CAPÍTULO VII

DONDE AL POBRE TOM JONES LE SUCEDEN VARIAS DESGRACIAS.

Las cosas se encontraban de la forma ya expuesta cuando Mrs. Honour se presentó en casa de Mrs. Miller y llamó a Tom aparte, como antes dijimos, y al encontrarse a solas con él, comenzó a hablar del siguiente modo:

—¡Oh, mi estimado señor! ¿Cómo conseguiré el valor necesario para decírselo? Está usted perdido, mi pobre ama también y yo estoy deshecha.

—¿Ha sucedido algo? —demandó Tom con súbita vehemencia.

—Ha sucedido lo peor, señor —afirmó Mrs. Honour—. Jamás tendré una ama como miss Sophia. ¡Y que yo haya vivido hasta este día!

Al oír estas palabras, Tom Jones se tomó blanco, tembló y empezó a balbucir. Mrs. Honour prosiguió entonces:

—¡Oh, Mr. Jones, he perdido a mi ama para siempre! —¿Cómo? ¿Qué dice usted? ¿Qué ha ocurrido? ¡Por Dios santo, cuéntemelo todo! ¡Oh, mi querida Sophia!

—Usted puede llamarla como quiera —murmuró Mrs. Honour—. Pero para mí ha sido el ama más querida. Nunca encontraré una colocación como la que tenía a su lado.

—¡Al diablo con su colocación! —exclamó Tom—. ¿Dónde está? ¿Qué… qué ha sido de mi adorada Sophia?

—No hay duda de que las criadas podemos ser enviadas al cuerno —exclamó Mrs. Honour—. Nada importa lo que pueda ocurrirles, aunque las despidan y se queden en la calle. Sin duda no deben de ser de carne y hueso como los demás seres humanos. Nada importa lo que pueda ser de ellas.

—Si alberga usted en su corazón sentimientos de piedad y compasión —suplicó Tom—, le ruego que me diga inmediatamente lo que le ha sucedido a Sophia.

—No hay duda de que siento más piedad de usted que de mí —replicó Mrs. Honour—, y por esta razón no le envío a usted a paseo porque haya perdido el ama más simpática del mundo. Salta a la vista que es usted digno de toda lástima, y yo también soy objeto de compasión, pues creo haber perdido a mi mejor ama.

—Pero, ¿qué ha sucedido? —pidió Tom, ya a punto de montar en cólera.

—¿Que… qué ha sucedido? —murmuró Mrs. Honour—. Lo peor para usted y para mí. El padre de miss Sophia se ha presentado en Londres y nos la ha arrebatado a los dos.

Al oír estas palabras Tom cayó de rodillas y dio gracias al cielo porque no hubiera sucedido otra cosa mucho más grave.

—¡Nada más grave! —repitió la criada—. ¿Qué puede haber más grave para ambos? Se la ha llevado de Londres jurando que la casará con Mr. Blifil. Esto para consuelo de usted; en cuanto a mí, me ha despedido de su casa.

—Me ha dado usted un gran susto, Mrs. Honour —afirmó Tom Jones—. Imaginé que a Sophia le había sucedido algún accidente repentino y desgraciado, ante lo cual la boda con Blifil no hubiera tenido la menor importancia. Pero mientras se viva no hay que perder las esperanzas. En esta tierra de libertad, las mujeres no pueden ser obligadas a casarse a la fuerza.

—Le sobra a usted la razón, señor —afirmó Honour—. Usted puede tener esperanzas. Pero… ¿qué esperanzas puedo albergar yo? Y no debe usted olvidar que sufro todo esto por culpa de usted. Mr. Western me ha tomado odio por haberme puesto de parte de usted y en contra de Mr. Blifil.

—Yo no olvido las obligaciones que tengo contraídas con usted, Mrs. Honour, y procuraré resarcirla con creces —contestó el joven.

—¡Por Dios, señor! —dijo la doncella—. ¿Qué compensación puede obtener una criada por la pérdida de un buen puesto, si no es otro mejor?

—No se desespere, Mrs. Honour —dijo Mr. Jones—. Espero poderla colocar de nuevo en el mismo sitio.

