DIVERSAS CARTAS AMOROSAS DE DIFERENTE CLASE.
Cuando Tom regresó a su alojamiento encontró sobre su mesa las cartas siguientes, que por fortuna abrió por el orden que habían llegado.
CARTA PRIMERA
Sin duda actúo bajo la influencia de un extraño apasionamiento. Me es imposible mantener mis resoluciones ni un solo instante, por muy justificadas que puedan ser. La última noche decidí no volverte a ver jamás. Esta mañana estoy deseando que me expliques, si te es posible, lo sucedido. Pero, sin embargo, sé bien que esto es imposible. Me he dicho ya a mí misma todo cuanto tú puedes inventar para justificarte. Tal vez no. Tal vez tu inventiva sea mayor que la mía. Corre hacia mí, por tanto, en el instante mismo en que recibas esta carta. Si eres capaz de forjar una excusa, te prometo que la creeré. Y si me has traicionado, también. No quiero devanarme más los sesos. Ven de un modo u otro. Ésta es la tercera carta que te escribo. Las dos primeras las he quemado. Siento tentaciones de quemar también esta tercera. No me gustaría volverme loca. Acude inmediatamente a mi lado.
CARTA SEGUNDA
Si esperas ser perdonado o recibido en mi casa, ven a verme en este mismo instante.
CARTA TERCERA
Ahora me entero que no te encontrabas en casa cuando llegaron mis cartas. En el instante en que recibas ésta, ven a verme. No me moveré de casa ni dejaré entrar a nadie más que a ti. Confío que nada retrasará tu llegada.
Tom Jones acababa de leer las tres cartas cuando John Nightingale penetró en la habitación.
—Bien, Tom —exclamó el recién llegado—. ¿Nuevas noticias de lady Bellaston después de la aventura de la última noche?
En la casa no era un secreto quién era la dama que visitaba a Tom.
—¿De lady Bellaston? —repitió Tom con expresión seria.
—Sí, mi querido Tom —exclamó Nightingale—. Por favor, no se muestre usted tan reservado con sus amigos. Aunque la última noche estaba demasiado borracho para poder verla, la vi, sin embargo, en el baile de máscaras. ¿Cree usted que no sé quién era la reina de las hadas?
—¿Reconoció realmente a la dama del baile? —inquirió Tom.
—Le aseguro que sí —repuso John—, y desde entonces le he lanzado a usted muchas indirectas, aunque parecía eludir la cuestión, y por esta razón no me atreví a hablarle con franqueza. Creo, amigo mío, que su extrema delicadeza en este asunto le ha privado de conocer el carácter de la dama tan bien como su persona. No se enfade, Tom, si le digo que no es usted el primer joven al que ha seducido. Su reputación no peligra en absoluto, se lo aseguro.
Si bien Tom Jones no tenía motivos para suponer que su dama figuraba entre las vestales cuando se iniciaron sus amores, como desconocía, sin embargo, la sociedad londinense, en la que apenas si conocía a alguien, no tenía en absoluto noticias de ese tipo de mujer que pasa por sospechosa, es decir, una mujer que intriga con todos los hombres que son de su gusto bajo la apariencia de virtud, y la cual, aunque no suelen relacionarse con ella algunas damas refinadas, es visitada por todo el mundo. En resumen, una mujer de quien todo el mundo sabe que es precisamente aquello que nadie le llama.
Al ver que su amigo conocía perfectamente la intriga amorosa y pensar que tanta delicadeza como hasta aquel momento había empleado era innecesaria, dejó que John hablara libremente y le contase todo lo que sabía o había oído contar de la dama.
John Nightingale, que en otros muchos casos había demostrado poseer un carácter un tanto afeminado, era muy aficionado al chismorreo. Por este motivo, ahora, al disponer de plena libertad para hablar con Tom, le entretuvo con un largo relato sobre lady Bellaston. En él aparecieron una serie de detalles que la honraban muy poco o nada, y que nosotros nos guardaremos mucho de repetir, dado el gran respeto que sentimos por las mujeres distinguidas. Procuraremos evitar con el mayor cuidado la posibilidad de que los futuros comentadores de nuestras obras nos acusen de ser autores de escándalo, cosa que jamás ha pasado por nuestra imaginación ser.
Luego de haber escuchado Tom Jones con profunda atención todo lo dicho por Nightingale, lanzó un profundo suspiro, que al ser oído por su amigo, le forzó a decir:
—¡Caramba! Espero que no esté enamorado. De haber creído que esa historia iba a afectarle de ese modo, jamás se la hubiera contado.
