CAPÍTULO III

APARICIÓN DE MR. WESTERN, CON ALGUNAS CUESTIONES REFERENTES A LA AUTORIDAD PATERNA.

Apenas había abandonado Mrs. Miller la habitación cuando penetró en ella Mr. Western, no sin que antes se produjera un pequeño altercado entre él y los conductores de la silla de mano en que había venido, pues estos individuos, que habían tomado su carga en Las Columnas de Hércules, suponían que no contarían con él como parroquiano futuro, de lo que les convenció, además, su generosidad, pues el caballero les dio por su propia voluntad medio chelín más sobre el precio convenido. Por esta razón osaron con el mayor desparpajo pedir a Mr. Western otro chelín más, lo que irritó tanto al caballero, que no sólo lanzó contra ellos una sarta de maldiciones desde la puerta de la casa, sino que siguió encolerizado ya dentro de la habitación donde se hallaba Mr. Allworthy, jurando que todos los londinenses eran como la corte y sólo pensaban en explotar a los que vivían en el campo.

—¡Maldita sea! —exclamó—. Prefiero andar de aquí en adelante a pie, aunque esté lloviendo a cántaros, antes que volver a coger una silla de mano. En el espacio de una milla me han traqueteado mucho más que si hubiera participado en una larga cacería de zorros.

Cuando al cabo se aplacó su cólera, inició otro tema en el mismo tono apasionado.

—Ahora —empezó— se nos ha presentado un bonito asunto. Los sabuesos han levantado la caza, y cuando todos creíamos que se trataba de un zorro, al final nos ha resultado un tejón.

—Mi buen amigo —pidió Mr. Allworthy—, deje de una vez sus metáforas y hable con más claridad.

—Muy bien —repuso Western—. Entonces, hablando con claridad, le diré que durante todo este tiempo, mientras nosotros temíamos al hijo de una cualquiera, un bastardo de cualquiera, de no sé quién, resulta que al que tenemos que temer es al hijo de la concubina de un lord que para el caso es como si fuera un bastardo, pues jamás obtendrá con mi consentimiento a una hija mía. Ellos han empobrecido a la nación, pero no me empobrecerán a mí, se lo aseguro.

—¡Me sorprende usted enormemente, mi querido amigo! —exclamó Mr. Allworthy.

—¡Cuernos! —replicó Mr. Western—. No puede usted sentirse más sorprendido que yo. Ayer noche fui a ver a mi hermana, según lo convenido, y fui introducido en una estancia atestada de mujeres. Allí se encontraban presentes mi prima lady Bellaston, Mrs. Elizabeth, Mrs. Caroline y Mrs. no sé quién. ¡Cualquier día me vuelven a pillar entre una jauría de miriñaques semejante! Preferiría ser perseguido por mis propios perros, como le sucedió a un tal Acton, que según la historia fue transformado en liebre y sus mismos perros le mataron y se lo comieron. Ningún mortal se sintió jamás tan corrido que yo anoche. Si echaba por un camino, me atrapaba una; si trataba de dar la vuelta, entonces me tropezaba con otra. «¡Oh, seguramente se trataría de uno de los mejores casamientos de Inglaterra!», dijo una prima. —Y aquí intentó imitarla—. «Una oferta muy ventajosa», añadió otra de mis primas, pues debe usted saber que todas aquellas mujeres son primas mías, aunque no conocía ni la mitad de ellas. «Con seguridad, primo —dijo la gorda de lady Bellaston—, debe sentirse encantado, y no creo que piense en rechazar la oferta».

—Ahora comienzo a comprender —repuso Allworthy—. Alguien ha hecho una oferta de matrimonio a miss Western, oferta que según parece cuenta con la aprobación de las damas de la familia, pero que no es del gusto de usted.

—¿De mi gusto? —exclamó Mr. Western—. ¿Cómo quiere usted que lo sea? Le repito que se trata de un lord, y ésta es una gente con la que tengo decidido, como usted sabe muy bien, no tener en mi vida el menor trato. ¿No rehusé en una ocasión alquilar por cuarenta años un pedazo de tierra que querían transformar en un parque, simplemente porque no deseaba tener tratos con lores, y ahora cree usted que voy a dar en matrimonio a uno de estos tipos una hija mía? Además, ¿no tengo compromiso con usted? ¿Y he faltado yo jamás a ninguno de mis compromisos?

