DONDE SE TRATA DE LO QUE LE SUCEDIÓ A TOM JONES EN LA CÁRCEL.
Mr. Jones pasó veinticuatro horas dominado por la mayor tristeza, a solas consigo mismo, excepto en los momentos en que le acompañaba Partridge, hasta que regresó Mr. Nightingale. Y no es que este último hubiera olvidado a su amigo, pues pasó la mayoría de este tiempo ocupándose de sus asuntos.
Mr. Nightingale pudo averiguar que las únicas personas que presenciaron el comienzo del desgraciado encuentro eran los marineros de cierto barco de guerra anclado en Depford y, ni corto ni perezoso, se fue a Depford en busca de estos marineros, enterándose allí de que todos se hallaban en tierra. Fue siguiendo la pista de todos de lugar en lugar, hasta que por fin dio con dos de ellos que estaban bebiendo en compañía de una tercera persona en una taberna situada cerca de Aldersgate.
Nightingale deseaba hablar a solas con su amigo, así que Partridge, que se encontraba en aquel momento con Tom Jones, tuvo que salir. En cuanto estuvieron solos, Mr. Nightingale cogió de la mano a Jones y dijo:
—No se desanime, mi querido amigo. Siento ser portador de malas noticias. Pero me parece que mi deber es decírselas.
—Adivino cuáles son esas malas noticias —repuso Jones—. El pobre caballero ha muerto.
—No, no —contestó Nightingale—. Esta mañana estaba vivo aún, aunque no quisiera darle demasiadas esperanzas. Temo que su herida sea mortal. Pero si el lance ocurrió como usted ha contado, lo único que tiene que temer, suceda lo que suceda, es su propio remordimiento. Y ahora perdóneme, querido Tom, si le ruego que me cuente con todo detalle lo que ocurrió. Si altera algo, la cosa redundará en perjuicio de usted.
—¿Le he dado motivos alguna vez, querido Johnny, para mortificarme con esa sospecha? —demandó Jones.
—Si tiene paciencia, se lo contaré todo —contestó Nightingale—. Después de una serie de pesquisas encontré a dos marineros que según parece presenciaron el desgraciado suceso. Pero no han relatado el hecho tan en favor de usted como usted lo hizo.
—¿Y qué es lo que dijeron? —preguntó Jones.
—Voy a repetírselo, aunque siento hacerlo. Dijeron que se encontraban a bastante distancia y que no oyeron ninguna de las palabras que mediaron entre ustedes. Pero ambos están de acuerdo en que el primer golpe lo dio usted.
—Eso no es cierto —contestó Jones—. Él me pegó primero, haciéndolo sin que hubiera mediado la menor provocación por mi parte. ¿Por qué esos villanos me acusan falsamente?
—No es posible adivinarlo —manifestó Nightingale—. Y si nosotros no podemos concebir una razón de por qué le acusan a usted, ¿cómo encontrará esa razón un tribunal de justicia? Les hice varias veces la misma pregunta, y lo mismo hizo un caballero presente que me parece que es hombre de mar y que se puso de parte de usted, insistiendo en preguntarles si estaban seguros, y ellos contestaron que sí lo estaban y que no tenían inconveniente en prestar juramento. Haga un esfuerzo, amigo mío, y recuerde bien lo que sucedió, ya que si se comprobara lo que ellos dicen, tendría usted perdido el pleito. No quiero asustarle, pero usted conoce ya la severidad de la ley, aunque recibiera provocaciones verbales.
—¡Querido amigo! —exclamó Jones—. ¿Por qué iba a ocultar la verdad un infeliz como yo? ¿Es que cree usted que me gustaría vivir con fama de asesino? Aunque tuviera amigos, que no los tengo, ¿podría pedirles que hablaran en favor de un hombre condenado por un crimen tan horrendo? Pero yo tengo confianza en un tribunal más alto que el que me juzgue aquí y ese tribunal me proporcionará su protección.
Y el joven repitió una vez más, haciendo solemnes protestas, que había dicho la verdad desde el principio.
