CAPÍTULO V

DONDE SE RELATAN ALGUNAS COSAS QUE PUEDEN IMPRESIONAR, Y OTRAS QUE TAL VEZ SORPRENDAN AL LECTOR.

Ya habían dado las siete en el reloj, y la pobre Sophia, solitaria y melancólica, se encontraba sentada leyendo una tragedia. Se trataba de El matrimonio fatal, y había llegado ya a esa parte de la obra en que la infeliz Elizabeth dispone de su anillo de boda.

El libro se le cayó entonces de las manos y un torrente de lágrimas se deslizó por sus mejillas. En esta situación permaneció durante un tiempo, hasta que la puerta de la estancia se abrió y por ella penetró lord Fellamar. Sophia se puso en pie al verle, mientras el lord, avanzando y saludándola con una profunda reverencia, dijo:

—Temo, miss Western, haberle interrumpido bruscamente.

—Cierto, milord —repuso la joven—. Debo confesar que me ha sorprendido su inesperada visita.

—Sí, tiene usted razón. Mi visita es inesperada —contestó lord Fellamar—. Mis ojos fueron fieles intérpretes de mi corazón cuando tuve el honor de verla la última vez. Por este motivo, no podía usted esperar el retener mi corazón en su poder, sin que recibiera una visita de su dueño.

Pese a su azoramiento y perplejidad, Sophia contestó a estas palabras altisonantes con una mirada de inconcebible desdén. El lord pronunció a renglón seguido otro discurso más largo, aunque en el mismo tono del anterior. Al oír esto, Sophia, toda temblorosa, replicó:

—¿Es que se ha vuelto usted loco? No encuentro otra excusa para su conducta.

—Sí, miss Western, me encuentro en el estado que usted ha dicho —afirmó el lord—, y confío que disculpará usted los efectos de un frenesí cuya única causa es usted. El amor que siento por usted me ha privado de la razón de forma tal, que apenas me doy cuenta de mis acciones.

—Le doy mi palabra de honor que no comprendo en absoluto ni sus palabras ni su conducta —contestó Sophia en tono altivo.

—Permítame entonces, miss Western —dijo el lord—, que me ponga a sus pies para explicarle ambas, poniendo al descubierto por completo mi corazón. ¡Oh, mujer adorable y divina! ¿Qué palabras podrán expresar los sentimientos que embargan mi corazón?

—Milord, si continúa usted así, no podré seguir escuchándole.

—No me deje de modo tan cruel. Si me fuera posible convencerla de la pena que siento, estoy seguro de que su tierno corazón tendría piedad de mí y de lo que sus ojos han causado. —Luego lanzó un profundo suspiro y, cogiendo a Sophia por una mano, prosiguió durante unos minutos en un tono que sería más del agrado del lector que lo fue de la pobre Sophia, hasta que concluyó con las siguientes palabras—: Si yo fuera el amo del mundo, lo pondría a sus pies.

A Sophia le costó liberar su mano y contestó con gran decisión:

—Le prometo a usted, señor, que en ese caso daría de lado con idéntico desprecio al mundo y a su dueño.

Acto seguido hizo un movimiento como para marcharse, pero lord Fellamar, volviéndole a coger la mano, masculló:

—Perdóneme usted, ángel mío, estas libertades, producto tan sólo de mi desesperación. Créame, si yo hubiera tenido la menor esperanza de que tanto mi título como mi fortuna, no despreciables ninguno de ambos, a no ser que se comparen con usted, habrían de ser aceptados, se los hubiera ofrecido del modo más humilde y sincero. Pero me es imposible perderla. Antes me condenaría. Tiene que ser usted mía sea como sea.

—Milord —exclamó Sophia—, le suplico desista de sus vanas intenciones. Jamás le haré el menor caso. Suélteme la mano, por favor. Estoy decidida a separarme de usted ahora mismo, y jamás volveré a verle.

—Entonces, miss Western, tengo que aprovechar este momento, pues no puedo vivir ni viviré sin usted.

—¿Qué quiere usted decir? —inquirió Sophia—. Ahora mismo llamaré a mi familia.

—El único miedo que siento es el de perderla —replicó el lord—, y estoy resuelto a evitarlo por el único camino que la desesperación me aconseja.

Acto seguido la cogió entre sus brazos, a cuyo acto Sophia respondió con chillidos tan fuertes, que sin duda habría acudido alguien en su auxilio, de no haberse preocupado lady Bellaston de alejar a todo el mundo de la casa.

Pero entonces se produjo una circunstancia por demás oportuna para Sophia. Un nuevo ruido dentro de la casa casi ahogó sus gritos, pues en toda la casa resonaban frases como éstas:

—¿Dónde está? ¡Enseñadme su cuarto! ¿Dónde se encuentra mi hija? ¡Sé que se encuentra en esta casa, y la veré sea como sea! ¡Decidme dónde se encuentra!

Tras de estas últimas palabras se abrió la puerta y en la habitación apareció el caballero Western, con su párroco y una serie de esbirros tras él.