—¡Pobre de mí! —exclamó la doncella—. ¿Cómo puedo alimentar tal esperanza si veo que es de todo punto imposible? Mr. Western está en contra mía, y lo que usted dice sólo podría hacerlo en el caso de que se casara con mi señorita. Usted es un caballero generoso, y estoy convencida de que usted la quiere y de que ella le quiere a usted. Es tonto el negarlo: mi señorita no sabe disimularlo. Y si dos personas que se quieren no son felices, ¿quiénes lo serán? La felicidad no depende del dinero que se posee. Además, mi señorita tiene bastante para los dos. Es un crimen mantener separados a unos enamorados como ustedes. Pero estoy convencida de que al final se encontrarán ustedes. Esto nadie puede impedirlo. Un matrimonio es obra del cielo, y ningún juez de la tierra puede impedirlo. Me gustaría que el párroco Supple tuviera un poco más de valor y le dijese a Mr. Western lo mal que obra al intentar contrariar a su hija en sus inclinaciones. Pero el pobre párroco sólo cuenta para vivir con Mr. Western, y aunque es muy religioso y a espaldas de su amo comenta muy desfavorablemente la actuación de éste, no se atreve a decírselo a la cara. Es verdad que nunca le vi más atrevido que ahora, y he llegado a temer que en cualquier momento Mr. Western le cruzara la cara. Así que no quiero verle melancólico, señor, ni que se entregue a la desesperación. Las cosas se le pondrán favorables, ya lo verá. No pierda la confianza en la señorita Sophia, que nunca consentirá en casarse con ningún otro hombre. Lo único que temo es que Mr. Western cometa algún acto irreparable, pues es un hombre muy arrebatado. Y la señorita, que posee un corazón muy sensible, puede salir con él destrozado. Es lástima que no tenga un poco más de valor. Si yo sostuviera relaciones amorosas con un joven y mi padre quisiera encerrarme, le arrancaría los ojos antes de consentirlo. Pero en este caso existe una gran fortuna, que el padre puede dar o quitar, y eso hace variar mucho las cosas.

Me es imposible decir si Tom oyó toda la arenga anterior o bien no intervino por no encontrar ocasión oportuna de hacerlo mientras era pronunciada. Pero no intentó dar ninguna respuesta ni Mrs. Honour guardó silencio hasta que Partridge apareció corriendo y anunció que lady Bellaston estaba subiendo la escalera.

Ahora se le presentó a Tom Jones un terrible dilema. Mrs. Honour ignoraba que el joven conociera a lady Bellaston, aparte de que ella era la última persona a quien le hubiese comunicado semejante noticia. En tal situación, tomó el peor camino, como suele suceder a menudo, y para evitar que la viera la dama, ocultó a la doncella de Sophia detrás de las cortinas del lecho.

La agitación de todo aquel día, primero ocupado con el problema de la pobre Mrs. Miller y su familia; el terror que le había proporcionado Mrs. Honour y el nerviosismo y azoramiento que le produjo la imprevista llegada de lady Bellas ton, hicieron que Tom Jones se olvidara de pensamientos anteriores, de modo que no se acordó ni por asomo que tenía que fingirse enfermo, cosa que ni lo atildado de su aspecto ni la frescura de su rostro dejaban transparentar.

Recibió, pues, a lady Bellas ton con el mejor buen humor que pudo reflejar su semblante y sin la menor apariencia de enfermedad real o fingida.

Tan pronto como apareció la dama, ésta se arrojó sobre el lecho y exclamó:

—Ya ves, querido Tom, que nada impide que viva separada mucho tiempo de ti. Quizá debería sentirme enfadada contigo por no haber recibido la menor noticia de ti en todo el día. Pero creo que tu enfermedad te hubiera permitido salir, e incluso supongo que no debes de haber permanecido en tu cuarto todo el día, tan compuesto como una dama elegante, a fin de que te acompañasen como a un enfermo. Pero no es mi intención amonestarte, pues jamás te daré pretexto para que te comportes como un marido indiferente que soporta el mal humor de su esposa.