La fe de Nightingale se robusteció una vez más, comenzando de nuevo a dar crédito a su amigo. En estas apareció Mrs. Miller, que dio parte del poco éxito de su misión. Entonces Tom Jones, con expresión heroica, exclamó:
—Bien, amiga mía. Me es igual ya lo que ocurra, por lo menos en lo que respecta a mi vida. Y si la voluntad de Dios es que expíe la sangre que he derramado, espero en que la divina bondad accederá a que mi honor quede a salvo. Creo que las palabras de un hombre condenado a muerte serán creídas.
Luego tuvo lugar una triste escena entre el preso y sus amigos, escena que a los lectores no les hubiera gustado haber presenciado y que, por lo tanto, nosotros desistimos de describir. Pasaremos, pues, a la siguiente escena, que inició el carcelero penetrando en el calabozo. El recién llegado comunicó a Jones que fuera había una señora que deseaba hablarle a solas.
Sorprendido, Jones replicó:
—No conozco a ninguna señora que pueda venir a verme.
Sin embargo, como no tenía motivos para negarse a ver a nadie, cuando Mrs. Miller y Mr. Nightingale se despidieron, el joven pidió que entrase la dama.
Jones se sintió sorprendido cuando le anunciaron la visita de una dama, pero su sorpresa no tuvo límites cuando vio que se trataba de Mrs. Waters. Y en este asombro le dejaremos por un rato para poder satisfacer la curiosidad del lector, que también se habrá sorprendido lo suyo.
El lector sabe muy bien quién es Mrs. Waters, y ahora tenemos que aclararle lo que buscaba. Hemos de recordarle que esta señora partió de Upton en el mismo coche que Mr. Fitzpatrick y el otro caballero irlandés, y que en compañía de ambos viajó hasta Bath.
Ahora bien, como Mr. Fitzpatrick se encontraba sin esposa, ya que la dama que últimamente llenaba este cometido había dimitido o desertado, reparó durante el camino en Mrs. Waters, encontrándola muy adecuada para ocupar tal puesto, cosa que le propuso cuando llegaron a Bath. Y ella aceptó sin escrúpulos de ninguna clase. Todo el tiempo que permanecieron en Bath se comportaron como marido y mujer, y como marido y mujer llegaron a Londres.
No me es posible decir si Mr. Fitzpatrick era tan prudente como para no desprenderse de una cosa buena hasta no tener asegurada otra igualmente buena, que ahora sólo veía en perspectiva, o bien si Mrs. Waters había desempeñado tan bien su oficio como para que el hombre intentase conservarla como distracción, transformando a su mujer en plato de segunda mesa. Lo cierto es que nunca le habló de su esposa, de la carta que le entregó Mrs. Western, ni de su intención de aproximarse de nuevo a aquélla. Y mucho menos le nombró para nada a Tom Jones, pues aunque su intención era luchar contra él en donde le encontrase, él no era de esos que piensan que una madre, una hermana, una esposa, toda la familia, en suma, tienen que estar en el secreto de todo. Por consiguiente, la primera noticia que tuvo de todo esto Mrs. Waters la oyó de labios de Mr. Fitzpatrick, después de que éste fue conducido a su casa desde la taberna donde le curaron su herida.
Pero como resultaba que Mr. Fitzpatrick careció siempre de facilidad de palabra para contar las cosas, y ahora hablaba aún más embrolladamente que de ordinario, Mrs. Waters tardó algún tiempo en enterarse de que el caballero que le hirió era en realidad la misma persona que había herido amorosamente su corazón, y aunque en este último caso la herida no resultó mortal, dejó una profunda cicatriz en ella. Así que en cuanto supo que Jones era el hombre encarcelado en Gatehouse por el supuesto asesinato, en la primera oportunidad que tuvo dejó a Fitzpatrick.
La dama penetró en la estancia con aire en extremo alegre, que contrastaba con el aspecto melancólico del pobre Tom Jones. El joven, sin embargo, se alegró de verla.
