CAPÍTULO IV

SOPHIA QUEDA LIBRE DE SU ENCIERRO.

Mr. Western y el párroco estaban fumando sus pipas —el dueño de la casa se hallaba ocupado en sus cosas en otra parte de la casa—, cuando fue anunciada la llegada de Mrs. Western. En cuanto el caballero oyó el nombre de su hermana se apresuró a bajar corriendo la escalera para acompañarla a las habitaciones superiores, pues era un gran guardador de estos ritos, sobre todo con su hermana, a la cual tenía más miedo que a nadie del mundo, aunque jamás lo había confesado ni a él mismo siquiera.

Cuando Mrs. Western entró en el comedor tomó asiento y seguidamente comenzó a decir:

—¡Qué viaje más molesto he tenido! Creo que desde que hay tantas barreras de portazgos en los caminos, éstos se encuentran en peor estado que nunca. Hermano, ¿cómo te has podido hospedar en este sitio tan horrendo? Jamás una persona de calidad lo ha pisado antes que tú.

—Pues no lo sé —repuso el hermano—. Creía que era bueno, ya que me lo recomendó el dueño del mesón. Me pareció que como el hombre conoce a gente distinguida, podía dejarme guiar por él.

—Bien, ¿y dónde se encuentra mi sobrina? —inquirió la dama—. ¿Has visto ya a lady Bellas ton?

—Tu sobrina está a salvo. Ahora se encuentra arriba, en su cuarto.

—¿Cómo? —exclamó la dama—. ¿Mi sobrina se encuentra en casa y aún no sabe que yo estoy aquí?

—No, nadie puede verla —replicó el caballero—, pues la tengo encerrada bajo llave. Está a buen recaudo. La rescaté de casa de mi prima la primera noche de mi llegada a Londres, y desde entonces la tengo a mi cargo. Está tan segura como liebre en zurrón, te lo aseguro.

—¡Dios mío! —gritó Mrs. Western—. ¿Qué es lo que oigo? Ya suponía que sucedería esto viniendo a Londres sin mí. Te empeñaste en ello, y no me remuerde la conciencia por haberlo consentido. ¿No me prometiste, hermano, antes de partir que no adoptarías ninguno de tus procedimientos violentos? ¿No fue por tu testarudez que obligaste a la muchacha a que huyera de casa? ¿Es que te has propuesto que tome a repetir la hazaña?

—¡Demonios! —replicó Western, arrojando la pipa contra el suelo—. ¿Cuándo se ha oído algo semejante? ¡Cuando esperaba que te pareciera magnífico todo cuanto he hecho, me sales con ésas!

—¿Cómo, hermano? ¿Cuándo te he dado motivos para que pensaras que iba a colmarte de alabanzas por haber encerrado a tu hija a piedra y lodo? ¿No te he dicho infinidad de veces que en las naciones libres las mujeres no pueden ser tratadas de ese modo arbitrario? Nosotras las mujeres somos tan libres como los hombres, y me gustaría no tener que decir que nosotras merecemos la libertad mucho más que ellos. Si quieres que permanezca un momento más en esta malhadada casa, o que te siga tratando como hermano en lo sucesivo, o que no me vuelva a preocupar nunca más de los asuntos de la familia, exijo que mi sobrina sea puesta en libertad en el acto.

Pronunció estas palabras con tal entonación de mando, de pie y espaldas al fuego, con una mano detrás y en la otra un polvo de rapé, que tengo mis dudas de si la misma Thalestris, al frente de sus amazonas, ofrecerá jamás tan fiero aspecto. No es de sorprender, por tanto, que el pobre hombre cediera al temor que ella le inspiraba.

—¡Ahí la tienes! —repuso, arrojando la llave a su hermana—. ¡Ahí está! Haz lo que mejor te plazca. Sólo traté de retenerla hasta que Blifil llegase a Londres, lo que no creo que tarde en suceder. Pero si en el intervalo sucede algo, ya puedes imaginarte sobre quién recaerá la culpa.

—Estoy dispuesta a responder de ello con mi vida —afirmó Mrs. Western—. Pero no intervendré en nada si no es con una condición, la de que todo quede a mi cargo, sin que tú tomes medida alguna salvo cuando yo te lo pida. Si aceptas estas condiciones, hermano, trataré de conservar a salvo el honor de la familia, de lo contrario, me mantendré neutral.

—Le suplico, señor —dijo el párroco, interviniendo en la discusión entre los dos hermanos—, que acepte usted el consejo de su hermana, ya que es muy posible que si habla con miss Sophia obtenga más de lo que usted ha logrado con medidas más rigurosas.

—¿Quién le ha dado a usted autorización para hablar? —exclamó el caballero—. Si dice usted algo más, le daré un latigazo ahora mismo.

—¡Qué bochorno, hermano! —exclamó Mrs. Western—. ¿Es ése un lenguaje apropiado para dirigirse a un clérigo? Mr. Supple es un hombre razonable y te ha dado un buen consejo, y no dudes de que todo el mundo opinará como él. Pero debo decirte que estoy esperando una respuesta inmediata a mis categóricas proposiciones. Pones a tu hija a mi disposición o la dejo por entero a tu cuidado. Pero en este caso, y delante de Mr. Supple te lo digo, evacuó la guarnición y renuncio a ti y a tu familia para siempre.

—Le suplico que me deje usted actuar de mediador —insistió el párroco—. Deje que se lo suplique.

—Ahí, sobre la mesa, está la llave —contestó el caballero—. Si quiere, la puede recoger. ¿Se lo impido acaso?

—Nada de eso, hermano —contestó la dama—. Insisto en que me sea entregada, junto con una completa ratificación de todas las condiciones estipuladas.

