DONDE PROSIGUE LA HISTORIA.
En su último discurso, Mr. Allworthy recordó algunos cariñosos sentimientos en relación con Tom Jones, que hicieron que las lágrimas asomaran a sus ojos. Visto esto por Mrs. Miller, la buena mujer se apresuró a decir:
—Sí, sí, señor. Su bondad con ese infeliz joven es de sobra conocida, pese a todo su empeño en ocultarla, y en todo lo que esos villanos dijeron crea que no hay una sola palabra de verdad. Mr. Nightingale lo ha descubierto ahora todo. Parece que esos individuos estaban al servicio de un lord, que es rival del pobre Tom Jones, con el fin de obligarle a que se alistase en un buque de guerra. Mr. Nightingale ha visto al oficial, que por cierto es un caballero muy simpático, y se lo ha referido todo, mostrándose muy apesadumbrado por lo que iba a hacer, y que jamás hubiese llevado a cabo de haber sabido que Tom Jones era un caballero cabal, no un vagabundo como le habían contado.
Mr. Allworthy escuchó sorprendido el relato, y aseguró que era una novedad para él todo aquello.
—Sí, señor —replicó la dama—. Me figuro que lo es. Es una historia muy distinta de la que esos individuos contaron al abogado.
—¿A qué abogado, señora? ¿Qué quiere usted decir? —inquirió Mr. Allworthy.
—Trata usted de disimular. Pero Mr. Nightingale le vio —afirmó Mrs. Miller.
—¿A quién vio, señora? —preguntó Allworthy.
—¿A quién va a ser? A su abogado, a quien envió usted para que se enterara de todo lo que había sucedido.
—Sigo tan a oscuras como antes, le doy mi palabra de honor, Mrs. Miller —exclamó Mr. Allworthy.
—¿Por qué entonces le pidió que lo hiciera, apreciado señor? —preguntó la viuda.
—Vi con mis propios ojos —dijo Nightingale interviniendo— al abogado que salía de verle cuando yo entraba en la habitación. Fue en una cervecería de Aldersgate, y estaba en compañía de los dos individuos empleados por lord Fellamar para que reclutaran a Tom Jones, y debido a esta circunstancia se encontraban presentes cuando se produjo el lamentable incidente entre él y Mr. Fitzpatrick.
—Confieso, señor —dijo ahora Mrs. Miller—, que cuando vi a ese caballero entrar en su habitación dije a mister Nightingale que suponía que usted le había enviado para que se enterase de lo ocurrido.
Mr. Allworthy dio muestras de verdadero asombro al escuchar estas noticias, permaneciendo mudo durante dos o tres minutos, hasta que al fin, dirigiéndose a Mr. Nightingale, exclamó:
—Debo reconocer, caballero, que jamás en mi vida me he sentido tan sorprendido como ahora con lo que acabo de escuchar. ¿Está seguro de que se trataba de mi propio abogado?
—Completamente seguro, señor —contestó Nightingale.
—¿En Aldersgate? —insistió Allworthy—. ¿Y estuvo usted reunido con ese abogado y los dos individuos?
—Permanecí con ellos cerca de media hora, señor —repuso Nightingale.
—¿Y cómo se comportó el abogado? —preguntó mister Allworthy—. ¿Oyó usted todo lo que dijeron el abogado y los dos sujetos?
—No, señor —repuso Nightingale—. Ya estaban reunidos cuando yo llegué. Estando yo presente el abogado habló muy poco. Pero después de que hice varias preguntas a los individuos, que insistían en repetir una historia completamente distinta a la que yo había oído a Tom Jones, y que por la declaración de Mr. Fitzpatrick yo sabía que era totalmente falsa, el abogado instó a aquellos individuos a que sólo dijeran la verdad, y parecía estar tan por completo de parte de Mr. Jones, que cuando vi al abogado con usted, deduje que su bondad le había impulsado a enviarle allí.
—¿Y no le envió usted allí? —preguntó Mrs. Miller a Allworthy.
—No, en absoluto —contestó el caballero—. No sabía ni que hubiera estado en tal lugar. Es decir, lo he sabido en este momento.
—¡Ahora lo comprendo todo! —exclamó Mrs. Miller—. ¡Ahora lo comprendo todo! No me sorprende que haya conferenciado a puerta cerrada en los últimos tiempos. Hijo mío, te suplico que vayas inmediatamente en busca de esos sujetos. Da con ellos si se encuentran aún en tierra. Yo misma iré si es necesario.
—Apreciable señora, tenga usted un poco de paciencia y hágame el favor de enviar arriba a una criada para que avise a Mr. Dowling, si se encuentra en casa, y si no, a Mr. Blifil.
