llegue a sentir piedad, pues aunque, al revés del cielo, no se muestra dispuesto a recibir a un pecador arrepentido, cuando este arrepentimiento se prolonga, acaba por sentir misericordia hacia él. Esté segura, Mrs. Waters, que no le faltará mi apoyo para conseguir sus buenas intenciones, si éstas son sinceras.
Mrs. Waters se arrodilló ante el caballero y, anegada en lágrimas, le dio las gracias por su bondad, de la que la gente decía, y con razón, que más parecía divina que humana.
Allworthy la ayudó a levantarse a la vez que le hablaba con palabras cariñosas al objeto de consolarla. En éstas fue interrumpido por la llegada de Mr. Dowling, que se mostró un tanto azorado al encontrarse con Mrs. Waters, aunque pronto se repuso, manifestando que tenía mucha prisa, pues debía asistir a una junta en casa de Mr. Western, aunque, sin embargo, juzgaba que era su deber visitar a Mr. Allworthy para comunicarle su opinión sobre el caso presente, la cual no era otra que la apropiación de los bienes tenía que discutirse como una causa criminal fuera de lo común.
Sin contestar, Allworthy cerró la puerta y tras de avanzar hacia Dowling con semblante muy serio, dijo:
—Por mucha prisa que tenga usted, señor, deberá contestarme, antes de salir de aquí, a algunas preguntas. ¿Conoce usted a esta dama?
—¿A esta dama, señor? —repitió Dowling, titubeando.
Con voz solemne, Allworthy continuó:
—Si aprecia usted mi amistad y el seguir cuidando de mis asuntos, no dude ni un momento y conteste con lealtad a todo lo que yo le pregunte. ¿Conoce usted a esta dama?
—Sí, señor —contestó Dowling—. La conozco.
—¿En dónde la vio?
—En la casa donde se aloja.
—¿Qué negocio le llevó allí y quién le envió?
—Fui a preguntar por Mr. Jones.
—¿Por encargo de quién?
—De Mr. Blifil.
—¿Y qué contestó la señora sobre ese asunto?
—No recuerdo bien todas sus palabras.
—¿Quiere usted hacer el favor, Mrs. Waters, de refrescar la memoria de este señor?
—Me dijo que si Mr. Jones había asesinado a mi marido, yo podría disponer de todo el dinero que me hiciera falta para mostrarme parte en el proceso —manifestó Mrs. Waters—. Dijo que el ofrecimiento lo hacía un digno caballero que sabía bien con qué villano me las tenía que haber. Puedo jurar que éstas fueron las palabras que pronunció.
—¿Fueron éstas sus palabras, señor? —preguntó Allworthy.
—No las recuerdo con exactitud —insistió Dowling—. Pero me parece que hablé en ese sentido.
—¿Y fue Mr. Blifil quien le ordenó decir tal cosa?
—Tenga la seguridad, señor, que yo no hubiese ido de motu proprio, ni hubiese sobrepasado mi autoridad en un asunto de esta índole.
—Escuche, Mr. Dowling —dijo Allworthy—. Le prometo ante esta dama que cualquiera que haya sido su intervención en este asunto obedeciendo las órdenes de Mr. Blifil, le perdonaré si me dice toda la verdad. ¿Le envió también Mr. Blifil a que se entrevistara con los dos sujetos de Aldersgate?
—Ciertamente, señor.
—¿Y qué instrucciones recibió de él? Recuérdelas lo mejor que le sea posible y repita las mismas palabras que él empleó.
—Mr. Blifil en persona me envió a buscar a los dos individuos testigos de la pelea. Dijo que temía que fueran comprados por Mr. Jones o por alguno de los amigos de éste. Añadió que la sangre requería sangre, y que son culpables no sólo los que ocultan a un asesino, sino también los que no hacen todo lo que pueden por entregarle a la justicia. Añadió, además, que él sabía muy bien que usted deseaba llevar a los tribunales al villano, pero que no era conveniente que usted apareciera mezclado en el asunto.