—Pues sobre este particular, vecino —repuso Allworthy—, yo le relevo a usted por completo de su compromiso conmigo. Ningún contrato entre partes puede obligar cuando éstas no disponen de plenos poderes para llevarlo a efecto en un momento dado.

—Pues yo le digo que poseo poderes y lo cumpliré —contestó Western—. Acuda conmigo a los tribunales y ya verá cómo obtengo una licencia, buscaré a mi hermana y le quitaré por la fuerza a mi hija, y ésta se casará con quien yo quiera, o bien la encerraré y la tendré a pan y agua mientras viva.

—Mr. Western, me permito rogarle que escuche mi leal opinión sobre este asunto.

—No tengo inconveniente —repuso Western.

—Entonces le diré a usted con toda sinceridad, mi querido amigo —empezó Mr. Allworthy—, sin que con ello pretenda halagar a usted ni a la muchacha, que cuando se me propuso este matrimonio lo acogí con alegría por consideración a ambos. La alianza entre dos familias vecinas entre las que siempre ha existido una relación constante y una gran armonía, me pareció un acontecimiento feliz.

»En cuanto a la muchacha, no sólo la opinión de todos los que la conocían, sino mi observación personal, me dijeron que sería un tesoro inestimable para un buen marido. No diré nada de sus cualidades personales, que son, desde luego, admirables. Su bondad, sus sentimientos caritativos, su modestia, son de sobra conocidos para que necesiten de mí panegírico alguno. Sin embargo, cuenta con una cualidad que poseyó en alto grado la mejor de las mujeres, que ahora está entre los ángeles, y la cual, como no brilla, suele escapársele a la observación vulgar de la gente. Es tan poco notada, que carezco de las palabras necesarias para expresarla. Así que en la presente ocasión tendré que emplear la forma negativa. Jamás escuché de sus labios una expresión descarada ni una respuesta intencionada. No presume de talento, y mucho menos de esa sabiduría que es sólo el resultado de largas horas de estudio y de mucha experiencia y cuya simulación en una mujer joven es de lo más absurdo que se conoce. Carece de sentimientos imperiosos y dictatoriales, ni tampoco es dada a criticar agriamente las acciones de los demás. Siempre que la he visto entre hombres, ha sido toda atención, mostrando la sencillez y modestia del que anhela aprender, no la audacia de un maestro. Una vez, simplemente para probarla, quise conocer su opinión sobre un punto discutido entre Mr. Thwackum y Mr. Square. Y ella me respondió con gran dulzura: “Creo que me perdonará usted, Mr. Allworthy. Pero estoy segura de que no piensa usted en serio que yo sea capaz de resolver una cuestión en la que esos caballeros disienten”. Thwackum y Square, que creían tener ambos razón, me secundaron en mi deseo. Pero la muchacha respondió con idéntico buen humor: “Deben ustedes perdonarme, pero nunca ofenderé a nadie dando la razón a su contrario”. Siempre ha demostrado sentir la máxima deferencia y admiración por la inteligencia de los hombres, cualidad que considero esencial para llegar a ser una buena esposa. Tan sólo añadiré que, como Sophia carece de toda afectación, esta deferencia debe de ser sin duda verdadera.

Al oír esto Blifil lanzó un profundo suspiro, y mister Western, cuyos ojos se habían inundado de lágrimas ante tantas alabanzas dirigidas a su hija, exclamó:

—No seas gallina. Será tuya aunque fuera veinte veces mejor.

—Por favor, Mr. Western —dijo Mr. Allworthy—. Prometió usted no interrumpirme.

—No volveré a pronunciar una palabra más —prometió Western.

