DONDE SE RELATA UN TRÁGICO ACONTECIMIENTO.
Mientras Tom Jones se entregaba a las desagradables meditaciones con las que se atormentaba a sí mismo, Partridge, tambaleándose, penetró en la habitación. Le temblaban las piernas, tenía los cabellos de punta, la mirada extraviada y el rostro más pálido que si fuera de ceniza. En suma, parecía haber visto un espectro o ser él mismo un espectro.
Jones no era propenso a sentir miedo, pero no pudo por menos de sobrecogerse, cambiando a su vez de color mientras preguntaba a Partridge con voz temblorosa lo que sucedía.
—Espero que no se enfadará usted conmigo —repuso Partridge—. No estaba escuchando, pero me vi obligado a permanecer en el cuarto de ahí al lado. ¡Hubiera preferido encontrarme a mil leguas de distancia que no haber oído lo que he oído!
—¿Qué pasa? —inquirió Jones.
—¿Es esa mujer, ¡oh, cielos!, la misma que estuvo con usted en Upton? —preguntó Partridge.
—La misma —contestó Jones.
—¿Y se acostó usted con ella? —siguió preguntando Partridge, que temblaba de pies a cabeza.
—Temo que lo que ocurrió entonces no sea ningún secreto para nadie —dijo Jones.
—Le ruego, señor, que me conteste concretamente —insistió Partridge.
—Ya sabes que la respuesta es afirmativa —repuso Jones.
—Entonces, que Dios tenga piedad de usted —exclamó Partridge—. ¡Se ha acostado usted con su propia madre!
Al oír estas palabras, el rostro de Jones denotó aún más horror que el de Partridge. El joven permaneció mudo de asombro durante bastante rato, con la mirada clavada en la de Partridge. Al fin pudo coordinar sus ideas y murmuró con voz entrecortada:
—¿Qué dices?
—Ahora no puedo contarle cómo me he enterado —contestó Partridge—, pero lo que le he dicho es la pura verdad. La mujer que acaba de salir de aquí es su madre. ¡Si yo la hubiera visto en aquella ocasión habría podido prevenirle a usted! ¡Vaya mala suerte! ¡Sólo el propio diablo podría haber ideado una cosa semejante!
—Claro que es cosa del diablo —exclamó Jones—. Mi hado no me dejará en paz hasta que yo haya perdido la razón. Pero… ¿por qué echo la culpa a mi hado? Yo mismo soy la causa de todas mis desgracias. Lo que me ocurre es siempre consecuencia de mi locura y de mis vicios. Lo que me has dicho me ha dejado casi sin aliento, Partridge. ¿Mrs. Waters…? Pero… ¿a qué preguntarte? Tú tienes motivos para conocerla. Si sientes hacia mí algún afecto, tráeme de nuevo a esa mujer, te lo suplico. ¡Cielos! ¡Incesto… y con una madre! ¡Qué golpe me tenía reservado el destino!
El joven era presa de un violento ataque de desesperación, en el que no quiso abandonarle Partridge. Al cabo, tras de haber dado suelta a un torrente de lágrimas, Tom Jones se rehízo un tanto, y tras de haber comunicado a Partridge que encontraría a aquella desgraciada mujer en la misma casa en que el caballero herido se alojaba, le encargó que fuera a buscarla.
Si el lector posee buena memoria y recuerda lo ocurrido en Upton, relatado en el libro noveno, no podrá por menos de admirarse ante los extraños accidentes que impidieron que Mrs. Waters y Partridge se vieran cuando la dama pasó un día entero en compañía de Jones. En la vida podemos observar con frecuencia ejemplos de esta clase. Conjuntos de pequeñas circunstancias producen a veces hechos importantes.
Tras dos o tres horas de infructuosas pesquisas, Partridge volvió junto a Jones sin haber visto a Mrs. Waters. Tom Jones, desesperado por el retraso, creyó volverse loco. Poco tiempo después recibió la siguiente carta:
Señor:
Después de haberme separado de usted, encontré a un caballero que me ha explicado algo referente a usted que me ha sorprendido e impresionado sobremanera. Pero ahora no tengo tiempo para comunicarle este asunto, que es de suma importancia, así que tendrá usted que esperar hasta nuestra próxima entrevista, que se celebrará en cuanto me sea posible. ¡Oh, Mr. Jones! Poco me imaginaba yo, cuando pasé en Upton aquel día tan feliz, cuyo recuerdo conservaré mientras viva, quién era la persona a quien debía esa felicidad. Siempre su buena y desgraciada amiga,
J. Waters
P. S.— Alégrese, pues Mr. Fitzpatrick está fuera de peligro. Sean cuales fueren los pecados de que tenga usted que arrepentirse, no se encuentra entre ellos la muerte violenta de una persona.
Tras de leer la carta, Jones la dejó caer al suelo ya que había perdido el uso de sus facultades y su mano se negaba a sostenerla. Partridge se apresuró a recogerla y con el consentimiento tácito de su amo, la leyó a su vez, produciéndole el mismo efecto que había producido a Tom Jones. Mi pluma se resiste a describir la consternación que reflejaban ambos rostros. Aún permanecían mudos cuando entró el carcelero y sin reparar, al parecer, en el talante de ambos, comunicó a Tom Jones que un hombre deseaba hablarle. Jones repuso que podía pasar, y el visitante resultó ser George el guardabosque.