—¿De veras dijo eso? —preguntó Allworthy con interés.
—Sí, señor —contestó Dowling—. Yo no me habría atrevido a intervenir en este asunto de no tratarse de un deseo de usted.
—¿Y en qué consistió esa intervención? —demandó Mr. Allworthy.
—No me gustaría que me creyera usted culpable de soborno, señor. Pero hay distintos modos de declarar… Les dije que si alguien de la parte contraria les hacía ofrecimientos, deberían rehusarlos. Les aseguré asimismo que no perderían nada si se comportaban como hombres honrados y decían la verdad. Les indiqué que según nuestras noticias Mr. Jones agredió primero al caballero, y que si era así, debían declararlo, insinuándoles que con ello saldrían ganando.
—¿Y no les propuso nada más? —insistió Allworthy.
—Nada más —contestó Dowling—. No les incité a que mintiesen, y lo que dije fue para complacer a usted.
—Y de haber sabido que Mr. Jones es mi sobrino, ¿habría seguido usted creyendo que me hacía un favor? —preguntó Allworthy.
—Creo que no me competía darme por enterado de una cosa que usted deseaba mantener oculta —contestó el abogado.
—¿Qué dice usted? —exclamó Allworthy—. ¿Estaba usted enterado?
—Si me pide usted que sea sincero, le contestaré que sí. El relato de este secreto fueron casi las últimas palabras que Mrs. Blifil pronunció, estando yo solo junto a su lecho, cuando me entregó la carta que le llevé a usted de parte de ella.
—¿La carta? —exclamó Allworthy—. ¿Qué carta?
—La carta que llevé de Salisbury y que deposité en manos de Mr. Blifil, señor —contestó Dowling.
—¡Dios mío! —murmuró Allworthy—. ¿Y cuáles fueron sus palabras? ¿Qué dijo mi hermana?
—Cuando me entregó la carta —contestó Dowling—, me cogió la mano y me dijo: «No sé ni lo que he escrito. Dígale a mi hermano que Tom Jones es su sobrino, mi hijo. Que Dios le bendiga». Y al decir esto se dejó caer hacia atrás como agotada. Entonces llamé a los demás y ya no volvió a hablar más, muriendo a los pocos minutos.
Con la cabeza levantada, como si quisiera mirar al cielo, Allworthy permaneció unos momentos silencioso. Luego, volviéndose hacia Dowling, añadió:
—¿Y cómo no me entregó usted ese mensaje de mi hermana?
—Ya recordará que por entonces se encontraba usted en el lecho —contestó Dowling—, y como yo tenía prisa, según costumbre, entregué la carta y el recado a Mr. Blifil, el cual me contestó que se los transmitiría a usted. Más tarde me dijo que lo había hecho y que usted, en parte por consideración a Mr. Jones y en parte por consideración a su hermana, había decidido no decírselo jamás a nadie, manteniéndolo secreto para todos. Es por esto, señor, que si usted no hubiese hablado de ello, yo nunca me habría atrevido a mencionarlo.
En alguna otra ocasión ya hemos hecho notar que es posible decir mentiras sin faltar a la verdad. Esto correspondía al caso actual, y que Blifil, en efecto, había dicho lo que Dowling acababa de contar. Pero, en realidad, lo que indujo a Dowling a mantener el secreto fueron las promesas que Blifil le hizo, y como ahora se daba perfecta cuenta de que Blifil no podría cumplirlas, unido esto a las miradas amenazadoras de Allworthy y a los descubrimientos hechos por éste, le decidieron a soltarlo todo de carretilla. Sin hablar de que había sido pillado por sorpresa, sin tener tiempo para pensar en subterfugios.
Allworthy pareció satisfecho con este relato, y tras de recomendar a Dowling el más absoluto silencio sobre lo ocurrido, le acompañó él mismo hasta la puerta por temor de que pudiera encontrarse con Blifil, que había vuelto a su habitación y, completamente ajeno a lo que ocurría en el piso inferior, se regodeaba con la idea de la última jugarreta hecha a su tío.
