CAPÍTULO VIII

TRATA DE VARIOS ASUNTOS, COMO PODRÁ VERSE.

Antes de volver a reunimos con Tom Jones, nos ocuparemos un poco de Sophia.

Aunque la joven había conseguido poner a su tía de buen humor a fuerza de halagos, como ya dijimos, no por esto dejaba la segunda de imaginar todo lo imaginable con objeto de conseguir su propósito, es decir, casar a su sobrina con lord Fellamar. Este deseo era ahora compartido por lady Bellaston, que la noche anterior había dicho que se sentía muy complacida por la conducta de Sophia, y su manera de comportarse con el lord, por lo que consideraba peligrosas las dilaciones. En suma, ambas damas estuvieron de acuerdo en que lo mejor, para triunfar, era precipitar tanto la boda que la joven no tuviera tiempo de reflexionar, viéndose obligada a dar su consentimiento casi sin saber lo que hacía. Éste es un procedimiento muy frecuente entre la gente encumbrada. Supongo que a esto es debido el mutuo cariño que luego se da entre tantas parejas felices.

Lady Bellaston insinuó lo de la prisa a lord Fellamar, y ambos tomaron el asunto tan a lo vivo que, a ruegos del lord, Mrs. Western señaló para el día siguiente una entrevista privada entre los jóvenes. Se le comunicó a Sophia lo de la entrevista, y la joven, tras de oponer, sin lograr su objeto, todos los argumentos en contra que pudo inventar, accedió al fin, consintiendo en ver al lord.

Las conversaciones de esta índole no resultan muy entretenidas, así que estamos excusados de repetir todo lo que sucedió durante aquella entrevista. Diremos tan sólo que después que el lord hubo expresado repetidamente su ardiente y pura pasión, la ruborosa Sophia, hasta entonces silenciosa, hizo acopio de valor y, con voz temblorosa, replicó:

—Milord, debe usted juzgar si su conducta anterior se halla en consonancia con las declaraciones que hace ahora.

—¿Y no hay medio de reparar mi locura? —contestó el lord—. En aquella ocasión, la violencia de mi amor me privó de todo discernimiento.

—En ese caso, me podrá usted ofrecer una prueba de afecto —dijo Sophia.

—Dígame qué prueba es ésa —pidió el lord con presteza.

—Milord —continuó Sophia, con la vista fija en su abanico—, supongo que se habrá dado cuenta de que esa pretendida pasión de usted me produce mucho desasosiego y nerviosismo.

—¿Por qué es usted tan cruel que la llama pretendida? —preguntó lord Fellamar.

—Las declaraciones de amor hechas a quienes se persigue, poseen marcado carácter de ofensa —continuó Sophia—. El acoso de usted resulta para mí la más cruel de las persecuciones, realizada aprovechándose de mi desgraciada situación.

—Que no me acuse la más bella y adorada de las jóvenes —exclamó el joven—. No me aprovecho de nada. Tan sólo deseo honrarla, y toda mi ambición se reduce a poner a sus pies mi título y mi fortuna.

—Milord —respondió la joven—, precisamente ese título y esa fortuna le dan la ventaja de que me quejo. Son encantos que han seducido a mis parientes, pero que a mí me son indiferentes. Si desea merecer mi gratitud, no le queda más que un camino.

—Perdóneme, criatura divina —exclamó el lord—, pero si puedo hacer algo por usted, la cosa me proporcionará tanto placer que no me quedará espacio para recibir su gratitud.

—Pues tendrá usted mi gratitud y mi afecto, y lo puede alcanzar con facilidad. No es difícil acceder a mi ruego. En fin, deseo suplicarle que cese en una persecución en la que jamás obtendrá el menor éxito. Le pido este favor, ya que es usted demasiado noble para atormentar a una criatura desgraciada. Si persevera, sólo conseguirá disgustos, pues le doy mi palabra de que jamás variaré de manera de pensar.

Tras de lanzar un profundo suspiro, el lord respondió:

—¿De modo que soy tan desgraciado que sólo merezco su desprecio y su desdén? Aunque creo que me perdonará usted si sospecho que posee alguna buena razón para obrar de esa forma.

