DONDE TOM JONES RECIBE UNA CARTA DE SOPHIA Y ASISTE A UNA REPRESENTACIÓN TEATRAL EN COMPAÑÍA DE MR. MILLER Y DE PARTRIDGE.
La llegada de George el guardabosque a Londres sirvió de bastante consuelo a Jones, ya que este agradecido individuo se prestaba siempre a desempeñar sus buenos oficios en ayuda de su antiguo protector. El joven era presa de una gran ansiedad por saber noticias de Sophia, noticias que llegaron a él por mediación de George. En suma, recibió una carta, contestación a la suya, que Sophia, a quien le fue concedido el uso de papel, de pluma y de tinta, escribió la misma noche del día en que abandonó su encierro. La carta decía así:
Tom:
Como no dudo de tu sinceridad al escribirme, creo que te agradará saber que han desaparecido algunas de mis aflicciones con la llegada de mi tía Western. Vivo ahora con ella y gozo de bastante libertad. Pero mi tía se ha empeñado en que le haga una promesa, que consiste en que no hable a nadie sin su conocimiento y consentimiento. Hice esta promesa solemnemente y la mantendré.
Y aunque mi tía no me ha prohibido de un modo expreso el escribir, debe incluir esto en la palabra conversar. Así que si ahora te escribo es faltando a la generosa confianza que ella ha depositado en mi palabra. Por lo tanto, tú no debes esperar que continúe escribiendo cartas o recibiéndolas sin que ella lo sepa. Una promesa es cosa sagrada para mí, y creo que debe hacerse extensiva a todo lo que abarque, esté o no esté expresado de modo concreto. Esta consideración puede, en mi opinión, proporcionarte algún consuelo. Pero no sé por qué te menciono un consuelo de este género, cuando existe una cosa en la que nunca podré dar gusto al mejor de los padres, aunque, eso sí, estoy firmemente resuelta a no obrar en contra suya y a no tomar jamás ninguna decisión importante sin su consentimiento. Esta firmeza mía debe hacer que tus pensamientos se alejen de lo que el destino ha hecho imposible. Espero que esto sirva para que te reconcilies con Mr. Allworthy. Las circunstancias me han impuesto algunas obligaciones, y tus buenas intenciones también me han impuesto otras. Creo que la suerte nos será más propicia en el porvenir que en la hora presente. Puedes creer que siempre pensaré en ti como mereces. Queda tu humilde servidora,
Sophia
Te suplico que no me escribas más, al menos por ahora. Y ahora acepta lo que te envío, pues no me sirve de nada y sé que a ti puede hacerte falta. Piensa que debes esto a la misma suerte que tuviste para encontrarla[25].
Jones tardó en leer esta carta más tiempo del que hubiera empleado un niño que acaba de aprender el abecedario, experimentando mientras lo hacía una mezcla de pena y alegría, algo parecido a lo que siente un hombre cuando se lee el testamento de un amigo difunto en el que se le deja un gran legado. En conjunto, se hallaba más complacido que disgustado, y acaso al lector le sorprenda el que se disgustase. Pero el lector no quiere tanto como el pobre Jones, y el amor es un mal que aunque a veces se asemeja mucho a la tisis —en ocasiones la engendra—, en otros casos toma una dirección contraria a ésta, es decir, que no se adula nunca a sí mismo ni ve tampoco ningún síntoma favorable.
Una cosa, sin embargo, llenó al joven de satisfacción: la noticia de que Sophia había recobrado su libertad y vivía ahora como una dama, en compañía de su tía, de la que por lo menos podía esperar recibir un trato más adecuado. Otra circunstancia consoladora era la promesa implícita que la joven le hacía en su carta de no casarse nunca, pues aunque Jones creía que su pasión era desinteresada, dudo mucho que pudiera recibir noticia más desconsoladora que la de que Sophia se había casado con otro. Un grado refinado de afecto platónico, desprendido en absoluto del peso de lo carnal, puro y enteramente espiritual, es un don confinado en la parte femenina de la creación. He oído declarar a muchas mujeres, y sin duda lo decían con toda sinceridad, que cederían un novio a una rival si esa cesión era necesaria a la dicha temporal del tal novio.
En fin, Jones se entretuvo durante tres horas en leer y en besar la mencionada carta, y luego, con el ánimo ya apaciguado, se dispuso a cumplir algo prometido con anterioridad. Se trataba de acompañar a Mrs. Miller y a su hija a la galería del teatro, llevando con ellos a Partridge, ya que Jones gustaba de las personas de buen humor y esperaba pasar un buen rato escuchando las críticas de Partridge, unas críticas derivadas de un sentimiento natural y no mejoradas ni adulteradas por el arte.