Cuando Allworthy volvía a su habitación, se encontró con Mrs. Miller, la cual, con el rostro pálido y aterrorizado, exclamó:
—¡Oh, señor! Veo que esa malvada mujer ha estado aquí y le ha enterado de todo. Pero no debe usted abandonar al pobre joven por este motivo. Tenga usted en cuenta, señor, que el muchacho no sabía que se trataba de su propia madre. Precisamente le ha impresionado muchísimo el descubrimiento.
—Señora —repuso Allworthy—, me siento profundamente atónito. Pero venga conmigo a mi cuarto. Acabo de realizar sorprendentes descubrimientos, Mrs. Miller, y pronto los sabrá usted.
La pobre señora le siguió temblando, y Allworthy, que marchaba delante, se dirigió a Mrs. Waters, la cogió de la mano y, volviéndose a Mrs. Miller, exclamó:
—¿Qué recompensa puedo dar a esta señora por los servicios que me ha prestado? ¡Oh, Mrs. Miller! Usted, que es tan fiel amiga de ese joven, mil veces me ha oído llamarle hijo. Poco pensaba yo que en realidad era pariente mío. Su joven amigo, señora, es mi sobrino, hermano de esa víbora que durante tanto tiempo he alimentado. Esta señora le contará toda la historia y le dirá que el joven llegó a pasar por hijo suyo. Ahora estoy convencido, Mrs. Miller, de que he procedido injustamente con Tom y de que he sido engañado por alguien de quien usted ya sospechaba, y con motivo, que se trataba de un villano. Sí, sí, es el peor de los villanos.
La alegría que sintió Mrs. Miller le privó al pronto del uso de la palabra y estuvo a punto de privarle asimismo de sus sentidos, de no haber sido aliviada por un oportuno torrente de lágrimas. Cuando al fin pudo hablar, exclamó:
—¿Es cierto, señor, que mi querido Jones es su sobrino y no el hijo de esta dama? ¿Es cierto también que por fin comprende usted las cosas con toda claridad? ¿Y yo seré tan dichosa que viviré lo suficiente para poder ver a Tom Jones tan feliz como se merece?
—Le aseguro que es cierto que es mi sobrino. Y también que espero verle feliz.
—¿Y ese descubrimiento lo debe usted a esta buena señora? —continuó preguntando la dama.
—Así es —contestó Allworthy.
Mrs. Miller se arrodilló ante Mrs. Waters y exclamó:
—¡Que el cielo la colme de bendiciones y la perdone sus pecados, por muchos que éstos sean!
Mrs. Waters dijo entonces que creía que Jones sería libertado muy pronto, ya que el médico, en compañía de un noble, había visitado al juez encargado del proceso con objeto de certificar que Mr. Fitzpatrick se hallaba fuera de peligro, para conseguir así que el joven fuera puesto en libertad.
Mr. Allworthy declaró que experimentaría una gran alegría si cuando regresara encontraba allí a su sobrino, pero que ahora se veía precisado a salir para despachar un asunto de suma importancia. Luego llamó a un criado para que le proporcionase una silla de mano, e inmediatamente salió, dejando juntas a ambas señoras.
Cuando Mr. Blifil oyó que su tío encargaba la silla, corrió escalera abajo con objeto de acompañar a su tío, ya que siempre procuraba demostrarle el mayor respeto. Con toda cortesía, preguntó a Mr. Allworthy si salía, lo cual es una manera disimulada de preguntar a un hombre adonde va. Como quiera que el tío no contestase, hizo otra pregunta referente a cuándo pensaba volver. Tampoco contestó a esto Mr. Allworthy, pero en el momento en que entraba en la silla de manos, se volvió y dijo:
—Antes de que yo regrese busca la carta que tu madre me escribió en su lecho de muerte.
Allworthy partió al fin, y Blifil quedó en una situación que sólo podía ser envidiada por el que está a punto de ser ahorcado.