¡Qué apurada debía de ser la situación de Sophia cuando la colérica voz de su padre resonó en sus oídos como una voz celestial! La joven la oyó con verdadera alegría, ya que era el único accidente que podía evitar que perdiese para siempre la tranquilidad de su espíritu.

Sophia, pese a su terrible susto, reconoció la voz de su padre, y lord Fellamar, no obstante la pasión que le dominaba, reconoció la voz de la razón. Notando que la voz se aproximaba y comprendiendo a quién pertenecía pues el caballero había pronunciado más de una vez a gritos la palabra hija, y Sophia, en medio de la lucha, había llamado a su padre, soltó a su presa, que sólo sufrió el contacto de sus ardientes labios en el cuello.

Si la imaginación del lector no me ayuda un poco, jamás me será posible describir la situación de estas dos personas cuando el caballero Western penetró en la estancia. Sophia, vacilante en una silla, con toda su ropa en desorden, pálida, sin aliento, rebosante de indignación contra lord Fellamar, estaba aterrorizada, aunque, no obstante, contenta por la súbita aparición de su padre.

El joven lord se encontraba sentado junto a ella, la bolsa de la coleta de la peluca colgando sobre uno de los hombros, el resto de su traje en pleno desorden y una mayor cantidad de tela de hilo de la acostumbrada asomando sobre su pecho. En lo moral, se sentía a la vez perplejo, atemorizado, humillado y lleno de vergüenza.

En lo que toca al caballero Western, se hallaba dominado por un enemigo que muchas veces persigue y rara vez deja de alcanzar a la mayor parte de los caballeros de este reino que habitan en el campo. Se encontraba, hablando pronto y claro, completamente borracho, circunstancia que, unida a su habitual impetuosidad, no produjo otro efecto que el de precipitarle hacia su hija, a la que maltrató de palabra sin la menor piedad, y sin duda hubiera levantado la mano contra ella de no haberse interpuesto el párroco, que dijo:

—¡Por Dios santo, señor! No olvide usted que se encuentra en la casa de una gran señora. Le suplico que modere su indignación. Debe bastarle con la satisfacción de haber hallado a su hija. La venganza no nos compete. Yo estoy seguro de que usted la perdona, ella se arrepentirá de todo lo hecho y tomará a cumplir con su deber.

Al principio, la fuerza de los brazos del cura sirvió más que la fuerza de sus palabras. Sin embargo, lo último dicho produjo algún efecto, pues el caballero contestó de esta manera:

—Sí, la perdonaré si se arrepiente. Sophia, te perdono si te arrepientes. ¿Por qué callas? ¿Por qué no respondes? ¡Qué testarudez!

—Sea usted un poco más moderado, señor —dijo el párroco—. Asusta usted demasiado a la muchacha y la priva del uso de la palabra.

—¿Se pone usted de su parte? —preguntó el caballero—. ¡Un párroco dando la razón a una muchacha desobediente! Tengo la impresión de que le voy a enviar a usted al cuerno.

—Le pido perdón con toda humildad —musitó el párroco—. Le aseguro que no tuve intención de ponerme de su parte.

En aquel momento penetró en la estancia lady Bellaston y se acercó a Western, el cual recordó al punto las instrucciones de su hermana y saludó a la dama con una reverencia, a estilo rural, dedicándola de paso algunos galantes cumplidos. A continuación, el caballero expuso sus quejas y dijo:

—Dan ustedes albergue a la muchacha más desobediente del mundo, señora. Está enamorada de un bribón que no posee un penique y rehúsa casarse con uno de los mejores partidos de toda Inglaterra.

—Me parece, pariente, que es usted injusto con mi prima —contestó la dama—. Estoy segura de que posee una excelente inteligencia y que no rehusará aquello que le pueda resultar ventajoso.

Fue una equivocación voluntaria que lady Bellaston dejó caer con toda intención. De sobra sabía a quién se refería Mr. Western, aunque al mismo tiempo pensó que tal vez el padre acogería favorablemente la candidatura de lord Fellamar.

—¿Has oído lo que ha dicho esta señora? —dijo Western, dirigiéndose a su hija—. Toda su familia es partidaria del matrimonio que yo te he arreglado. Vamos, Sophia, sé buena y haz feliz a tu padre.

—Si es mi muerte lo que le hará a usted feliz, padre, pronto lo será —dijo Sophia.

—Eso es mentira, Sophia, y tú lo sabes.

—Calumnias a tu padre, prima —terció lady Bellaston—. Él sólo desea que sientas interés por esa boda, y todos sus amigos hemos de reconocer el gran honor que se hace a tu familia con ese proyecto.

—Cierto que a todos nos honra —dijo Western—, pero el proyecto no fue idea mía. A ella le consta que fue a su tía a la que se le ocurrió primero. Vamos, Sophia, te ruego una vez más que te muestres dócil y des tu consentimiento delante de tu prima.

—Permíteme que conceda al caballero tu mano, prima —pidió la dama—. Hoy en día no se pierde el tiempo con largos noviazgos.