—Pues bien, mi buen amigo —prosiguió Allworthy—. He insistido tanto en los méritos de esa joven, en primer lugar, porque me entusiasma su manera de ser, y, en segundo, porque nadie piense que el dinero, puesto que la boda es ventajosa para mi sobrino desde este punto de vista, es la razón principal que me movió a dar mi consentimiento más entusiasta a la idea del matrimonio. No hay duda de que deseo con todo mi corazón que joya tan valiosa ingrese en mi familia. Pero aunque deseo muchas excelentes cosas, no por eso es mi intención robarlas ni hacerme culpable de ninguna violencia ni injusticia para conseguirlas. Forzar a una mujer para que contraiga matrimonio contra su voluntad es un acto de injusticia tal y tan opresivo, que me gustaría que las leyes de nuestro país lo prohibiesen. Pero una buena conciencia no está desamparada en el país más necesitado de éstas, y proporcionará por sí misma aquellas leyes que la negligencia de los legisladores olvidó promulgar. Éste es un caso de ésos, pues ¿no resulta cruel e incluso impío obligar a una mujer a que contraiga matrimonio contra su voluntad? Crea, Mr. Western, que no es tarea fácil cumplir los deberes del matrimonio de la forma debida, y si esto es así, ¿arrojaremos esa carga sobre una mujer a la vez que la privamos de toda la ayuda que necesitará para poder cumplirlos? ¿Desgarraremos su corazón al mismo tiempo que le prescribiremos deberes para el cumplimiento de los cuales apenas bastaría el corazón entero? Ahora debo hablar con toda claridad. Pienso que los padres que proceden de ese modo se hacen responsables de las faltas posteriores de sus hijos, y deberían ser condenados por un juez justo. Pero incluso aunque les fuera posible eludir esto, ¿es que existe un ser humano que pueda soportar la idea de haber contribuido a la desgracia de su hijo? Por todas estas razones, mi querido vecino, y como me doy perfecta cuenta de que las inclinaciones de su hija hacia mi sobrino no existen por desgracia, declino el honor que pensaba usted concederle. Aunque, eso sí, le aseguro que siempre le estaré reconocido.

—Muy bien, Mr. Allworthy —exclamó el caballero Western, mientras empezaba a brotarle la espuma por la comisura de los labios—. No podrá usted decir que no le he escuchado con atención. Pero ahora deberá usted escucharme a mí. Primero deseo que me responda usted a una pregunta: ¿No la engendré yo? ¿No la engendré yo? Respóndame a esto. Se afirma que es un buen padre quien conoce a su hijo. Pero aún me parece tener más derecho a ella, pues yo la he criado. Supongo que no dudará usted de que soy su padre, y si es así, ¿por qué no puedo gobernar a mi propia hija? Y si la puedo gobernar en otros asuntos, sin duda podré gobernarla en éste, que es el que más le importa. ¿Y qué es lo que deseo con todo esto? ¿Deseo que ella haga algo por mí? ¿Que me dé nada? Todo lo contrario, mi deseo es que se lleve ahora la mitad de mi caudal y la otra mitad a mi muerte. ¿Y con qué fin hago todo esto? ¿No es para hacerla feliz? Se vuelve uno loco con lo que dice la gente. Si yo pensara en casarme, entonces ella tendría derecho a chillar y protestar. Pero, por el contrario, ¿no tengo comprometidas mis tierras de modo que no puedo casarme, aunque quisiera y encontrase una mujer que me gustara? ¿Qué más puedo hacer? ¡Que estoy contribuyendo a su desgracia! Me dejaría arrastrar por los suelos antes de perjudicarla en la más mínima cosa. Debe usted disculparme, Mr. Allworthy, pero me sorprende oírle hablar de ese modo, y tengo que decirle ahora, lo tome usted como lo tome, que creía que poseía usted un poco más de sentido común.

Mr. Allworthy se limitó a responder a esta reflexión con una simple sonrisa, pero no puso en ella, aunque lo hubiera intentado, el menor asomo de malicia o de desprecio. Sus sonrisas ante los locos eran de la misma índole que las que podemos imaginarnos que los ángeles conceden a los disparates del género humano.

Blifil suplicó que le permitieran decir unas palabras.

—Jamás permitiré que se emplee el menor género de violencia con Sophia. Mi conciencia no me permite emplear la violencia con nadie, y mucho menos con una joven que, por cruel que haya sido conmigo, siento el afecto más puro y sincero. Pero he leído que las mujeres no suelen resistir a la perseverancia. ¿Por qué no he de confiar, pues, que con mi constancia conquiste, al fin, el corazón de Sophia? En cuanto al lord, Mr. Western es tan amable que me prefiere a él, y no me negará usted, tío, que un padre no debe dejar de intervenir en tales asuntos. Además, a la misma miss Western le he oído decir más de una vez que juzgaba imperdonable la conducta de los hijos que contraían matrimonio en contra de la voluntad de sus padres. Por otro lado, si bien las damas de la familia parecen ser partidarias del lord, no me parece que la joven esté de acuerdo con ellas. Más bien creo todo lo contrario y que el lugar preferente de su corazón lo ocupa el más cruel y perverso de los hombres.

