CAPÍTULO IX

DONDE MR. NIGHTINGALE HIJO SE CONFIESA A SU TÍO.

Al llegar a su casa, Tom Jones encontró las cosas muy distintas de como las había dejado al salir. Mrs. Miller, sus dos hijas y John Nightingale estaban cenando juntos cuando el tío, sin previo aviso, apareció ante ellos, pues conocía a todos por haber visitado a su sobrino en diversas ocasiones en aquella casa.

El caballero se dirigió en primer lugar a miss Anne, la saludó con la mayor ceremonia, haciendo lo mismo luego con la madre y la otra hermana. Por último cumplimentó a su sobrino, haciéndolo con el mismo buen talante y cortesía que si éste se hubiera casado con una igual o superior a él en fortuna y posición social.

Tanto miss Anne como su supuesto marido se tornaron pálidos, y más bien parecieron sorprendidos y perplejos ante la inesperada visita. Pero Mrs. Miller aprovechó la primera ocasión para salir de la estancia y, habiendo llamado a Tom al comedor, se arrojó a sus pies. Acompañando sus palabras con abundantes lágrimas, llamó al joven su ángel bueno, el salvador de su familia y otras cosas no menos expresivas y cariñosas.

Luego de dar rienda suelta a estas manifestaciones de agradecimiento que, según afirmó, tenía que expresar, pues de lo contrario hubiera reventado, comunicó a Tom que todo estaba resuelto entre Mr. Nightingale y su hija, pues se iban a casar a la mañana siguiente. Pero como Tom demostró su alegría al oír la noticia, la infeliz mujer tornó a manifestarle su agradecimiento con una nueva serie de palabras de fervoroso agradecimiento, hasta que al cabo la mujer guardó silencio, y ambos regresaron a la habitación donde se encontraban los demás.

Pasaron dos o tres horas muy agradables, durante las cuales el tío, que era harto aficionado a beber, alentó de tal modo al sobrino, que éste, si no estaba borracho, comenzaba a sentirse demasiado alegre. Entonces Mr. Nightingale rogó a su tío que le acompañara a la habitación que antes había ocupado en aquella casa, donde declaró lo siguiente:

—Como siempre has sido para mí el mejor y más cariñoso de los tíos, y como has demostrado una bondad y una comprensión sin límites al disculpar este matrimonio, que debe de parecerte un poco imprevisto, no me lo perdonaría jamás si ahora te engañara.

A continuación confesó lo que ocurría.

—¿Cómo, John? —exclamó el tío sorprendido—. ¿Entonces no estás realmente casado con esa joven?

—No, no lo estoy —contestó Nightingale—. Te he dicho la pura verdad.

—Mi querido sobrino —exclamó el tío, besando al joven—. No sabes lo que me alegra oírte decir eso. Jamás me he sentido más satisfecho. Si ya hubieras estado casado te habría ayudado para sacar el mejor partido posible de un mal negocio. Pero existe una gran diferencia entre una cosa irrevocable y otra que todavía se ha de llevar a cabo. Permite que actúe tu razón, querido John, y entonces verás este matrimonio desde un punto de vista tan absurdo y descabellado que no será necesario emplear ningún argumento persuasivo para convencerte.

—¿Cómo, tío? —preguntó John—. ¿Es que existe alguna diferencia entre haber realizado un acto o haberse comprometido a realizarlo?

—¡Bah! —exclamó el tío en tono desdeñoso—. El honor es algo creado por la sociedad y ésta, que es su creadora, puede gobernarlo y dirigirlo como le plazca. No ignoras la escasa importancia que se concede a estos incumplimientos de contrato. Incluso los más importantes son todo lo más motivo de conversación de un día. ¿Crees que habrá ningún caballero que después de lo ocurrido sienta el menor escrúpulo de entregarte su hija o su hermana? ¿Habrá hermano o hija que sienta escrúpulos de conciencia y no quiera aceptarte como marido? El honor no tiene nada que ver con semejantes compromisos.

—Perdóname, querido tío —repuso John—. Jamás me será posible pensar de ese modo. No sólo está interesado en ello mi honor, sino también mi conciencia y un sentimiento de humanidad. Estoy convencido de que si ahora abandonase a esa muchacha, las consecuencias serían la muerte para ella, considerándome yo entonces un asesino, un asesino que habría utilizado el más cruel sistema para matar, el de destrozar un pobre corazón.

—¡Destrozar un pobre corazón! No, no, John —repuso el tío—. Los corazones de las mujeres no se destrozan con tanta facilidad. Son muy sufridos, muchacho, enormemente sufridos.

—Además, tío —añadió John—, mi cariño está también en juego. Nunca podré ser feliz con otra mujer. ¿Cuántas veces no te he oído decir que los jóvenes debían de elegir por sí mismos, y que permitirías que mi prima Henriette lo hiciera así?

—Tienes razón, lo he dicho —contestó el tío—. Pero esto es en el caso de que elijan con prudencia. John, debes y tienes que dejar a esa joven.

—Pues yo te digo —replicó el sobrino— que debo tenerla y la tendré por encima de todo y pase lo que pase.

—¡Que la tendrás! —murmuró el tío—. No esperaba oír en tus labios semejante frase. Nada me sorprendería que hubieras empleado ese lenguaje con tu padre, que te ha tratado siempre como un perro y se ha mantenido de ti a la distancia que separa a un tirano de sus súbditos. Pero yo, que he convivido contigo como un amigo, podía y debía esperar de ti otro trato, aunque me explico perfectamente tu conducta: es el resultado de la absurda educación que has recibido y en la que tan escasa participación he tenido yo. Ahí tienes a mi hija, a quien he educado como a una amiga, que jamás hace nada sin antes oír mi consejo, y nunca lo rehúsa cuando se lo doy.

—Todavía no has tenido que darle ningún consejo en asuntos como el mío —contestó John—. Mucho me equivocaría respecto a mi prima si se mostraba dispuesta a obedecer tus órdenes a fin de que diera de lado a sus más profundas inclinaciones.

—No critiques a mi hija —murmuró el caballero, con súbita emoción—. No hables de ella. La he educado para que no sienta inclinaciones distintas de las mías. Al permitirle que haga lo que le plazca, le he inculcado el hábito de que le guste lo que a mí me place.

—Perdóname, tío —dijo Nightingale—. No es mi intención hacer reflexiones sobre mi prima, por la que siento una gran estima, y estoy convencido de que jamás la someterás a una prueba tan terrible o le darás órdenes tan severas como a mí. Pero, querido tío, creo que debemos volver con los demás, pues temo que empiecen a inquietarse ante nuestra larga ausencia. Sólo te pido un favor, que no digas nada que pueda lastimar a la infeliz muchacha o a su madre.

—No temas, John —contestó el tío—. No entra en mi modo de ser ofender a ninguna mujer, así que te concedo el favor que me pides. Pero a cambio de él yo espero otro de ti.

—Son pocas las órdenes tuyas que yo no esté dispuesto a obedecer de buen grado.

—No te pido más que vengas conmigo a mi alojamiento a fin de que podamos hablar con mayor amplitud y libertad, pues tengo, si puedo, el deber de proteger a mi familia, pese a la loca obstinación de mi hermano, que se considera el hombre más sabio del mundo o poco menos.

John, que sabía bien que su tío era tan terco como su padre, se resignó a acompañarle. Ambos regresaron a la habitación donde estaban las mujeres, no sin que antes el caballero prometiera que se comportaría con idéntico decoro y cortesía que al principio.