—Siendo así te la entregaré yo mismo —exclamó el caballero—. Creo, hermana, que no me puedes acusar de haberme negado a confiarte a mi hija. Ha vivido contigo un año entero sin que yo la viera.

—Y si mi sobrina hubiera vivido siempre conmigo, más feliz sería ahora —contestó la dama—. Bajo mi vigilancia, nada de esto habría sucedido.

—Me parece que sólo merezco censuras —dijo él.

—Claro que sí. Sólo mereces censuras —contestó la hermana—. Me he visto obligada a decírtelo y te lo repetiré siempre que salga la conversación. De todos modos, espero que te enmiendes. Ahora ya has adquirido experiencia y no cometerás disparates que echen a rodar mis prudentes maquinaciones. Tú no sirves para estos asuntos, hermano. Cuando haces planes, siempre resultan equivocados. Insisto una vez más en que no debes mezclarte en nada. Sólo debes recordar el pasado.

—¡Córcholis! —exclamó Western—. ¿Y qué más tienes que decirme? Harías perder la paciencia a un santo.

—Veo que sigues como siempre —contestó la hermana—. No se puede hablar contigo. Apelo a Mr. Supple, que es hombre de buen sentido, para que diga si yo he dicho algo molesto.

—Permítame que le suplique que no irrite al señor —pidió el párroco.

—¿Irritarle? —exclamó la dama—. Es usted tan bobo como él. Bien, hermano. Ahora ya has prometido no mezclarte en nada. Yo cuidaré de nuevo a mi sobrina. ¡Que Dios tenga misericordia de los asuntos que se hallan bajo la dirección de los hombres! Mil cabezas de hombre no valen lo que una sola cabeza de mujer.

Y tras de decir esto, llamó a una criada, a la que preguntó dónde estaba la habitación de Sophia, camino de la cual partió con la llave en la mano.

En cuanto Mrs. Western salió de la estancia, el caballero cerró la puerta, y empezó a lanzar maldiciones contra su hermana, no perdonándose a sí mismo el haber hecho siempre cálculos sobre el dinero de ella. Luego añadió:

—Pero ya que he sido siempre su esclavo durante tanto tiempo, sería ahora una lástima que perdiera todo el dinero por falta de paciencia. Esa vieja zorra no puede vivir eternamente, y sé que al fin su piel será para mí.

El párroco se mostró del todo conforme con esta resolución. Después, el caballero pidió otra botella, según su costumbre cuando algo le molestaba o le agradaba, y el contenido de la botella templó de tal manera su cólera, que cuando Mrs. Western volvió a la habitación acompañada por Sophia, el padre se hallaba tranquilo y sereno. La joven llevaba puesto su sombrero y su abrigo, y la tía, dirigiéndose a Mr. Western, dijo:

—He decidido llevarme a mi sobrina a la casa en donde me alojo. Te aseguro, hermano, que estas habitaciones no están acondicionadas para que viva en ellas ningún cristiano.

—Muy bien, mi señora —contestó Western—. Puedes hacer lo que te plazca. Nunca estará la niña en mejores manos que en las tuyas. El párroco, aquí presente, puede atestiguar que siempre he dicho, en ausencia tuya, que eras una de las mujeres más cuerdas y prudentes del mundo.

—No tengo inconveniente en afirmarlo —se apresuró a decir el párroco.

—Estoy convencida que nunca te he dado motivos para que me juzgues de otro modo —exclamó Mrs. Western—. Tienes un carácter muy impulsivo, pero reconozco que cuando reflexionas eres un hombre razonable.

—Bien, pues ya que piensas así, bebo esta copa a tu salud —contestó el caballero—. A veces me acaloro, pero carezco de malicia. Supongo que te portarás como una buena muchacha, Sophia, y que harás todo lo que tu tía te ordene.

—No tengo la menor duda de que lo hará —contestó mistress Western—. Tiene ante los ojos el ejemplo de esa desgraciada prima Henriette, que arruinó su vida por no seguir mis consejos. Apenas acababas tú de emprender el viaje cuando se presentó ese desvergonzado que lleva un odioso apellido irlandés… Sí, ese Fitzpatrick. Se presentó ante mí sin hacerse anunciar, ya que de otro modo yo no le hubiera recibido. Me contó una historia muy poco comprensible sobre su esposa, historia que yo me vi precisada a escuchar. Pero apenas si contesté. Luego le entregué la carta de su mujer, rogándole que la contestara. Supongo que esa desgraciada tratará de vernos, pero yo te ruego, hermano, que no la recibas. Estoy decidida a evitarla.

—¿Verla yo? —repuso el caballero—. No me asustes. No pienso alentar a mujeres que se permiten conducta tan dudosa. Me alegro mucho de no haber estado en casa cuando se presentó su marido. Le hubiera hecho salir de estampía. Ya ves, Sophia, a lo que conduce la desobediencia. He aquí un ejemplo y en tu propia familia.

—Hermano —dijo la tía—, no debes continuar impresionando a mi sobrina con la repetición de esa historia. ¡Déjalo todo a mi cuidado!

—Bien, bien. Estoy de acuerdo —contestó Mr. Western.

Afortunadamente para Sophia, Mrs. Western puso punto final a la conversación encargando unas sillas de mano. Y digo afortunadamente porque, caso de haberse prolongado, sin duda hubieran surgido nuevos temas de discusión entre ambos hermanos, que sólo se diferenciaban en la educación y en el sexo, ya que coincidían en el carácter, en el gran cariño que sentían por Sophia y en el soberano desprecio que se profesaban mutuamente.