CAPÍTULO VIII

DONDE SE CUENTA LO QUE SUCEDIÓ ENTRE TOM JONES Y EL ANCIANO CABALLERO MR. NIGHTINGALE, CON LA APARICIÓN DE UN PERSONAJE TODAVÍA NO MENCIONADO EN LA PRESENTE HISTORIA.

Pese a la afirmación del satírico romano, que niega en redondo la divinidad de la diosa Fortuna, y la opinión de Séneca, que abunda en el mismo sentido, Cicerón, que, a mi juicio, fue un hombre mucho más sabio que los dos primeros, es de opinión contraria. Lo cierto es que en la vida ocurren incidentes tan extraños e inexplicables que parece como si para que se produjeran requiriesen algo más que la previsión y la habilidad humanas.

De esta clase fue el incidente que le ocurrió a Jones, el cual encontró a Mr. Nightingale padre en un momento tan crítico que la Fortuna, si mereció toda la adoración que se le rendía en Roma, no podía haber inventado otro igual. Lo sucedido fue lo siguiente: el anciano caballero y el padre de la joven con quien el primero deseaba casar a su hijo se habían ocupado del asunto durante varias horas. Al cabo se marchó el segundo, dejando al otro encantado con la idea de haber triunfado en una larga disputa. Los respectivos padres de los futuros novios habían tratado de engañarse mutuamente y, cosa frecuente en estos casos, ambos creían haber logrado la victoria.

El anciano caballero Nightingale, a quien ahora visitaba Jones, era lo que se llama un hombre de mundo, es decir, un hombre que actúa para sacar el mayor partido del mundo, pues está persuadido de que no existe otro. Antaño se había dedicado al comercio. Pero una vez adquirió una regular fortuna, abandonó sus negocios, o, mejor dicho, abandonó el tráfico de mercancías por el tráfico de dinero, del que disponía en abundancia, y que sabía manejar muy bien aprovechándose de las necesidades de la gente. El hombre se había dedicado tan de lleno al manejo del dinero, que llegaba a dudar de que existiera otra cosa en el mundo. Cuando menos, estaba firmemente convencido de que ninguna otra cosa tenía valor positivo.

El lector pensará sin duda que la Fortuna no podía haber elegido una persona menos propicia a que Tom Jones pudiera triunfar en sus propósitos.

El dinero era siempre el pensamiento dominante del caballero, el cual, en cuando veía a un desconocido en su casa, pensaba en el acto que aquella persona iba a llevarle dinero o bien a quitárselo. Y de acuerdo con la conjetura que predominase en él, concebía una idea favorable o desfavorable de la persona.

Desgraciadamente para Tom Jones, esta vez fue la última de estas ideas la que se impuso. El día anterior se había presentado en su casa un caballero con un papel firmado por su hijo en el que éste reconocía una deuda de juego. Y ahora, al ver a Jones, el viejo caballero imaginó que el joven llevaba una misión semejante. Por tal motivo, en cuanto Jones dijo que iba en nombre de su hijo, el anciano vio confirmadas sus sospechas y exclamó:

—Pierde usted el tiempo.

—¿Es posible, señor, que haya usted adivinado lo que me trae aquí? —respondió Jones.

—Sí, y le repito que pierde usted el tiempo —insistió el anciano—. Supongo que es usted uno de esos petimetres que arrastran a mi hijo al libertinaje y al desenfreno que acabarán con él. Pero le aseguro a usted que no pagaré más deudas de mi hijo, aunque confío que no tardará en abandonar esas malas compañías. Si no lo esperase así, no le habría buscado una esposa, pues no me gusta contribuir a la ruina de nadie.

—¿Y cómo encontró usted esa novia, señor? —preguntó Jones.

—¿Por qué le interesa a usted saberlo? —replicó el anciano.

—Me intereso por todo lo relativo a la felicidad de su hijo —contestó Jones—, a quien aprecio mucho. Precisamente por esto he venido a visitarle a usted. No puedo expresarle toda la satisfacción que me proporciona usted al decirme lo que me dice. Es usted muy bueno, muy generoso y muy indulgente al arreglar tal boda de su hijo. Se trata de una mujer que hará que sea uno de los hombres más felices de la tierra.

No hay nada que despierte más nuestra simpatía que, tras de haber concebido una cierta prevención contra una persona la primera vez que la vemos, comprobar luego que tal alarma era falsa. Esto mismo le sucedió a Nightingale, que en cuanto comprobó que Tom Jones no iba a pedirle nada, empezó a sentir simpatía hacia él.

—Haga el favor de sentarse —dijo—. No recuerdo haber tenido el placer de verle antes de ahora, pero basta que sea usted amigo de mi hijo… Sí, si su novia no consigue hacerle feliz, será culpa de él. La muchacha aportará al matrimonio una fortuna capaz de hacer feliz a cualquier hombre razonable.

—Naturalmente —exclamó Jones—. La joven vale una fortuna. Es bonita, gentil, de carácter dulce y bien educada… Y, además, muy distinguida. Canta admirablemente y posee una mano muy hábil para el clavicordio.