—Milord —contestó Sophia con viveza, tras de un instante de duda—, no tengo por qué darle cuenta de las razones que me impulsan. Le estoy muy agradecida por su generoso ofrecimiento. Confieso que es más de lo que esperaba. Pero, sin embargo, abrigo la esperanza que no insistirá en pedirme cuentas, cuando le confieso abiertamente que me es imposible aceptarle.

A esto respondió lord Fellamar con un largo discurso que no entendimos del todo y que quizá no se halle en consonancia con el buen sentido. El discurso concluyó con las siguientes palabras:

—Si se ha comprometido usted anteriormente con otro caballero, me veré obligado, por muy desgraciado que me sienta, a cesar en mis pretensiones.

Es posible que el lord pronunciase con demasiado énfasis la palabra «caballero», pues, de no ser así, no encontramos explicación para la indignación de Sophia, que contestó muy enfadada, cual si le hubieran infligido alguna afrenta.

Mientras la joven hablaba, cosa que hizo en un tono más subido que el normal, penetró en la habitación Mrs. Western. La recién llegada echaba chispas por los ojos y fuego por sus mejillas.

—Me avergüenzo, milord, de la acogida que se le ha hecho —exclamó—. Toda la familia comprende el honor que se nos hace. Pero tú, Sophia, te comportas como no esperaba tu familia que te comportases.

Lord Fellamar, sin embargo, intervino en favor de Sophia, aunque sin el menor éxito. Y la tía siguió hablando hasta que la joven sacó un pañuelo y, arrojándose en una butaca, rompió en amargo llanto.

Mrs. Western y el lord continuaron conversando hasta que el segundo se marchó. La conversación, por parte de él, se compuso de amargas lamentaciones y, por parte de ella, de las más firmes seguridades de que su sobrina acabaría accediendo a todo lo que él deseaba.

—Milord —dijo la dama—, la muchacha está mal educada y no se adapta ni a su fortuna ni a su familia. Su padre, siento tener que decirlo, es quien tiene la culpa de ello. Se trata de una muchacha corta de genio, pues ha vivido siempre en el campo. No es más que eso. Pero yo estoy convencida de que posee una inteligencia despierta y que pronto entrará en razón.

Esta última frase fue dicha en ausencia de Sophia, que había abandonado la habitación presa del mayor desconsuelo. A poco se despidió el lord no sin hacer a Mrs. Western grandes demostraciones de agradecimiento y de declarar ardientemente que su pasión era inquebrantable.

Y ahora, antes de referir lo que sucedió a continuación entre Mrs. Western y Sophia, será mejor hablar de un desgraciado accidente que fue causa del trastorno que se reflejaba en el rostro de Mrs. Western cuando ésta apareció en la habitación.

El lector recordará que la doncella que ahora estaba al servicio de Sophia había sido recomendada por lady Bellaston, en cuya casa había vivido algún tiempo en concepto de peinadora. Se trataba de una muchacha en extremo despierta que tenía el encargo de vigilar concretamente a la joven. Estas instrucciones, sentimos mucho tener que decirlo, le habían sido dadas por Mrs. Honour, tan devota ahora de su nueva ama, lady Bellaston, que el intenso afecto que un día sintió por Sophia había desaparecido por completo.

Después de la visita de Mrs. Miller, y una vez desaparecida ésta, Elizabeth, que así se llamaba la doncella, entró en la habitación donde se encontraba su ama, a la que encontró muy entretenida leyendo una carta. La emoción que denotaban las facciones de la lectora concluyeron de alentar las sospechas de la doncella, que había escuchado tras de la puerta toda la conversación sostenida entre Sophia y Mrs. Miller.

Elizabeth dio cuenta de todo esto a Mrs. Western, y ésta la elogió y le entregó una recompensa por su fidelidad. A continuación dijo a la doncella que si la mujer que trajo la carta volvía, la pasara a presencia de ella, es decir, de Mrs. Western.

Quiso la mala suerte que Mrs. Miller volviera cuando Sophia se hallaba en conferencia con el lord. Elizabeth, de acuerdo con la orden recibida, la envió a la tía, la cual se apresuró a decir a Mrs. Miller que Sophia le había contado todo lo sucedido entre ambas. Ella lo sabía, naturalmente, por Elizabeth, pero Mrs. Miller creyó la mentira y la pobre mujer contó con toda naturalidad lo que sabía sobre la carta y Tom Jones.