—Estoy seguro —repuso Tom Jones— que no tendrás motivos para acusarme del cumplimiento de mis deberes, siendo así que sólo espero órdenes tuyas para cumplimentarlas. ¿Quién es, mi amor querido, el que tiene motivos de quejas? ¿Quién fue el que faltó a la cita la última noche y mantuvo esperando a un hombre desgraciado, que suspiraba y languidecía al ver que no aparecías?

—No hables así, Tom —repuso la dama—. Si supieras el motivo de que no acudiera, me compadecerías a mí de veras. No puedes imaginarte lo que las mujeres de mi clase tenemos que sufrir con las impertinencias de los necios para seguir la farsa del mundo. Me alegro, sin embargo, de que tu languidez y deseo no te hayan sentado mal. Hoy tienes un magnífico aspecto. Te aseguro, Tom, que hoy podrías pasar por un Adonis.

Existen en el vocabulario ciertas palabras provocativas que un hombre de honor sólo puede contestar con una solemne bofetada. Entre amantes, existen ciertas expresiones que sólo pueden responderse con un beso. El piropo dirigido a Tom por lady Bellaston parecía ser de esta clase, sobre todo, porque fue acompañado por una mirada con la que la dama trataba de expresar cosas más dulces de las que su lengua podía decir.

Pero Tom Jones se encontraba ahora en una de las situaciones más desagradables que cabe imaginar, pues, siguiendo con la comparación anterior, si bien la provocación había partido de lady Bellaston, Tom no podía recibir cumplida satisfacción ni tampoco lanzarse a exigirla estando como estaba presente una tercera persona, ya que lo impiden las leyes de armas por las que se rigen esta clase de combates. Pero como tal objeción no se le ocurrió a lady Bellaston, que ignoraba, como es de suponer, que se encontraba allí otra mujer aparte de ella, esperó durante un cierto tiempo, llena de asombro, la respuesta de Jones, que, consciente del papel ridículo que estaba interpretando en la comedia, se mantuvo de pie a cierta distancia, y como al fin no osó dar la respuesta adecuada, concluyó por no dar ninguna. Nada más cómico a la vez que trágico, si la escena se hubiera prolongado mucho tiempo. La dama cambió de color dos o tres veces, se levantó de la cama y volvió a sentarse en ella, en tanto que Tom Jones pedía que la tierra le tragara o le cayese encima la casa, cuando un extraño accidente le sacó del tremendo apuro en que se encontraba y del que ni la elocuencia de Cicerón ni la política de Maquiavelo podrían haberle libertado sin contratiempo alguno.

El accidente fue producido por la súbita aparición de John Nightingale completamente borracho, o mejor dicho, en ese estado de absoluta borrachera que priva al hombre del uso de la razón, pero le permite el uso de sus piernas.

Mrs. Miller y sus hijas se encontraban ya en la cama, en tanto que Partridge fumaba su pipa junto al fuego de la cocina, así que el joven había podido llegar hasta la puerta de la habitación de Tom Jones sin el menor impedimento. John abrió la puerta de golpe y se disponía a entrar en el cuarto sin la menor ceremonia, cuando Jones saltó de la silla que ocupaba y corrió hacia él con tanta rapidez que el visitante no consiguió ver a la persona que en aquel momento estaba sentada en la cama.

El joven borracho había confundido en realidad su habitación con la de Mr. Tom Jones, y por esta razón insistió en entrar, jurando y perjurando que nadie en el mundo sería capaz de impedirle que se acostara en su cama. Tom, sin embargo, logró convencerle y al final le puso en manos de Partridge, que al oír ruido en la escalera acudió raudo en socorro de su amo.

Tom, contra su deseo, se vio obligado a regresar a su cuarto. En el momento en que penetraba en él oyó que lady Bellaston lanzaba una exclamación, aunque no en voz muy alta. Al propio tiempo vio que se dejaba caer en una silla presa de una gran agitación, que en una mujer de constitución menos robusta hubiera representado un ataque de histerismo.

