DONDE SE DESCUBRE UN SINIESTRO PLAN CONCEBIDO EN CONTRA DE SOPHIA.
Recuerdo ahora a un anciano y prudente caballero que solía decir: «Cuando no se oye a los niños, es que están haciendo alguna travesura». Jamás me permitiré hacer extensivo este aserto del anciano a la parte más bella de la creación en general. Mas por lo menos diré que cuando los efectos de los celos femeninos no se muestran abiertamente en su propia salsa, hecha de rabia y furia, es como para sospechar que esa perniciosa pasión trabaja en secreto intentando minar el terreno, que no es igual que atacar a pecho descubierto.
Una muestra de esta manera de obrar es la conducta de lady Bellaston, que tras de todas las sonrisas con que adornaba su rostro, ocultaba un terrible odio hacia Sophia, y como había podido comprobar que esta muchacha se había interpuesto entre ella y la plena realización de sus deseos, decidió librarse de ella por uno u otro medio, no tardando el presentársele una ocasión favorable para el logro de sus propósitos.
El lector recordará sin duda que cuando Sophia se asustó en el teatro ante la algarada armada por un grupo de caballeretes que protestaban de la obra, se puso bajo la protección de un joven noble que la condujo sana y salva hasta su silla de mano.
El tal noble, que frecuentaba el hogar de lady Bellaston, había encontrado más de una vez en él a Sophia, y sentía por la joven una gran simpatía, simpatía que, como la belleza jamás resulta más favorecida que cuando la acosa la desgracia, se intensificó de tal modo durante el tumulto, que sin incurrir en el menor exceso podría afirmarse que el noble estaba enamorado de la joven.
No cuesta imaginar, pues, que el joven no dejaría pasar ocasión tan propicia para aumentar el conocimiento del objeto amado como la que al presente se le ofrecía, siendo así que la buena educación ya le inducía a realizar una visita a la casa.
Así que a la mañana siguiente al incidente visitó a Sophia, rindiéndole los cumplidos de rigor y expresándole su esperanza de que ya se hubiera repuesto del susto de la noche anterior.
Como sea que el amor, como una hoguera bien encendida, pronto se convierte en llamas, Sophia completó su conquista en muy escaso período. El tiempo se deslizó sin sentir, y el lord llevaría sus buenas dos horas junto a Sophia antes de que se le ocurriera pensar que había realizado una visita excesivamente prolongada. Aunque esto por sí solo hubiera sido suficiente para alarmar a Sophia, que era de por sí una muchacha reflexiva, adquirió una prueba mucho mayor de lo que se escondía en el corazón de su enamorado simplemente con leer en sus ojos. Aunque éste no osaba hacer una declaración concluyente, sus palabras eran, por lo general, demasiado entusiastas y demasiado expresivas para poderlas atribuir únicamente al simple deseo de ser agradable, incluso en aquella época en que estaba de moda, lo contrario de ahora, en que lo importante es todo lo contrario.
En cuanto a lady Bellaston, descubrió el motivo de la visita del lord en el primer instante en que le vio, y la duración de la visita le confirmó en su impresión primera, es decir, que las cosas marchaban a su gusto. Se dijo que no debía favorecer aquel asunto haciéndose presente mientras los dos jóvenes estuvieran reunidos. Por esta razón ordenó a los criados que cuando el lord se dispusiera a salir le dijeran que ella deseaba hablar con él. Mientras tanto, reflexionó sobre cierto plan que se le había ocurrido y que estaba segura que el lord se mostraría dispuesto a seguir.
Lord Fellamar, pues tal era el título del noble, una vez en presencia de la dama, se vio interpelado del siguiente modo:
—¿Es que aún se encuentra usted aquí? Temía que mis criados se hubieran olvidado y le hubiesen dejado marchar a usted sin avisarle de que yo deseaba verle para un asunto de cierta importancia.
—Lady Bellas ton —repuso el joven lord—, no me sorprende que se asombre usted de lo largo de mi visita, pues he permanecido arriba más de dos horas, siendo así que a mí me ha parecido que sólo ha transcurrido media hora.
—¿Qué debo deducir de esto, amigo mío? —inquirió la dama—. La compañía debe de haberle resultado a usted muy agradable, cuando el tiempo le ha pasado sin sentir.
—Le doy a usted mi palabra de honor que esta visita me ha resultado la más agradable que recuerdo haber efectuado en mi vida —repuso el joven lord—. Le suplico, lady Bellaston, que me diga usted quién es esa estrella rutilante que ha hecho usted surgir de pronto entre nosotros.
—¿Qué estrella rutilante? —exclamó la dama, haciéndose la sorprendida.
—Quiero decir, la joven que vi aquí el otro día y a quien tuve entre mis brazos anoche en el teatro, y a la que acabo de hacer una visita tan poco razonable.
—¡Oh, es mi prima Sophia! —repuso lady Bellaston—. Esa resplandeciente estrella es la hija de un propietario rural llamado Western, un caballero un tanto estúpido. La muchacha lleva viviendo conmigo unos días, y ésta es la primera vez que visita Londres.
—Pues yo me atrevería a jurar que ha sido educada en la corte misma —repuso lord Fellamar—, pues, prescindiendo de su belleza, jamás he visto un ser tan gentil, tan amable y tan educado como esa joven.
—¡Bravo! —exclamó lady Bellaston—. Veo que mi prima le ha conquistado a usted.
—No lo niego, ya que estoy locamente enamorado de ella.
—No ha elegido usted mal, se lo aseguro —afirmó la dueña de la casa—. Cuenta, además, con una gran fortuna. Es hija única y las propiedades de su padre rentan tres mil libras al año.