Esta crédula señora era la imagen de la candidez. Pertenecía al orden de mortales que se creen todo lo que se les dice y a quienes la naturaleza no ha concedido las armas del disimulo para sacar el mejor partido en determinados momentos de la vida. Después de sonsacar a Mrs. Miller todo lo que sabía, Mrs. Western despidió a la visitante asegurándole que no volvería a ver a Sophia, que tampoco enviaría ninguna respuesta a la carta. Luego, y antes de que la otra se marchara, elogió irónicamente un oficio al que no se podía dar otro nombre que el de alcahuetería. Lo que acababa de descubrir trastornó mucho a Mrs. Western, aún se alteró más cuando al aproximarse a la puerta de la habitación en que se encontraban el lord y su sobrina, oyó las protestas de ésta y los galanteos de aquél. Esto hizo subir de punto su cólera, como ya hemos visto.

En cuanto el lord se hubo marchado, Mrs. Western volvió junto a Sophia, a quien reprendió sin la menor piedad por el mal uso que había hecho de la confianza depositada en ella y por su hipocresía al comunicarse con un hombre con quien no debía tener el menor trato, según había jurado solemnemente. Pero Sophia replicó que no se había comunicado con él.

—¡Cómo! —exclamó la tía—. ¿Te atreves a negar que has recibido una carta de él?

—¡Una carta! —exclamó sorprendida Sophia.

—No es de buena educación repetir mis palabras —contestó la tía—. Y ahora quiero que me enseñes esa carta.

—No me gusta mentir —dijo Sophia—. En efecto, recibí una carta. Pero sin mi consentimiento.

—Deberías avergonzarte —afirmó la tía—. Bien, ¿dónde está esa carta? Quiero verla.

Sophia permaneció unos minutos callada antes de contestar. Luego se excusó declarando que no tenía la carta en el bolsillo, lo que era cierto. Su tía, perdiendo súbitamente la paciencia, le dirigió una pregunta directa.

—¿Estás dispuesta o no a casarte con lord Fellamar?

La joven respondió con la más rotunda negativa. Mrs. Western replicó entonces con un juramento y luego dijo que a la mañana siguiente, a primera hora, la entregaría de nuevo a su padre.

Sophia, dispuesta a razonar serenamente, contestó:

—Tía, ¿por qué se me fuerza a casarme? Piense en lo cruel que le hubiese parecido este proceder en el caso de usted. Sus padres fueron muy amables dejándole en libertad de hacer su gusto. ¿Por qué a mí no se me concede esa libertad? Jamás me casaré contra el gusto de mi padre ni sin pedirle a él y a usted su consentimiento. Y si algún día pido indebidamente este consentimiento, entonces habrá llegado el momento de obligarme a hacer otro casamiento.

—¿Cómo puedo oír con calma las frases de una muchacha que guarda la carta de un asesino? —exclamó la tía.

—No guardo esa carta, se lo aseguro —contestó Sophia—. Y si, en efecto, se trata de un asesino, pronto se encontrará en una situación en que no la molestará a usted más.

—¡Cómo! —exclamó la tía—. ¿Tienes el atrevimiento de hablar de él confesando en mi misma cara que le tienes afecto?

—Usted interpreta mal mis palabras —dijo la joven.

—No puedo sufrirte, Sophia —exclamó la dama—. Has aprendido de tu padre a tratarme de ese modo. Él te ha enseñado a engañarme. Y con ese sistema de educación te ha hecho desgraciada, pero él mismo va a tocar las consecuencias, pues mañana por la mañana volverás a su lado. Retiro todas mis fuerzas del campo de batalla y, de ahora en adelante, permaneceré en perfecta neutralidad, como el sabio rey de Prusia. Los dos sois demasiado soberbios para ser regidos por mis disposiciones, así que mañana por la mañana saldrás de esta casa.

Sophia protestó, pero su tía se hizo la sorda. Así que la dejaremos con esta resolución, ya que no hay esperanzas de que la modifique.