Lo ocurrido, en realidad, fue que asustada lady Bellaston por la lucha entablada entre los dos hombres, cuyo resultado final estaba aún incierto, pues oía perfectamente los juramentos de John Nightingale, empeñado en llegar a la fuerza a lo que él llamaba su lecho, trató de retirarse hacia su acostumbrado escondite, que, con gran asombro, encontró ocupado ya por otra persona.

—¿Es posible esto, Mr. Jones? —gritó la dama—. ¡Qué hombres más infames! ¿Quién es esa desgraciada que se encuentra ahí oculta?

—¡Desgraciada! —replicó Mrs. Honour, dejándose llevar por la cólera, desde su escondite—. Seré como dice usted desgraciada, pero, en cambio, soy honrada, y eso es más de lo que mucha gente rica puede decir.

Pero Tom, en vez de apresurarse a aplacar la indignación de Mrs. Honour, como otro enamorado más experimentado hubiese hecho, se limitó a lamentarse de su mala estrella y a llamarse el hombre más desgraciado de la tierra. Luego, dirigiéndose a lady Bellaston, le hizo las más absurdas protestas de inocencia. En el entretanto, la dama recuperó la razón, que era tan diligente y presta como la de cualquiera otra mujer del mundo, sobre todo en semejantes trances, y dijo con la mayor calma:

—No necesitas excusarte, Tom, pues veo de quién se trata. Al pronto no reconocí a Mrs. Honour. Pero ahora que la veo, es imposible que sospeche nada malo entre ella y tú. Además, espero de su buen juicio que no hará cábalas erróneas sobre el motivo de mi visita. Siempre he sido amiga de ella, y depende de mí el serlo mucho más en lo sucesivo.

Mrs. Honour solía aplacarse con la misma facilidad que se enardecía. Al notar, pues, que lady Bellaston dulcificaba el tono de su voz, se apresuró a suavizar el suyo.

—Puede tener usted la certeza, señora —repuso—, de que siempre he reconocido su amistad hacia mí. Jamás he tenido mejor amiga que usted, y ahora que veo que era usted quien hablaba, con gusto me arrancaría la lengua por importuna. No corresponde a una simple criada como yo el hacer comentarios sobre una dama de tan elevada alcurnia como la señora. Mejor dicho, quiero decir que era criada, ya que en la actualidad no lo soy de nadie. Por el contrario, ahora no soy más que una desgraciada. He perdido a la mejor ama que nunca tuve.

Al llegar a este punto, Honour juzgó adecuado dejar escapar un torrente de lágrimas.

—No llore usted, buena mujer —suplicó lady Bellaston—. Tal vez me sea posible encontrar un procedimiento para resarcirla. Vaya mañana por la mañana a verme a mi casa.

Recogió luego su abanico, caído en el suelo, y sin lanzar una mirada a Tom, salió majestuosamente del cuarto. Hay una clase de dignidad en la insolencia de las mujeres distinguidas, que sus inferiores aspiran en vano a imitar en circunstancias tales como la presente.

Tom siguió a lady Bellaston escalera abajo, intentando ofrecerle la mano, lo que ella rehusó decididamente, metiéndose en la silla de mano que la esperaba sin prestar la menor atención al pobre Tom.

Cuando de nuevo subió la escalera, tuvo lugar una larga charla entre el joven y Mrs. Honour. El tema de ella fue su infidelidad con Sophia, en la que Tom insistió lleno de amargura. Pero al final Tom encontró medios de reconciliarse con Mrs. Honour, y no sólo esto, sino que consiguió obtener de ella la promesa de que guardaría el secreto y de que a la mañana siguiente trataría de encontrar a Sophia y le llevaría noticias recientes sobre las andanzas del caballero Western.

De esta forma terminó la desgraciada aventura, para satisfacción única de Mrs. Honour, puesto que un secreto, como sin duda algunos de mis lectores sabrán por experiencia, resulta en ocasiones algo en extremo valioso, no sólo para aquellos que lo guardan con toda fidelidad, sino para los que lo propagan con un susurro de voz hasta que llega a oídos de todos, excepto de la persona ignorante que paga la supuesta ocultación de lo que se sabe públicamente.