CONTINUACIÓN DE LA HISTORIA.
Comoquiera que Mrs. Waters permaneció silenciosa durante unos momentos, Mr. Allworthy no pudo por menos de decir:
—Me he disgustado profundamente, señora, cuando he sabido que ha hecho usted tan mal uso…
—Mr. Allworthy —interrumpió Mrs. Waters—, no dudo que he cometido muchas faltas, pero entre ellas no figura la ingratitud hacia usted. Jamás podré olvidar su bondad, que confieso no merecer. Pero ahora le ruego que suspenda todo reproche, ya que he de comunicarle un asunto en extremo importante relativo a ese joven, a quien usted dio mi apellido de soltera, o sea Tom Jones.
—Entonces… ¿he castigado por error a un hombre inocente en la persona que nos acaba de dejar? —exclamó Allworthy—. ¿No es el padre del niño?
—Desde luego que no —contestó Mrs. Waters—. Ya recordará usted que le dije en otra ocasión que algún día lo sabría, y ahora pienso que debería habérselo dicho antes. Pero no podía imaginarme lo urgente y necesario que era.
—Está bien, señora —repuso Allworthy, condescendiente—. Prosiga.
—Quizá recuerde usted, señor, a un joven que se llamaba Summer —continuó la dama.
—Le recuerdo perfectamente —afirmó Mr. Allworthy—. Era hijo de un clérigo de gran sabiduría y virtud con quien me unía estrecha amistad.
—Eso era evidente, señor —contestó la dama—. Creo que le educó usted y le pagó la universidad, de donde, una vez concluyó sus estudios, pasó a vivir a su casa. Era uno de los hombres más guapos que recuerdo. Por otra parte, reunía en sí todas las mejores cualidades, bondad, inteligencia y una excelente educación.
—¡Pobre muchacho! —exclamó Mr. Allworthy—. Murió antes de tiempo, y jamás se me ocurrió pensar que tuviera que responder de ningún pecado de este género, pues está claro que va usted a decirme que él fue el padre de su hijo.
—No lo fue, señor —contestó Mrs. Waters.
—¡Cómo! ¿A qué tiende, pues, todo ese prefacio que ha pronunciado usted?
—A contarle una historia —repuso la dama— que, al parecer, es mi sino revelarle. ¡Oh, señor! Dispóngase a escuchar algo que le sorprenderá enormemente, que le llenará de pesadumbre…
—Hable —pidió Mr. Allworthy—. Mi conciencia no tiene sobre sí ningún crimen y no siento miedo de escuchar lo que sea.
—Señor —continuó Mrs. Waters—, ese Mr. Summer, el hijo de su amigo, que fue educado a costa de usted, que después de haber vivido un año en su casa como si fuera su propio hijo murió en ella de la viruela y cuya muerte sintió usted tanto que fue enterrado como si hubiese sido su propio hijo, ese Summer, señor, fue el padre de Tom Jones.
—¿Cómo? —exclamó Mr. Allworthy—. Se contradice usted.
—De ningún modo —contestó la dama—. Fue el padre de la criatura, pero yo no fui su madre.
—Tenga cuidado con lo que dice, señora —advirtió Allworthy—, no vaya a incurrir, para eludir la acusación de un crimen, en una falsedad. Recuerde que hay Uno al que no puede ocultársele nada y delante del cual la falsedad agravará su falta.
—No soy su madre, señor, y por nada del mundo me haría pasar ahora como tal.
—No olvide, sin embargo, que usted misma me lo confesó entonces —afirmó Mr. Allworthy.
—Lo que yo entonces le confesé no era la verdad —aseguró Mrs. Waters—. El niño que yo deposité en el lecho de usted fue conducido allí por expresa voluntad de su madre. Obedeciendo a sus deseos yo le reconocí más tarde como hijo mío y me consideré bien recompensada con la generosidad con que ella premió mi secreto y vergüenza.
—¿Quién era esa mujer? —murmuró Mr. Allworthy.
—Tiemblo al decir su nombre —repuso Mrs. Waters.
—Por todas esas preparaciones que emplea usted presiento que era una parienta mía.
—Sí, señor, y muy próxima.
Al oír estas palabras, Mr. Allworthy no pudo evitar un estremecimiento. Mientras tanto, Mrs. Waters continuó:
—Usted tenía una hermana, señor.
—¡Una hermana! —repitió el caballero, horrorizado.
—Como todos tenemos que morir, afirmo solemnemente que ella era la madre del niño que encontró usted en su lecho.
—¿Es posible? ¡Dios santo!