En la primera fila de la primera galería tomaron asiento Tom Jones, Mrs. Miller, su hija menor y Partridge. Éste comenzó diciendo que era el sitio mejor en el que había estado jamás en el teatro. Y cuando sonó la primera pieza de música, afirmó:
—Es sorprendente que puedan tocarse al mismo tiempo tantos violines sin que ninguno desentone. —Y cuando terminaron de encender las luces, exclamó—: Se consumen aquí velas suficientes para satisfacer las necesidades de una familia pobre durante toda una temporada.
Tan pronto comenzó la representación del drama, que era Hamlet, príncipe de Dinamarca, Partridge fue todo oídos, permaneciendo con la boca cerrada hasta que apareció el fantasma. Entonces preguntó a Tom:
—¿Quién es ese hombre con un traje tan raro? Algo parecido a eso he visto en un grabado. ¿Es tal vez una armadura?
Tom repuso:
—Es un espectro.
A lo que Partridge repuso sonriendo:
—Convénzame usted de ello si puede. Aunque no puedo afirmar que haya visto jamás un espectro, estoy seguro de que lo reconocería en cuanto se presentara. No, no, señor. Los espectros no aparecen vestidos con trajes como ése.
En esta duda, que produjo grandes risas entre los espectadores que se encontraban cerca de él, continuó Partridge hasta la escena entre el espectro y Hamlet. Entonces Partridge, concediendo al espectro el crédito que había negado a Tom Jones, se echó a temblar de tal forma que sus rodillas comenzaron a chocar entre sí.
Jones le preguntó qué le sucedía y si tenía miedo del guerrero que se encontraba en escena.
—Ahora me convenzo, señor, de que ese personaje es lo que usted dijo. No tengo miedo de nadie, pues sé que se trata de una función de teatro. Si de veras fuera un espectro, no podría hacer daño a tal distancia y con tanta gente delante. Y si me hubiera asustado, no sería la única persona a quien le ocurriera esto.
—¿Cómo? —exclamó Tom—. ¿Es que crees que hay algún otro cobarde además de ti?
—Puede usted llamarme cobarde si así le place. Pero si ese hombre pequeño que se encuentra en el escenario no está asustado, entonces nunca he visto a ningún hombre dominado por el miedo.
Tom se disponía a contestar, pero Partridge exclamó de pronto:
—¡Silencio, silencio, señor! ¿No le oye?
Durante el discurso del espectro permaneció con los ojos fijos, unas veces en el espectro, otras en Hamlet, la boca abierta, experimentando las mismas emociones que se reflejaban sucesivamente en Hamlet.
Cuando la escena concluyó, Tom Jones dijo:
—Excedes a todas mis esperanzas, Partridge. Estás gozando lo indecible con esta obra.
—Señor, si usted no tiene miedo del diablo, esto no es culpa mía —repuso Partridge—. Pero lo natural es sorprenderse ante estas cosas, aunque se sepa que no son ciertas. Mas no fue el espectro el que me atemorizó, pues hubiera comprendido que se trataba de un hombre con una indumentaria rara. Pero cuando vi que el hombre pequeño estaba tan asustado, el miedo se apoderó entonces de mí.
—¿Es que crees, Partridge, que ese individuo estaba realmente asustado?
—¿Quién puede dudarlo? —repuso Partridge—. ¿No observó usted que después, cuando descubrió que era el espíritu de su padre y supo que había sido asesinado en el jardín, el miedo le fue abandonando poco a poco y se quedó mudo de pena, como a mí me hubiera sucedido en un caso semejante? Silencio. ¿Qué ruido es ése? Ahí está de nuevo. Aunque sé que todo es fingido, me alegro de no encontrarme allá abajo, donde están esos hombres.
Y volviendo sus ojos hacia Hamlet, añadió:
—¡Ya puedes sacar tu espada! ¿Qué vale una espada contra el poder del diablo?
Durante el segundo acto Partridge hizo escasas observaciones; admiró como se merecían la elegancia de los trajes e hizo un comentario sobre la cara del rey.
—¡De qué forma un rostro puede engañar al público! ¡Qué cierto es el dicho de Nulla fides frontil! ¿Quién podía imaginarse, al contemplar el rostro del rey, que éste ha cometido un asesinato?
A continuación preguntó por el espectro. Pero Tom Jones, que deseaba que se sorprendiera de veras, no le dio otra explicación que la de que era muy posible que tornara a verlo pronto, en medio de las llamas.