—¡Oh, mi querido amigo! —exclamó Tom Jones—. Estoy tan comprometido con esa mujer que no sé cómo librarme de ella. No estoy enamorado de ella, pero, en cambio, le debo grandes favores. Puesto que está usted tan enterado de todo, seré más explícito. Posiblemente le debo a ella el que hasta la fecha no me haya faltado un pedazo de pan. ¿Cómo puedo abandonarla ahora? No obstante, tengo que hacerlo. En caso contrario, sería culpable de la más negra traición con otra mujer que merece que yo me comporte con ella infinitamente mejor que con lady Bellaston. Se trata de una mujer, mi querido Nightingale, de la que estoy enamorado como muy pocos pueden imaginarse. Y en la actualidad vivo sumido en un mar de dudas y confusiones, tratando de resolver la situación en que me encuentro.
—¿La otra es una novia decente y honrada? —inquirió Nightingale.
—¿Honrada? —exclamó Tom—. Nada puede enturbiar su reputación. No hay aire más puro ni arroyo más límpido que su honor. Es perfecta de cuerpo y de alma. Es la joven más bella de la creación. Mas a pesar de ello, está dotada de tan nobles cualidades que, aunque jamás se aparta de mis pensamientos, apenas reparo en su belleza más que cuando la tengo delante de mí.
—¿Y le es a usted posible, querido amigo, teniendo pendiente un compromiso como ése, dudar un solo instante en abandonar a semejante…?
—¡Calle! —pidió Tom a su amigo—. No se ensañe con ella. La simple idea de ser ingrato con lady Bellaston me repugna.
—¡Bah! —respondió John—. No es usted el primero a quien ella ha hecho favores de esa índole. Se muestra muy generosa cuando le interesa serlo, aunque permítame que le diga que otorga sus favores con tanta parsimonia, que más bien acostumbra a provocar la vanidad de] hombre que su gratitud.
En resumen, John Nightingale siguió diciendo tales cosas de la dama y contó a su amigo tales anécdotas sobre ella, jurando que todas ellas era ciertas, que acabó por arrancar del pecho de Tom todo asomo de afecto, en tanto que su gratitud disminuía en la misma proporción. Tom comenzó ahora a considerar los favores recibidos más como sueldo que como amable obsequio, lo que no sólo rebajaba a ella, sino a él también, de acuerdo con su modo de pensar. Tras de esto, su espíritu, obedeciendo a una transición del todo natural, se volvió una vez más hacia Sophia. Su virtud, su pureza, su amor hacia él, los sufrimientos que soportaba por esta causa, impregnaron todos sus pensamientos, haciendo que aún le pareciera más odioso su comercial trato con lady Bellaston. Consecuencia de ello fue que, aunque el prescindir de ésta significaría la pérdida del pan de cada día, decidió abandonarla en cuanto encontrara una excusa aceptable. Una vez comunicó sus propósitos de Nightingale, éste reflexionó unos instantes, y al cabo dijo:
—Ya tengo la solución, amigo. He encontrado un procedimiento infalible. Dígale que quiere casarse con ella y ya verá como logra usted su propósito.
—¿Casarme? —exclamó Tom.
—Sí, dígale que quiere casarse con ella —repuso John—, y ya verá como inmediatamente se alejará de usted. Conocí a un joven a quien lady Bellaston protegía y que le hizo el ofrecimiento en serio. En el acto fue despedido por ella.
Jones afirmó que no deseaba correr el riesgo de poner en práctica aquel experimento.
—Tal vez —dijo— no le produzca a ella la misma impresión una proposición hecha por un hombre que por otro. Y si me toma la palabra, ¿qué hago yo entonces? Caeré en mi propia ratonera y seré eternamente desdichado.
—No —contestó Nightingale—. No, pues puedo indicarle una fórmula mediante la cual podrá escapar usted de la trampa en cuanto lo desee.
—¿Qué fórmula es ésa? —inquirió Tom Jones.
—Ésta —contestó John—. El joven a que me refiero, y que es uno de mis íntimos amigos, está tan furioso con ella por algunas malas partidas que le ha jugado, que estoy seguro de que sin la menor dificultad le mostraría las cartas de ella. Esas epístolas serían un magnífico pretexto para romper las relaciones y salir huyendo antes de que el nudo quedara hecho, en el supuesto de que ella tuviera deseos de hacerlo, cosa que dudo.