Mrs. Miller salió murmurando algunas palabras entre dientes, pero a poco volvió con esta respuesta:
—Mr. Dowling ha salido. Pero el otro —como ella llamaba a Blifil— bajará ahora mismo.
Allworthy poseía un temperamento más frío que el de la buena mujer, acalorada y furiosa por causa de su amigo. Pero el caballero alimentaba ahora unas sospechas que tenían muchos puntos de contacto con las de ella. Cuando Mr. Blifil entró en la estancia, Mr. Allworthy le preguntó, con cara mucho menos amistosa que hasta ahora le había mostrado, si tenía noticias de que Mr. Dowling hubiera visto a algunas de las personas que estaban presentes cuando el duelo entre Tom Jones y el otro caballero.
No hay nada más peligroso que una pregunta hecha a bocajarro a un hombre cuya mayor preocupación es ocultar la vendad o defender sus mentiras. Por este motivo, esos nobles caballeros cuyo oficio es salvar la vida del prójimo en el Oíd Bailey, prestan suma atención, con frecuentes exámenes previos, a lo de adivinar todas las preguntas que pueden ser hechas a sus clientes el día de la vista, al objeto de suministrarles respuestas rápidas y oportunas, que ni siquiera la inventiva más fértil sería incapaz de improvisar en el instante requerido. Además, el impulso rápido y violento que semejantes sorpresas ejercen en la sangre, alteran con frecuencia el rostro de los preguntados, por lo que el acusado, sin querer, acaba por delatarse. Tales fueron las alteraciones que el rostro de Blifil acusó con aquella inesperada pregunta, que no podemos censurar la vehemencia de Mrs. Miller, que se apresuró a exclamar:
—¡Culpable! ¡Culpable, a fe mía!
Mr. Allworthy la reprendió, sin embargo, por su impetuosidad, y volviéndose hacia Blifil, que parecía clavado en tierra, dijo:
—¿Por qué dudas en darme una respuesta? Debes ser tú el que le has dado el encargo, pues él, por su propia iniciativa, no hubiera desempeñado esa comisión, sobre todo, sin participármelo previamente.
Blifil contestó:
—Reconozco, tío, que soy culpable de cierta falta. ¿Puedo confiar en su perdón?
—¿Mi perdón? —exclamó Mr. Allworthy, montando en cólera.
—Sabía, tío, que se ofendería usted —contestó Blifil—. Pero confío en que sabrá perdonar los efectos de la más amable de las debilidades humanas. Sentir compasión hacia aquellos que no la merecen es un crimen. Sin embargo, se trata de un crimen del que usted mismo no está del todo libre. Reconozco que soy culpable de ello en más de una ocasión y con la misma persona, y confieso que envié a Mr. Dowling, no para que hiciera una investigación inútil e infructuosa, sino para descubrir los testigos y tratar de suavizar sus declaraciones. Tal es, señor, la verdad. Lo que si bien quise ocultarle a usted, ahora no negaré.
—Reconozco —afirmó ahora Nightingale— que así fue como yo interpreté la conducta de este caballero.
—Supongo, señora, que ahora reconocerá usted —dijo Mr. Allworthy— que ha sospechado usted sin el menor fundamento de mi sobrino, y que no tenía el menor motivo para mostrarse tan indignada con él.
Mrs. Miller permaneció callada, pues aunque le era difícil reconciliarse tan rápidamente con Blifil, a quien consideraba promotor de la ruina de Tom Jones, en aquel caso particular, sin embargo, había logrado imponerse a ella, así como a los restantes, y de tal modo, que el diablo se hubiera hecho amigo suyo. En realidad, no rezaba con aquel caballero el dicho vulgar de que «el diablo a menudo deserta de sus amigos y les deja en la estacada». Tal vez abandone a los que sólo son sus amigos a medias. Pero por lo común se mantiene al lado de aquellos que son sus fieles servidores, y les ayuda en todos sus apuros, hasta que concluye el pacto establecido entre ambos.
Del mismo modo que una rebelión sofocada fortalece a un Gobierno o la salud se recobra con mayores bríos luego de pasadas ciertas enfermedades, la cólera, una vez apaciguada, da nueva vida, a veces, al afecto. Tal fue el caso de Mr. Allworthy, pues una vez consiguió Blifil que se desvanecieran las sospechas más graves, las más leves, provocadas por la carta de Square, no fueron tenidas en cuenta y se olvidaron, y Thwackum, con quien estaba muy ofendido, fue el único sobre el que recayeron las reflexiones que Square había lanzado sobre los enemigos de Tom Jones.