—Así es —afirmó Mr. Western.

—Pero sin duda ahora, cuando se entere del asesinato que ese hombre ha cometido, en el caso de que salve la vida… —añadió Blifil.

—¿Cómo es eso? —exclamó Western—. ¡Un asesinato! ¿Ha cometido un asesinato y hay esperanzas de que lo ahorquen?

Y dichas estas palabras comenzó a cantar y a dar saltos.

—Muchacho —dijo ahora Mr. Allworthy—, tu desgraciada pasión me preocupa mucho. Te compadezco de todo corazón, y haría todo cuanto estuviera en mi mano para que la vieras satisfecha.

—Me basta con su intención, tío —contestó Blifil.

—Cuentas con mi permiso para escribirle, para visitarla, si ella lo consiente. No se debe recurrir a nada de encierros ni cosas por el estilo.

—Muy bien, muy bien, no haremos nada de eso —replicó Mr. Western—. Continuaremos probando lo que dan de sí los procedimientos suaves, y si mientras tanto ahorcan a ese individuo… Es la mejor noticia que he oído en mi vida. Le suplico, querido Mr. Allworthy, que se venga a comer conmigo a Las Columnas de Hércules. Tengo encargada una pierna de cordero asada, unas costillas de cerdo y un pollo en salsa. Estaremos solos nosotros, a no ser que se nos ocurra invitar al dueño de la hospedería, pues he enviado al cura Supple a Basingstoke por mi tabaquera, que me dejé olvidada en la posada y no quiero perder por nada del mundo. Hace más de veinte años que la tengo. Le advierto que el hostelero es un hombre muy divertido. Le gustará su compañía.

Al fin Mr. Allworthy aceptó la invitación, y poco después se marchaba Mr. Western, cantando y saltando ante la esperanza de que el infeliz Tom Jones tuviera un rápido y trágico fin.

Cuando estuvo fuera, Mr. Allworthy resumió con la mayor gravedad el asunto de que habían tratado, pidiendo a su sobrino que intentase con todas sus fuerzas dominar una pasión en la que no podía alimentar ninguna esperanza de éxito. Constituye un error de los más vulgares suponer que la aversión de una mujer hacia uno pueda vencerse con la constancia. La indiferencia quizá lo consiga algunas veces. Pero los triunfos de la perseverancia en relación con una mujer querida se refieren al capricho, a la prudencia, a la afectación y, en ocasiones, a un grado extraordinario de veleidad, que excita a ciertas mujeres a satisfacer su vanidad, prolongando la duración del galanteo, aunque no se sientan del todo satisfechas del mismo y resuelvan, si alguna vez se deciden a ello, dar calabazas al final. Pero una antipatía manifiesta, como mucho me temo que ocurra en el presente caso, más bien tiende a aumentar que a disminuir con el tiempo.

—Además, querido sobrino, siento otra aprensión por la cual debes perdonarme. Temo mucho que la pasión que sientes por esa bella muchacha tenga por origen únicamente la belleza indudable de su persona, y no sea digna de llevar el nombre de ese amor que es la única base de la felicidad conyugal. Admirar, gustar y desear poseer a una mujer guapa, prescindiendo de sus sentimientos hacia nosotros, es demasiado natural. Pero querer en el verdadero sentido de la palabra a una joven que nos odia, es una cosa por demás extraña. Estudia tu corazón con la mayor atención, mi buen muchacho, y si después de ese examen percibes la menor sospecha de este género, estoy convencido de que tu virtud y tu religión te impulsarán a expulsar de tu corazón una pasión tan nociva, y tu buen sentido encontrará la forma de que lo consigas sin grandes sufrimientos.

Supongo que el lector adivinará sin esfuerzo la contestación que Blifil dio a su tío. Pero si no consigue acertarla, nosotros no disponemos de tiempo para satisfacerle, puesto que nuestra historia avanza ahora hacia cuestiones de mayor importancia y nos es imposible permanecer más tiempo alejados de Sophia.