Partridge se mantuvo entonces en una temerosa expectación, y cuando el espectro volvió a aparecer, exclamó:
—¿Qué me dice usted ahora, señor? ¿Está asustado o no? Tan asustado como me creía usted a mí, y es que nadie puede evitar ciertos temores. ¡Dios santo! ¿Qué ha sido del espíritu? Juraría que se ha hundido en la tierra.
—Has visto bien —repuso Tom Jones.
—Sí, sé bien que se trata de una simple función de teatro. Además, si hubiera algo de cierto en todo eso, Mrs. Miller no se reiría tanto, pues en cuanto a usted, sé, señor, que no se asustaría lo más mínimo, aunque se tratara del mismo diablo en persona.
Nuestro crítico permaneció silencioso hasta la representación teatral que Hamlet hace delante del rey. Partridge no la comprendió y Tom tuvo que explicársela. Pero una vez conoció su finalidad, empezó a dar gracias a Dios por no haber cometido jamás en su vida un asesinato. Volviéndose luego hacia Mrs. Miller, preguntó a la buena mujer si no le parecía que el rey tenía aspecto de estar conmovido, aunque era un buen actor y hacía lo imposible por ocultarlo.
—Apostaría cualquier cosa —añadió— a que ese hombre cruel y perverso acabará situándose en un lugar más elevado que en el que ahora se encuentra. No me sorprendería que huyera. Cualquiera se vuelve a fiar de una cara con aspecto de inocencia.
La escena siguiente, en que se cava la fosa, no pudo por menos de llamar la atención de Partridge, al que sorprendió enormemente el número de calaveras arrojadas sobre el escenario. Pero Tom le dijo:
—Se trata de uno de los cementerios más famosos de la ciudad.
—No me sorprende —exclamó Partridge— que ese lugar esté encantado. Pero jamás en mi vida he visto un cavador tan malo. Cuando yo era dependiente conocí a un enterrador que hubiera cavado tres tumbas en el tiempo que éste cava una. Ese hombre maneja el azadón como si fuera la primera vez que lo coge. Sí, sí, ya puedes cantar. Cantas más que trabajas.
Y cuando Hamlet cogió el cráneo, dijo:
—¡Vaya! Es maravilloso lo valiente e intrépida que puede ser alguna gente. Por lo que a mí hace, jamás me atrevería a tocar nada perteneciente a un muerto. Pero creo que está algo asustado con el espectro. Nemo omnibus horis sapit.
Ninguna otra cosa digna de mención sucedió durante el resto de la representación, al final de la cual Tom preguntó a Partridge:
—¿Cuál de los actores te ha gustado más?
A lo que el hombre respondió un tanto indignado, al parecer, por la pregunta que su amo le había hecho:
—El rey, sin la menor duda.
—Pues no tiene usted, Mr. Partridge, la misma opinión que los londinenses —dijo Mrs. Miller—. Todos están de acuerdo en que Hamlet es representado por uno de los mejores actores que se recuerdan.
—¡El mejor actor! —exclamó Partridge con acento de desdén—. Yo hubiera podido representar su papel tan bien como él. Estoy convencido de que si hubiera visto un espectro hubiese obrado del mismo modo que él y habría hecho lo mismo. Y en la escena, como usted la ha llamado, entre él y su madre, y en la que usted dice que ha interpretado tan bien, cualquier hombre bueno hubiera procedido exactamente lo mismo ante tal madre. Tengo la impresión de que está usted burlándose de mí. Ahora bien, señora, aunque jamás he estado en Londres, he podido ver algunas funciones de teatro en el campo. Así que me quedo con el rey. Todas sus palabras se entienden perfectamente. Cualquiera puede ver que es un buen actor.
Mientras Mrs. Miller charlaba de esta guisa con Partridge, una dama se acercó a Tom. Ésta no era otra que Mrs. Fitzpatrick. Le dijo que le había visto desde el otro lado de la galería, por lo que había aprovechado la circunstancia, pues tenía algo que decirle que podía serle de gran utilidad. La dama dio a Tom sus señas y una cita para el día siguiente por la mañana, que tras de breve reflexión cambió por la tarde, y Tom Jones prometió visitarla a tal hora.
De esta forma concluyó la aventura del teatro, durante el curso de la cual Partridge fue motivo de enorme diversión, no tan sólo para Tom y Mrs. Miller, sino para todos los que se sentaban a su alrededor y pudieron oírle, pues prestaron más atención a lo que él decía que a lo que sucedía en la escena.
Partridge no quiso meterse en la cama en toda la noche por miedo al espectro, e incluso durante una larga serie de noches se acostó temblando de miedo, tardando dos o tres horas en conciliar el sueño, despertándose varias veces lleno de terror y gritando:
—¡Dios mío, ten misericordia de nosotros!