George notó en el acto el trastorno que reflejaban los rostros de ambos, trastorno al cual él no estaba tan acostumbrado como el carcelero, y pensó que a Jones debía de haberle sucedido algo muy grave. Como en el seno de la familia Western había sido comentado en su peor aspecto el accidente ocurrido, George pensó que el caballero había muerto y que a Jones, por lo tanto, le esperaba un desastroso final.
Esto le produjo cierta inquietud, pues a pesar de que una tentación le indujo a faltar a la amistad, era compasivo y recordaba los favores recibidos de Mr. Jones.
Por tal motivo, el pobre hombre no pudo contener las lágrimas, diciendo a Jones que sentía de todo corazón sus desgracias y le preguntó si podía serle útil en algo.
—Quizá precise usted un poco de dinero —añadió—. Si es así, pongo a su disposición lo poco que poseo.
Jones le estrechó la mano y le dio las gracias por su ofrecimiento, añadiendo que no le hacía falta dinero. Al oír esto, el otro volvió a ofrecérselo con mayor calor. Y Jones volvió a darle las gracias, afirmando que lo que necesitaba no podía ser concedido por los hombres.
—No tome las cosas tan a pecho, señor —contestó George—. Las cosas se pueden arreglar. Hay muchos caballeros que han matado a un hombre y han escapado con vida.
—No estás al tanto del asunto —intervino Partridge—. El herido no ha muerto ni es probable que muera. Y ahora no molestes a mi amo, que está muy preocupado por un asunto cuya resolución no depende de ti.
—Ignoras lo que yo soy capaz de hacer, Partridge —replicó George—. Si el asunto que le preocupa tiene que ver con mi señorita, tengo noticias que darle.
—¡George! —exclamó Jones—. ¿Es que últimamente le ha ocurrido algo a mi Sophia? ¡Mi buena y dulce Sophia! ¡Parece mentira que con lo desgraciado que soy tenga el atrevimiento de profanar su nombre!
—Me parece que, con ayuda del tiempo, acabarán siendo ustedes felices —contestó George—. Y ahora tengo que decirle algo sobre ella. Mrs. Western ha llevado de nuevo a su padre a miss Sophia, y entre ellos ha habido una gran discusión. No conozco el verdadero motivo de ella, pero mi amo se ha puesto furioso, y también su hermana, a quien he oído decir, cuando salía de casa para subir a la silla de manos, que jamás volvería a pisar el umbral de su casa. No sé qué ha sucedido, pero ahora, cuando yo salí todo estaba tranquilo, y Robin, que es el que sirve la mesa, me ha dicho que el amo estaba de muy buen humor con su hija, a quien ha besado varias veces y a quien ha dicho que sería dueña de sus actos y nunca más sería encerrada. Yo creía que estas noticias iban a agradarle a usted y, a pesar de que era tarde, me escabullí para venir a contárselas.
Mr. Jones aseguró a George que habían sido muy de su agrado, pues aunque él no podría volver a ver jamás a aquella adorable criatura, su infortunio se veía aliviado al saber aquello.
El resto de lo que hablaron no tiene ya importancia, así que el lector nos perdonará que interrumpamos esta conversación, y nos agradecerá, en cambio, que le pongamos en antecedentes sobre la razón que explicaba el cambio de conducta de míster Western en relación con su hija.
En cuanto llegó al alojamiento de su hermano, mistress Western comenzó a ponderar los grandes honores que la familia habría recibido de emparentar con lord Fellamar. Pero éste había sido rechazado de plano por la muchacha. Western se puso inmediatamente de parte de su hija, y esto produjo en la tía un nuevo acceso de cólera, acceso que irritó tanto al caballero que dio al traste con su paciencia. En suma, que entre ambos hermanos se produjo un altercado tan tremendo como el barrio de Billinsgate no había conocido otro igual. Mrs. Western se fue en el momento en que el calor de la disputa llegaba a su cénit, olvidándose de poner en conocimiento de su hermano lo de la carta recibida por Sophia.
Cuando su tía estuvo fuera, Sophia, silenciosa hasta entonces, correspondió a la defensa que su padre le había prestado arremetiendo a su vez contra su tía. Era la primera vez que hacía tal cosa y a su padre le complació aquella actitud. Recordó que Mr. Allworthy le había dicho que era conveniente no usar procedimientos violentos, y como, por otra parte estaba convencido de que Jones sería ahorcado, pensó que lo mejor era mostrarse amable con su hija. Por lo tanto, dio rienda suelta a su natural cariño hacia ella, y esto produjo tal efecto en la agradecida Sophia, que la joven pensó que no tendría inconveniente en sacrificarse, por dar gusto a su padre, casándose con un hombre a quien no quisiera. En suma, prometió a su padre que jamás se casaría sin su consentimiento y que siempre procuraría complacerle, lo que produjo en el padre tal alegría que decidió celebrarlo, por lo que más tarde se fue a la cama completamente borracho.