DONDE TOM JONES HACE UNA VISITA A MRS. FITZPATRICK.
Al lector le gustará sin duda regresar con nosotros al lado de Tom Jones, que a la hora convenida visitó a Mrs. Fitzpatrick.
Pero antes de relatar la conversación que tuvo lugar será oportuno, de acuerdo con nuestra costumbre, retroceder un poco, a fin de explicar cambio tan extraño en la dama, que tras de haber buscado otro alojamiento, principalmente para eludir a Tom Jones, ahora se las había arreglado para concertar una entrevista con él.
Tan sólo necesitamos recurrir para ello a lo que sucedió el día anterior, cuando al oír decir a lady Bellaston que Mr. Western se encontraba en Londres, acudió a la casa donde éste se alojaba en Picadilly. Pero la joven fue recibida con frases demasiado groseras para que puedan ser repetidas, e incluso tuvo que oír la amenaza de que sería arrojada de allí a puntapiés. Desde allí, una antigua criada de su tía Mrs. Western, con la que le unía amistad muy antigua, la condujo a la casa donde paraba su tía, que no la trató con más amabilidad, pero sí con más cortesía, o sea con rudeza de otro estilo. En resumen, Mrs. Fitzpatrick regresó de ambos lugares plenamente convencida no sólo de que su proyecto de reconciliación había fracasado, sino de que tendría que renunciar para siempre a la idea de volverlo a intentar por cualquier otro procedimiento. Pero entonces se le ocurrió la idea de venganza, y al encontrar a Tom Jones en el teatro le pareció ver en el joven una oportunidad para llevar a cabo su propósito.
El lector recordará sin duda que Mrs. Fitzpatrick informó, en el relato que hizo de su historia, del cariño que Mrs. Western había sentido en otro tiempo por Mr. Fitzpatrick, y que del desengaño que se había llevado con él dimanaba todo el desprecio que su tía sentía hacia ella. En vista de esto, Mrs. Fitzpatrick no puso en duda que la buena mujer prestaría fácil oído a los devaneos de Mr. Jones, del mismo modo que antes lo había prestado a los del otro, ya que la superioridad de encantos estaba sin el menor género de dudas de parte de Tom, y el avance en años de su tía era un argumento más bien en favor del proyecto que en contra del mismo.
Al ver a Tom Jones, y tras de una declaración previa de sus deseos de servirle, que provenía de su profundo convencimiento de que al obrar así complacía a su prima Sophia, y luego de algunas excusas por haberle esquivado antes y de decirle quién custodiaba ahora a la joven, cosa que suponía que él ignoraba, Mrs. Fitzpatrick informó con toda claridad a Tom de su proyecto, aconsejándole que cortejara a la dama más vieja, como medio de procurarse un acceso fácil a la dama joven, comunicándole el éxito que en otros tiempos había tenido Mr. Fitzpatrick con la misma estratagema.
Tom expresó su gratitud a la dama por las amables intenciones que demostraba con su proposición. Mas aparte de no confiar en que aquello diera resultado, al conocer la tía su amor por la sobrina, cosa que no sucedía en el caso de Mr. Fitzpatrick, afirmó que temía mucho que miss Western jamás aceptara una treta de aquel género, tanto por el odio que sentía a todo fingimiento, cuanto por su conocida sumisión a su tía.
Mrs. Fitzpatrick se sintió un tanto molesta ante esta salida de Tom, que si bien no podía considerarse un error, representaba una pequeña falta de cortesía, y en la cual en modo alguno hubiera incurrido, de no haberle hurtado todo poder de reflexión el placer que experimentaba alabando a su Sophia.
Entonces la dama replicó con cierto acaloramiento:
—Creo que no hay nada más fácil que engañar a una mujer de cierta edad haciéndole el amor, siempre que sea de temperamento amoroso, y aunque se trata de mi tía, puedo asegurarle a usted que jamás existió una mujer de corazón más asequible. ¿No podría usted fingir que la desesperación que le había producido la pérdida de Sophia, por estar prometida a Blifil, le ha llevado a pensar en ella? En cuanto a Sophia, me cuesta imaginar que sea tan simple que sienta el menor escrúpulo ante este plan o que espere algún daño porque se castigue a una de esas brujas que tantas desgracias atraen sobre las familias con sus pasiones tragicómicas, siendo así que yo considero que deberían ser castigadas por la ley. En lo que a mí respecta, no sentiría tales escrúpulos, y confío que mi prima Sophia no se sentirá agraviada si digo que ella no puede detestar más que yo toda suerte de falsedades. No pretendo guardar sumisión ninguna a mi tía, pues no merece ninguna. Bien, ya le he dado mi consejo, Mr. Jones, y si desiste de llevarlo a buen fin, perderá mucho en la opinión que tengo formada de usted.
Tom Jones vio ahora con toda claridad el error que había cometido e intentó subsanarlo lo mejor que le fue posible. Pero sólo sirvió para que incurriera en una serie de contradicciones. Con frecuencia es mejor mantener el primer error que tratar de corregirlo, pues en tales intentos complicamos las cosas en vez de mejorarlas. Además, muy pocas personas demuestran en tales ocasiones la bondad que Mrs. Fitzpatrick demostró con Tom Jones al decirle con una sonrisa en sus labios:
—No tiene usted por qué darme excusas, pues perdono con suma facilidad a un enamorado de verdad lo que no es más que efecto de su cariño hacia su novia.