—Claro que sí —afirmó el padre—. Ya tendrán tiempo más tarde para cortejarse mutuamente. Las parejas se cortejan muy bien después de haber dormido juntos en la misma cama.

Lord Fellamar se hallaba completamente convencido de que se referían a él tanto lady Bellaston como el padre de la muchacha, puesto que nunca había oído hablar de Blifil. El joven caballero se acercó e interviniendo en la conversación, dijo:

—Señor, no tenía el gusto de conocerle a usted personalmente, pero ya que soy tan afortunado que acepta mi propuesta, permítame que interceda en favor de la señorita. No la importunen más.

—¿Interceder usted? —preguntó el padre—. ¿Quién diablos es usted?

—Soy lord Fellamar, señor —contestó el joven—. Y, al mismo tiempo, el feliz mortal a quien usted ha hecho el honor de aceptar como yerno.

—Me importa usted un comino, a pesar de su casaca bordada y de sus encajes —contestó Western.

—Sufriré con humildad sus palabras, señor —contestó el lord—. Pero debo advertirle que no estoy acostumbrado a oír semejante lenguaje.

—¡Vaya unos humos! —exclamó Western—. No crea que siento miedo de usted porque lleva una espada al costado. Suelte usted esa espada y ya le enseñaré yo a no inmiscuirse en lo que no le importa.

—Está bien, señor —repuso el lord—. No pienso armar escándalo delante de las damas. Me marcho bastante satisfecho. Señor, soy su humilde servidor. Lady Bellaston, a sus pies.

En cuanto el lord estuvo fuera, lady Bellaston se acercó a Mr. Western para decirle:

—¡Dios mío! ¿Qué ha hecho usted? No sabe a quién ha tratado tan desconsideradamente. Es un noble de primera clase y posee una gran fortuna. Ayer me propuso casarse con su hija, y yo estaba segura de que usted le aceptaría encantado.

—No tengo nada que ver con ninguno de sus lores —dijo el caballero—. Mi hija se casará con un honrado caballero que viva en el campo. Ya he atrapado a uno, y ella se casará con él. Y lamento de todo corazón si le he causado alguna molestia.

Lady Bellaston contestó que, en efecto, no había sufrido ninguna.

—Es usted muy amable —contestó el caballero—. Aunque yo haría lo mismo si se tratara de usted. Los parientes debemos ayudarnos unos a otros. Le deseo una buena noche. Vamos, Sophia, sal de la casa de buen grado, o bien te llevarán hasta el coche a la fuerza.

Sophia respondió que estaba dispuesta a acompañarle de buen grado, sin hacer la menor resistencia. Pero suplicó que la transportasen en una silla de manos, ya que afirmó no encontrarse en condiciones para ser llevada de otro modo.

—¿Qué dices? —exclamó el padre—. ¿Que no puedes ir en coche? No, no. Jamás te perderé de vista hasta que te cases.

Sophia contestó a su padre que le estaba destrozando el corazón.

—¡Destrozarte el corazón! —masculló el padre—. ¡Como si un buen marido pudiera destrozarlo!

Entonces cogió la mano de su hija con movimiento brusco, lo que obligó al sacerdote a intervenir de nuevo, suplicándole que emplease métodos más suaves.

El caballero dejó escapar un taco y pidió al cura que contuviera su lengua.

Después preguntó:

—¿Es que se figura usted que se halla en el púlpito? Cuando usted habla de Dios jamás me meto en lo que dice usted. Pero ahora no permitiré que se empeñe usted en darme una lección. Vamos, Sophia, sé una buena muchacha y todo saldrá perfectamente.

Entonces Mrs. Honour apareció en el arranque de la escalera y, haciendo una reverencia al caballero, la mujer se ofreció a acompañar a su ama.

Sin embargo, Mr. Western la apartó de un empellón a la vez que decía:

—¡Apártese, mujer, apártese! ¡No volverá usted a poner los pies en mi casa!

—¿Es que va usted a despedir a mi doncella? —preguntó Sophia.

—Sí, eso es lo que he decidido —replicó el padre—. Pero no temas, no estarás sin doncella, y será mejor que ésta, que apostaría cualquier cosa a que tiene muy poco de doncella. No, no, Sophia. Tu nueva doncella no planeará más escapatorias, te lo aseguro.

Dicho esto hizo subir a Sophia y al párroco al coche alquilado, al cual también subió él, ordenando al cochero que les condujera a su alojamiento. Durante el camino obligó a Sophia a estar callada, y él se entretuvo leyendo al párroco un manual sobre buenas maneras y el respeto que se debe a los superiores.

Es muy posible que Mr. Western no se hubiera llevado con tanta facilidad a su hija de casa de lady Bellaston si ésta se hubiera empeñado en retenerla. Pero, en realidad, se sintió muy satisfecha con el confinamiento que preveía para Sophia. Como había fracasado su plan con lord Fellamar, ahora se alegraba de que por otro método la separaran de Jones.