—Tenga paciencia, señor —pidió ahora Mrs. Waters—, y le revelaré toda la historia. Algún tiempo después de emprender usted su viaje a Londres, miss Bridget vino un día a casa de mi madre. Afirmó que había oído ponderar mi carácter extraordinario, puesto que mi cultura e inteligencia eran superiores a las de todas las muchachas de la localidad. Luego me rogó que fuera a su casa, y cuando me presenté me empleó para que la leyera. Se mostró muy satisfecha con mi modo de ser, fue muy amable conmigo y me hizo muchos regalos. Al fin comenzó a catequizarme para que le guardase un secreto, y como mis respuestas fueron de su completa satisfacción, me condujo a un gabinete, donde, después de cerrar la puerta con llave, comenzó a decirme que iba a convencerme de la gran confianza que tenía en mi integridad moral comunicándome un secreto en el que su honor, y por tanto su vida, estaba comprometido. Luego guardó silencio, que duró varios minutos, y durante los cuales se secó algunas lágrimas. A continuación me preguntó si creía que podría confiarse en mi madre. Yo le contesté que podía tenerse plena confianza en ella. Entonces me comunicó el gran secreto, y que fue relatado con mucho mayor dolor del que pasó más adelante para dar a luz su hijo. Convinimos que mi madre y yo la cuidaríamos cuando llegara el momento y que Mrs. Wilkins sería quitada de en medio, como lo fue, en efecto, enviándola a la parte más apartada de Dorsetshire con el pretexto de que comprobase unos informes sobre una criada, ya que miss Bridget había despedido a su doncella hacía tres meses, durante cuyo tiempo yo actué como doncella interina, como ella me llamaba, aunque, como también decía, no era muy indicada para tal puesto. Ésta y otras muchas cosas que decía tenían por objeto evitar cualquier sospecha por parte de Mrs. Wilkins, cuando más tarde yo tuviera que reconocer al niño como mío. En realidad, de quien más miedo sentía la señora era de Mrs. Wilkins, el ama de llaves, a quien consideraba incapaz de guardar un secreto, especialmente con usted, señor, ya que a menudo la oí decir a miss Bridget que si Mrs. Wilkins cometiera un asesinato estaba segura de que se lo comunicaría a usted a las primeras de cambio. Al cabo llegó el esperado día, y el niño vino al mundo estando sólo presentes mi madre y yo, pues Mrs. Wilkins había sido enviada fuera. Mi madre se lo llevó luego a su casa, donde permaneció oculto hasta la noche en que usted regresó de Londres, y en la que yo, cumpliendo las órdenes de miss Bridget, le coloqué en el lecho de usted. Más adelante, todas las sospechas posibles se desvanecieron ante la artificiosa conducta de su hermana, pues fingía que sentía ojeriza hacia el niño y que todas las consideraciones que tenía con él eran simplemente para complacerle a usted.
Mrs. Waters insistió sobre la veracidad de lo que había dicho, y concluyó:
—Al cabo, señor, ha descubierto usted a su sobrino, pues como a tal le considerará a no dudar de aquí en adelante, y estoy convencida de que con este título será una verdadera honra para la familia.
—Creo, señora, que no es necesario que exteriorice mi asombro ante todo lo que me ha contado usted, y me parece que es imposible que haya enjaretado usted tantos detalles para decir una mentira. Confieso ahora haber sentido ciertas sospechas de ese tal Summer, e incluso llegué a sospechar que gustaba a mi hermana. Incluso le hablé a ella del asunto, pues tenía en tan buen concepto a aquel joven que con gusto hubiera dado mi consentimiento a un matrimonio entre ellos. Pero mi hermana repuso con gran desdén a mis preguntas, que consideraba sin el menor fundamento, según ella afirmó, así que no me ocupé del asunto. ¡Quién iba a decirlo! ¡El cielo es el que dispone todas las cosas! Lo inexplicable de la conducta de mi hermana es que se fuera al otro mundo llevándose su secreto.
—Puedo asegurarle a usted —repuso Mrs. Waters— que jamás fue ésa su intención. Muchas veces me comunicó su intención de decírselo a usted alguna vez. Se sentía muy satisfecha de lo bien que le había salido la estratagema y de que usted hubiera tomado tanto cariño al niño que ya no era necesario hacer ninguna declaración expresa. ¡Oh, señor! ¡Si miss Bridget hubiera vivido para ver cómo ese joven era arrojado de su casa como quien despide a un vagabundo! ¡Si hubiera vivido para ver que usted mismo ha empleado a un abogado para perseguirle por un supuesto asesinato, del que no es culpable! Perdóneme, Mr. Allworthy, que le diga que eso no estuvo nada bien. Han abusado de su credulidad. Tom Jones nunca mereció que le trataran con semejante rigor.
—Reconozco, señora —repuso Allworthy—, que ha abusado de mí la persona, quienquiera que sea, que le haya contado eso.
—No interprete usted mal mis palabras. No pretendo decir que sea usted responsable de ninguna injusticia. El caballero que se acercó a mí no me propuso nada de eso. Tan sólo me dijo, tomándome por la esposa de Mr. Fitzpatrick, que si Mr. Jones había asesinado a mi esposo, podría disponer de todo el dinero que me hiciera falta para mostrarme parte en el proceso, utilizando el ofrecimiento de un caballero digno, que conocía bien con qué villano tendría que entendérmelas. Por ese individuo, apellidado Dowling, supe quién era Mr. Tom Jones, y éste me dijo después que ese tal Dowling era apoderado de usted. Supe su nombre por casualidad, pues Partridge, que le vio en mi casa la segunda vez que fue a verme, le conocía de Salisbury.
—¿Y Mr. Dowling le dijo a usted que yo la ayudaría en el proceso? —preguntó Mr. Allworthy, con el mayor asombro reflejado en su rostro.
—No, señor —contestó Mrs. Waters—. No quiero acusarle injustamente. Dijo que alguien me ayudaría, aunque no pronunció ningún nombre. Usted deberá perdonarme si, debido a las circunstancias que concurren en el caso, no pensé que pudiera ser otra persona.
—Pues yo, señora, precisamente por esas circunstancias estoy convencido de que fue otro. ¡Dios mío! ¡Por qué medios más sorprendentes se consigue a veces descubrir las villanías más repugnantes! Me permito suplicarle que permanezca usted aquí hasta que la persona que usted ha mencionado aparezca, pues la espero de un momento a otro. Quizá ya esté en la casa.
Allworthy se dirigió entonces hacia la puerta para llamar a un criado. Pero el que entró no era Mr. Dowling, sino el caballero que veremos en el capítulo siguiente.