—No me extraña su sorpresa —dijo la dama—. Me parece que no esperaba usted verme, ya que pocos caballeros reciben aquí visitas de damas, no siendo las de sus esposas. Ya ve usted, Mr. Jones, cuánto poder ejerce usted sobre mí. Jamás pensé, cuando nos separamos en Upton, que nuestro próximo encuentro tendría que ser en este lugar.
—Le agradezco mucho su visita, señora —contestó Jones—. Pocos siguen a los desgraciados, especialmente a sitios como éste.
—No me parece usted la persona que vi en Upton —dijo la dama—. Parece usted muy triste. ¿Qué le sucede?
—Creía, señora, que si usted sabía que yo estaba aquí, conocería también el motivo por lo que estaba —contestó Jones.
—¡Bah! —exclamó ella—. Ha herido usted a un hombre en duelo. No ha sucedido nada más.
Jones denotó cierta indignación ante la ligereza del tono de la dama, mostrándose muy condolido por lo que había sucedido. Ella contestó:
—Muy bien, señor. Ya que lo toma usted tan a pecho, voy a consolarle. El caballero no ha muerto y creo que no se halla en peligro de muerte. El cirujano que le asistió al principio es muy joven y parecía querer presentar el caso lo peor que pudiera al objeto de que resaltase mejor su habilidad al curarle. Pero el cirujano del rey le ha visto también y es de opinión de que si no sube la fiebre, de la cual no hay hasta ahora el menor rastro, no existe peligro de muerte.
Al oír estas noticias, Jones se alegró sobremanera. Mrs. Waters confirmó sus palabras y añadió:
—Da la casualidad de que me alojo en la misma casa que el caballero herido, con quien he hablado, y puedo asegurarle a usted que desea hacerle estricta justicia. Dice que él dirá siempre que él fue el agresor y que no existe el menor motivo para atacar la honorabilidad de usted.
Tom Jones se llenó de satisfacción al oír los informes aportados por Mrs. Waters. A continuación, él informó a la dama de muchas cosas conocidas ya por ella, como, por ejemplo, quién era Mr. Fitzpatrick, el motivo de su resentimiento, etc. El joven contó también otras cosas que ella ignoraba, tales como la aventura del manguito y otros detalles, ocultando, empero, el nombre de Sophia. El joven se lamentó de las locuras que había cometido, cada una de las cuales tuvo tan fatales consecuencias que no tenía perdón si no escarmentaba. Pero él pensaba abandonar aquellas costumbres en el porvenir. Al fin manifestó su firme resolución de no volver a pecar por miedo a que le ocurriese algo mucho peor aún.
Mrs. Waters contestó a todo esto con cierta ironía, diciendo que aquellas frases eran consecuencia del encierro y de tener el espíritu abatido, y añadió:
—No dudo en que muy pronto le veré en libertad. Entonces se mostrará usted tan animado como siempre y con la conciencia libre de todos esos escrúpulos que ahora le atosigan.
La dama siguió hablando de esta suerte, y no le haríamos un gran honor repitiendo algunas de las cosas que dijo, y también estamos seguros de que las contestaciones de Tom Jones serían ridiculizadas por algunos lectores. Así que vamos a suprimir el resto de la conversación y sólo diremos que ésta concluyó de un modo totalmente inocente y mucho más a gusto de Jones que de la dama, ya que el primero se sentía en extremo contento con las noticias llevadas por ella. Mas Mrs. Waters no se mostró del todo conforme con el arrepentimiento de un hombre de quien había concebido una muy distinta opinión la primera vez que le vio.
De este modo, el joven se vio libre de la melancolía producida por el informe de Mr. Nightingale. Pero, ¡ay!, el abatimiento producido por las noticias de Mrs. Miller continuaba aún. El informe de ésta concordaba perfectamente con las palabras de la carta de Sophia, así que el joven no dudó ni un momento de que la muchacha había enseñado su carta a su tía tras de tomar la firme resolución de abandonarle para siempre. Los tormentos que esta idea le producía sólo podían ser comparados con una noticia que el destino le tenía aún reservada y que haremos saber en el segundo capítulo del siguiente libro.