En lo que respecta a este joven, el sentimiento de míster Allworthy comenzó a ceder cada vez más. Dijo a Blifil que no sólo le perdonaba los pasos que su natural bondad le había impulsado a dar, sino que con gusto seguiría su ejemplo. Y volviéndose hacia Mrs. Miller, con una sonrisa más propia de un ángel que de un ser humano, dijo:
—¿Qué me dice usted, señora? ¿Tomamos un coche de alquiler y vamos todos juntos a ver a su amigo? No es la primera vez que yo visito a alguien en la cárcel.
Creo que cualquier lector hubiera podido responder por la digna mujer. Pero sin duda habrá de poseer una gran dosis de bondad y conocer a fondo la amistad, para experimentar lo que ella sintió en semejante momento. Por el contrario, les será fácil adivinar lo que pasó por la mente de Blifil. Pero aquellos que lo hagan, reconocerán que era de todo punto imposible para él poner el menor reparo a la visita. La Fortuna, sin embargo, o bien el caballero citado, ayudó a su amigo e impidió que se llevara una impresión demasiado fuerte, puesto que en el preciso instante en que enviaban en busca del coche apareció Partridge, el cual, tras de llamar aparte a Mrs. Miller, le comunicó la funesta nueva recién descubierta, y al conocer las intenciones que abrigaba Mr. Allworthy en aquel momento, le suplicó que buscase alguna excusa para no visitar a Tom, puesto que el asunto, según dijo, debía de mantenerse en secreto, y si ahora iba encontraría a Tom con su madre, que había llegado cuando él le dejó, lamentándose ambos del horrendo delito que por ignorancia de su parentesco habían cometido.
La pobre Mrs. Miller, que casi estuvo a punto de perder el sentido ante aquella espantosa noticia, acertaba menos que nunca a inventar una excusa viable. No obstante, como las mujeres son mucho más expeditas que los hombres, ideó una, y volviendo hacia Mr. Allworthy, dijo:
—Quizá le sorprenda a usted, Mr. Allworthy, que oponga algún reparo a la amable proposición que acaba de hacerme, pero es el caso que temo mucho a sus consecuencias, si la ponemos inmediatamente en práctica. Sin duda se hará usted cargo, señor, de que la serie de calamidades que han sobrevenido en los últimos tiempos a ese joven deben de haber alterado y abatido profundamente su espíritu. Y ahora, si provocáramos en él un violento acceso de alegría, como estoy convencida de que la presencia de usted en la cárcel hará, podríamos ser la causa involuntaria de algún grave quebranto de su salud, si tenemos en cuenta, además, lo que su criado, que se encuentra ahí fuera, acaba de decirme, es decir, que su amo dista mucho de encontrarse bien.
—¿De veras está ahí su criado? —preguntó Mr. Allworthy—. Dígale que haga el favor de entrar. Quiero preguntarle algunas cosas sobre su amo.
Partridge se asustó al pronto cuando Mrs. Miller le dijo que tenía que comparecer ante Mr. Allworthy. Pero al cabo se animó a hacerlo, sobre todo, cuando la buena mujer, que con frecuencia había oído de sus labios su historia completa, le prometió entrar con él y presentarle al caballero.
Allworthy recordó a Partridge en el mismo instante en que éste puso el pie en el umbral de la habitación, aunque llevaba muchos años sin poner la vista en él. Por esta razón, Mrs. Miller podía haberse ahorrado la presentación de Partridge, en la que fue harto prolija, pues creo que el lector ya habrá reparado en que la excelente mujer, entre otras cosas, contaba con una lengua siempre dispuesta al servicio de sus amigos.
—¿Y usted es el criado de Mr. Jones? —preguntó Allworthy a Partridge.
—No puedo decir, señor, que sea criado suyo en el estricto sentido de la palabra —repuso Partridge—. Pero ahora vivo con él. Non sur qualis eram, como usted sabe bien.
Mr. Allworthy hizo una serie de preguntas a Partridge sobre Tom Jones a propósito de su estado de salud y otras cuestiones, a todas las cuales Partridge contestó sin tener en cuenta cómo eran las cosas, sino como deseaba él que aparecieran, pues la adhesión a la verdad no figuraba entre los artículos morales o religiosos de aquel honrado sujeto.
Durante la charla entre Mr. Allworthy y Partridge se despidió Mr. Nightingale, y pocos instantes después también abandonó la estancia Mrs. Miller, cuando Allworthy despidió a Blifil, pues pensó que, solo, Partridge se mostraría más explícito que delante de la gente. En efecto, tan pronto como estuvieron solos, Partridge comenzó a hablar, tal como podrá verse en el capítulo siguiente.