CAPÍTULO PRIMERO

ES DEMASIADO CORTO PARA NECESITAR PREFACIO.

Los escritores religiosos, o, por mejor decir, morales, enseñan que la virtud es el camino seguro de la felicidad, lo mismo que el vicio lo es de la miseria. Esta doctrina resulta muy saludable y sólo debemos hacerle una objeción: la de que no es cierta.

Si esos escritores entienden por virtud el ejercicio de esas virtudes cardinales que, al igual que las buenas esposas hogareñas y recatadas, permanecen siempre en casa ocupándose de los asuntos de su propia familia, estoy por completo de acuerdo con esa opinión, ya que tales virtudes conducen invariablemente a la felicidad, e incluso me atrevo, contradiciendo a sabios antiguos y modernos, a llamarlas sabiduría, ya que jamás ha existido un sistema más sabio que el de los antiguos epicúreos, los cuales apreciaban en alto grado tal sabiduría, al revés de los modernos epicúreos, que colocan la felicidad en la satisfacción de todo apetito sensual.

Pero si se entiende por virtud esa cualidad que se ocupa en cosas exteriores y persigue el bien de los demás, no estoy de acuerdo en que sea éste el camino más seguro para lograr la felicidad, ya que en muchas ocasiones camina en compañía de la pobreza, el desprecio, la murmuración, la envidia y la ingratitud, e incluso a veces nos vemos obligados a visitar dicha felicidad en la misma cárcel, cuyas puertas se han abierto para el infeliz que ha llevado a la práctica esa virtud.

Pero no dispongo de tiempo para extenderme sobre semejante tema. Mi deseo era aclarar una doctrina que se me presenta al paso, ya que mientras Mr. Jones intentaba preservar a su prójimo de la destrucción, el diablo o quizá algún otro espíritu maligno disfrazado de ser humano trabajaba de firme para impedirle que pudiera evitar la ruina de Sophia.

Esto podría tomarse como una excepción de la regla de que hablábamos antes, pero como en nuestra vida hemos presenciado otras muchas excepciones, preferimos poner en tela de juicio la doctrina, en que se fundamenta que aceptamos como cristiana, que no consideramos verdadera y que destruye uno de los más nobles argumentos para la creencia en la inmortalidad.

Y ahora, como la curiosidad del lector, si por acaso la siente, debe de estar al rojo vivo y deseando verse satisfecha cuanto antes, me apresuro a complacerla en lo posible.