A continuación insistió en su plan, que recomendó con todo fervor, no dejando ningún argumento en favor del mismo, pues la joven estaba tan indignada con su tía, que nada podía proporcionarle un placer mayor que el de que se burlara de ella, y, como mujer de corazón, no creía ver dificultades en la realización de su idea.
Sin embargo, Tom no aceptó la empresa, que no tenía la menor probabilidad de éxito. No le costó darse cuenta de los motivos que inducían a Mrs. Fitzpatrick a mostrarse tan apremiante en aquella cuestión. Afirmó que le era imposible negar el afecto que sentía por Sophia. Pero estaba, sin embargo, tan convencido de la desigualdad de sus situaciones, que le era imposible albergar la menor esperanza de que una mujer tan divina como Sophia accediera a pensar en un hombre tan indigno de ello, y mucho menos a atreverse siquiera a desear que ella lo hiciera.
Existen algunas mujeres selectas —no deseo hablar aquí en términos demasiado abstractos— en las que domina de tal forma su yo, que jamás lo dejan aparte en ninguna cuestión, y como la vanidad es la única norma que las rige, siempre están dispuestas a atrapar cualquier elogio que escuchan, el cual se apropian sin más ni más, aunque vaya dirigido a otra mujer. No es posible decir nada delante de ellas en favor de otra mujer que no se apliquen en el acto a sí mismas, e incluso en ocasiones mejoran la alabanza de que se han adueñado razonando del siguiente modo: si su belleza, su talento, su amabilidad y su alegría merecen ser alabados de ese modo, ¿qué no mereceré yo, que poseo tales cualidades en grado superlativo?
Un hombre se recomienda a menudo a tales damas cuando hace el elogio de otra mujer, y al tiempo que recita lleno de entusiasmo sus generosos sentimientos por la persona amada, la mujer piensa en qué amante más encantador y delicioso sería aquel hombre para ella si es capaz de sentir tal pasión por una mujer de muchos menos méritos que ella.
Aunque parezca extraño, he conocido muchos casos de éstos, aparte del de Mrs. Fitzpatrick, a quien sucedió precisamente esto. Ahora comenzó a sentir algo por Tom, cuyos síntomas adivinó mucho antes que la pobre Sophia en la ocasión anterior.
En realidad, la belleza perfecta tanto en uno como en otro sexo resulta mucho más irresistible de lo que por lo común se cree, pues si bien la mayor parte nos contentamos con mucho menos y aprendemos de memoria, como niños que repiten mecánicamente las cosas, a despreciar lo mejor y a apreciar en lo que valen encantos mucho más sólidos, he podido observar, no obstante, que ante la aproximación de una belleza completa, esos encantos tenidos por más sólidos brillan tan sólo con ese atenuado esplendor que las estrellas ofrecen a la salida del sol.
Cuando Tom Jones dio por terminadas sus exclamaciones de entusiasmo, muchas de las cuales hubieran parecido sin duda bien en labios del propio Oroondates, Mrs. Fitzpatrick lanzó un profundo suspiro y apartando la vista de Tom, al que no había dejado de mirar durante todo este tiempo, y clavándola en el suelo, murmuró:
—Siento compasión de usted, Mr. Jones, pues el sino de tales amores es que se apliquen a personas que son insensibles a ellos. Conozco a mi prima mucho mejor que usted, Mr. Jones, y debo decir que una mujer que no corresponde a la pasión que siente usted por ella y a un caballero como usted, no es digna de ninguna de las dos.
—Sin duda, señora, no quiere decir… —murmuró Tom.
—¡Decir! —exclamó Mrs. Fitzpatrick—. Sé bien lo que quiero decir. Existe sin duda algo encantador en el verdadero amor. Pero muy pocas mujeres encuentran éste en los hombres, y mucho menos saben apreciarlo en su justo valor cuando dan con él. Jamás había oído expresar sentimientos tan profundos y sinceros, y no puedo decirle de qué forma, pero usted obliga a que una le crea. Sin duda, mi prima tiene que ser la más despreciable de las mujeres cuando desprecia tanto mérito.
La forma y la mirada que acompañaron a tales palabras infundieron sospechas a Tom, que nosotros no intentaremos traducir al lector. Y en vez de responder a las palabras de la dama, el joven dijo:
—Temo, señora, que mi visita se haya prolongado demasiado —e hizo un movimiento como para marcharse.
—De ningún modo, Mr. Jones —se apresuró a responder Mrs. Fitzpatrick—. Le repito que le compadezco a usted, Mr. Jones. Pero si se va, no olvide el plan que le he expuesto. Estoy segura de que acabará aprobándolo, y déjese ver por aquí tan pronto como le sea posible. Mañana por la mañana, si usted desea, o por lo menos, a alguna hora de mañana. Estaré en casa todo el día.
Tras de dar las gracias más expresivas, Tom Jones se retiró, no sin que antes Mrs. Fitzpatrick le lanzara una mirada que, de no haberla comprendido Tom, hubiese indicado que desconocía el lenguaje de los ojos. Esto confirmó al joven en su resolución de no volver a poner los pies en aquella casa, pues si bien hasta ahora ha aparecido en nuestra historia como culpable, todos sus pensamientos se hallaban de tal modo concentrados en Sophia, que estamos por decir que ninguna mujer de la tierra podría haberle inducido a cometer un acto de inconstancia.
Pero la Fortuna, sin embargo, que no hacía buenas migas con él, decidió, precisamente, proporcionar una segunda oportunidad a Mrs. Fitzpatrick y sacar el mayor provecho de esta visita, dando ocasión al trágico incidente que nos vemos obligados a relatar en tono plañidero.