Tras de algunos titubeos, Tom accedió. Pero como juró que le faltaba valor para proponerle el asunto de palabra, teniéndola a ella delante, escribió la siguiente carta dictada por John Nightingale:
Mi querida amiga:
Lamento de veras que por un inoportuno quehacer que me ha tenido fuera de casa no haya podido cumplimentar tus órdenes en el instante en que llegaron a casa, y la dilación que ahora se me impone para justificarme personalmente aumenta mi sentimiento. ¡Oh, lady Bellaston! ¡Qué ansiedad he sentido al pensar que tu reputación podía ser puesta en tela de juicio como consecuencia de estos desgraciados incidentes! Pues bien, yo creo que sólo existe un camino para consolidarla. No necesito decirte cuál es. Permíteme sólo que te diga que, puesto que tu honor es tan apreciado por mí como el mío propio, mi única ambición es conseguir la gloria de poner a tus pies mi libertad. Y créeme cuando te aseguro que jamás me sentiré feliz por completo hasta que me otorgues generosamente el derecho a llamarte mía para siempre.
Con el más profundo respeto, tu fiel servidor,
Tom Jones
A esta carta, lady Bellaston dio la siguiente respuesta:
Al leer la carta tan seria que me has escrito, hubiera jurado, ante su formalidad y frialdad, que contabas ya con el derecho legal a la que en la misma te refieres, es decir, que llevábamos ya muchos años componiendo ese monstruoso animal llamado marido y mujer. ¿Es que de veras me consideras estúpida? ¿O es que me crees capaz de perder de tal modo la cabeza que te entregue toda mi fortuna para que puedas costearte todos tus placeres? ¿Son éstas las pruebas de amor que yo esperaba? ¿Es éste el pago que merezco por…? Pero creo que será mejor que no te reproche nada. Renuncio a ello desde ahora.
P. S.— Tal vez he dicho más de lo que deseaba. Ven a verme esta noche a las ocho.
Pero Tom Jones, por consejo de su consejero privado, contestó del siguiente modo:
Mi querida amiga:
Veo que es imposible que te haga comprender lo mucho que deploro las sospechas que abrigas sobre mí. ¿Podías haber concedido tus favores a un hombre a quien suponías capaz de alimentar intenciones tan poco dignas? ¿O es que puedes tratar con tanto desprecio el más solemne lazo de amor? ¿Imaginas que si la violencia de mi pasión, en un momento determinado, dominase al interés que siento por tu honor, habría de permitir que se prolongasen unas relaciones que más pronto o más tarde todo el mundo conocería, y que una vez divulgadas tan terribles habrían de resultar para tu honor? Si tal es la opinión que tienes de mí, te suplico que me concedas la oportunidad de devolverte esos favores pecuniarios que he cometido la indelicadeza de recibir de tus manos. En lo que respecta a los de orden amoroso, soy siempre, etc.
Y concluía la carta de una forma parecida a la anterior.
En cuanto a la dama, respondió como sigue:
¡Veo ahora que eres un solemne villano y te desprecio con mi alma! Si vienes a verme, no estaré en casa.
Aunque Tom estaba contento por haberse librado del peso de una esclavitud que los que la han experimentado saben bien que no es de las más ligeras, no se sentía, sin embargo, con el ánimo completamente tranquilo. En el plan había demasiadas artimañas para que pudiera satisfacer a quien como él aborrecía toda suerte de falsedades y acciones deshonrosas. Ni tampoco se hubiera avenido a ponerlo en práctica de no encontrarse en una situación por demás angustiosa, en la que por fuerza tenía que quedar mal con una u otra dama. Supongo que el lector estará de acuerdo en que los sanos principios, al igual que el amor, estaban del lado de Sophia.
John Nightingale celebró como se merecía el éxito de su estratagema, por la que recibió una larga serie de expresiones de agradecimiento por parte de su amigo.
Y el joven contestó:
—Querido Tom, nosotros nos debemos mutuos favores. A mí me debe usted el haber recuperado su libertad. Yo le debo a usted el haber perdido la mía. Pero si usted se siente tan feliz en su caso como yo me siento en el mío, le aseguro que entonces somos los dos jóvenes más felices de Inglaterra.
Los dos caballeros fueron llamados a poco para comer. En esta ocasión, Mrs. Miller, que actuaba como cocinera, echó el resto, como vulgarmente se dice, para celebrar la boda de su hija. Este suceso feliz lo atribuyó principalmente a la conducta de Tom Jones. Su alma rebosaba de gratitud hacia el joven, y todas sus miradas, palabras y acciones estaban dedicadas a expresarlas, así que tanto su hija como su reciente yerno apenas merecían su atención.
Acababan de concluir cuando Mrs. Miller recibió una carta. Pero como sea que ya tenemos bastantes cartas en el presente capítulo, será mejor que dejemos la nueva para el siguiente.