—Entonces, lady Bellaston —contestó el lord—, la considero el mejor partido de Inglaterra.
—Si de veras le gusta, lord Fellamar, me gustaría que fuera para usted.
—Puesto que se muestra usted tan amable conmigo, señora —murmuró el joven—, y dado que esa joven es pariente de usted, ¿quiere hacerme el honor de presentar mi propuesta de matrimonio al padre?
—¿Habla usted en serio? —exclamó lady Bellaston con seriedad fingida.
—Confío, lady Bellaston, que tenga usted mejor opinión de mí que la que supone creer que sea capaz de bromear sobre un asunto de esta índole.
—Será para mí un placer hacer la proposición al padre de Sophia, y me atrevo a asegurarle —contestó la dama— que la acogerá con verdadera alegría. Pero existe un obstáculo, que casi me avergüenzo de mencionar, aunque éste es tal, que no creo que pueda usted vencerlo jamás.
—Lady Bellaston, he sentido tal desmayo en mi corazón, que por un instante he creído que había llegado mi última hora.
—¡Y yo que creía haberle inflamado! —murmuró lady Bellaston—. ¡Un enamorado que habla de desfallecimiento de su corazón! Esperaba más que me pidiese usted el nombre de su rival, a fin de habérselas con él.
—Le aseguro, señora —repuso el lord—, que hay muy pocas cosas que yo no me sienta capaz de emprender por lograr a su encantadora prima. Pero, por favor, dígame, ¿quién es el afortunado mortal que posee el amor de esa joven?
—Por desgracia se trata de uno de los tipos más degradados que pueda usted imaginarse. Es pobre, bastardo y expósito. En suma, un individuo de peores condiciones que cualquiera de sus lacayos.
—¿Y es posible que una joven que reúne tantas perfecciones haya decidido entregarse a un hombre tan indigno?
—¡Oh, amigo mío! —repuso la dama—. No debe usted olvidar lo que es el campo. La perdición de todas las jóvenes viene de él. En el campo se conciben ideas románticas y no sé cuántos otros desatinos sobre el amor, que la ciudad y las buenas compañías no bastan para hacerlos olvidar en el curso de un invierno.
—Realmente, lady Bellaston —contestó el lord—, su prima vale demasiado para que ella pueda despreciarse a sí misma de tal modo. Hay que evitar a toda costa que siga adelante.
—¿Y cómo podría evitarse? La familia de mi prima ha hecho ya lo imposible. Pero ella está enamorada, y le tiene sin cuidado si se labra a sí misma su perdición. Y si he de serle franca, no me sorprendería oír el mejor día que se había escapado con ese individuo.
—Lo que me dice usted, lady Bellaston —repuso el lord—, me ha impresionado profundamente y suscitado mi compasión, en lugar de disminuir la adoración que siento por su prima. Tendremos que buscar la forma de poder conservar esa joya inestimable. ¿Ha intentado usted convencerla?
Lady Bellaston fingió sonreír y repuso:
—Mi querido amigo, creía que conocía usted mejor a las mujeres. ¡Suponer que un razonamiento pueda hacer que una mujer joven desista de sus deseos! Estas joyas inestimables son tan sordas como las joyas que usan. Crea que el tiempo es la única medicina que existe para curar la locura. Pero ésta es una medicina que estoy segura que usted no tomará. Sí, mi prima me preocupa enormemente. Estoy convencida de que sólo darán resultado con ella los procedimientos violentos.
—Entonces ¿qué es lo que debe hacerse? —inquirió el joven lord—. ¿Qué procedimiento hay que adoptar? ¿Existe un medio de evitar que cometa una locura? ¡Oh, lady Bellaston! ¡No hay nada que yo no esté dispuesto a realizar con tal de conseguir esa recompensa!
—En realidad, no lo sé —contestó la dama, tras de una breve pausa, que luego continuó—: Estoy a punto de volverme loca por culpa de esa muchacha. Si queremos salvarla, tenemos que hacer algo inmediatamente. Pero, como le he dicho, sólo son viables los procedimientos violentos. Si de veras siente usted tanto cariño por ella, para ser justos es merecedora de todo, si se prescinde de esa idiota inclinación que siente, aunque convencida de que muy pronto se dará cuenta de su locura, creo que existe un medio, aunque muy desagradable, la sola idea del cual me llena de horror. Se precisa mucha presencia de espíritu.
—No acierto a comprender por qué duda usted de mi fortaleza de ánimo —replicó el lord.
—No dudo de usted, querido amigo —contestó lady Bellaston—. Pero, en cambio, tengo mis dudas en cuanto a mi propio valor, pues me expongo a un grave riesgo. En suma, tengo que depositar tanta confianza en su honor como ninguna mujer debería depositar en un hombre por ningún concepto.
En este punto la dama se sentía plenamente satisfecha de su amigo, ya que gozaba fama de intachable y siempre se hablaba bien de él.
—Sin embargo, tengo miedo —murmuró la dama—. No, no puede ser. Buscaremos otro procedimiento. ¿Puede librarse usted hoy de sus compromisos y comer conmigo? Así dispondrá de la oportunidad de ver de nuevo a miss Western. Le aseguro que no tengo tiempo que perder. No estarán presentes más que lady Betty, miss Tagle, el coronel Hampsted y Tom Edwards. Pero éstos se marcharán pronto y luego no estaré en casa para nadie. Entonces podré ser más explícita con usted. Ya idearé algún medio para que se convenza usted del afecto que mi prima siente por ese individuo.
Lord Fellamar aceptó la invitación, y ambos se separaron para irse a vestir pasadas las tres de la tarde.