—Ignoraba todo eso, pues nunca he visto a la joven —contestó el anciano—. Pero no dejan de gustarme esas cualidades. Y, sobre todo, me satisface la conducta de su padre, que no ha sacado a relucir esas cualidades en nuestro contrato. Un hombre vanidoso las habría sacado a relucir.

—Le aseguro que posee esas cualidades en el más alto grado, señor —continuó Jones—. Yo temía que no estuviera usted decidido del todo a que se efectuara tal matrimonio. Precisamente venía a rogarle, a suplicarle que no se opusiera a esta boda.

—Si ha venido usted a eso, puede irse perfectamente tranquilo —contestó el anciano—. Le doy mi palabra de que me siento muy satisfecho con su fortuna.

—Señor —contestó Jones—, que se muestre usted tan satisfecho, tan moderado en sus pretensiones, es una prueba de su clara inteligencia y de la nobleza de su alma.

—No, no tan moderado —contestó el padre—. No tan moderado.

—Eso que usted dice indica aún mayor nobleza —contestó el joven—. Es una locura considerar el dinero como el único fundamento de la felicidad, y más tratándose de una mujer como ésta, con muy escasa o ninguna fortuna.

—Tiene usted una opinión muy justa del dinero, amigo mío. Y quizá esté usted enterado de las circunstancias de la dama, lo mismo que lo está de sus cualidades. ¿Qué fortuna le calcula usted?

—¿Fortuna? Bastante mezquina para su hijo —contestó Jones.

—Entonces… ¿podría él escoger algo mejor? —preguntó el viejo.

—Eso no —contestó Jones—. Se trata de una de las mujeres más buenas del mundo.

—Bien, pero yo me refiero a bienes de fortuna… ¿Cuánto calcula usted que pueda poseer su amiga?

—Pues… todo lo más doscientas libras —contestó Jones.

—¿Se burla usted, caballero? —exclamó el padre un tanto amoscado.

—Nada de eso —contestó Jones—. Hablo en serio. No creo injuriar a la muchacha, pero, si es así, le pido perdón.

—Sí, la ofende usted —afirmó el anciano—. Estoy seguro de que posee cincuenta veces esa suma, y para que yo acceda a que se case con mi hijo, tendrá que aumentarla en otro tanto.

—Es demasiado tarde para hablar de consentimiento —dijo Jones—. Su hijo está ya casado.

—¿Casado mi hijo? —exclamó el anciano caballero en el colmo de su asombro.

—Claro que sí. Y yo creía que usted lo sabía —contestó Jones.

—¡Casado con miss Harris! —exclamó de nuevo el padre.

—¿Con miss Harris? —dijo Jones—. No, señor, nada de eso. Con miss Anne Miller, hija de Mrs. Miller, en cuya casa se alojaba. Y aunque su madre se vea obligada a alquilar habitaciones, se trata de una verdadera señorita en toda la acepción de la palabra.

—¿Está usted bromeando o habla en serio? —preguntó el padre con voz solemne.

—¿Bromeando? —contestó Jones—. Detesto las bromas. He venido a hablar con usted con toda seriedad. Ya suponía, y ahora veo que es cierto, que su hijo no se había atrevido a participarle a usted un matrimonio tan inferior a él en cuanto a fortuna. Pero la reputación de la muchacha no consentía que se mantuviera más tiempo el secreto.

Mientras el padre se quedaba atónito al oír la noticia, en la estancia penetró un caballero que saludó al anciano con el nombre de hermano.

Pero aunque tuvieran un parentesco tan próximo, se diferenciaban enormemente en la manera de ser. El hermano recién llegado también había comenzado en el comercio; sin embargo, tan pronto como se vio en posesión de seis mil libras adquirió con la mayor parte de este dinero una pequeña finca y se retiró al campo, donde contrajo matrimonio con la hija de un clérigo, una joven que si bien carecía de belleza y de fortuna, le había seducido por su gracia, de la que estaba perfectamente dotada.

Había vivido al lado de esta mujer durante veinte años, gozando de un estado más semejante al que los poetas atribuyen a la Edad de Oro que a cualquiera de los modelos que nos proporciona la edad moderna. De ella tuvo cuatro hijos. Pero ninguno de ellos había llegado a la edad adulta, salvo una hija, a quien sus padres acabaron por echar a perder, es decir, educaron con tanta ternura y mimo, que ella les devolvía corregidos y aumentados, que acababa de rechazar un matrimonio muy conveniente con un caballero que había sobrepasado la cuarentena, sencillamente porque no se decidía a separarse de sus padres.

La joven que Mr. Nightingale había buscado para su hijo era parienta cercana de su hermano y amiga de su sobrina, y se debía a esta circunstancia, a la proyectada boda, el que el hermano hubiera venido ahora a Londres. Pero no con intención de alentarla, sino todo lo contrario, para disuadir a su hermano de unos propósitos que, a su parecer, serían causa de la ruina moral de su sobrino. El hombre no columbraba otro fin a aquella proyectada unión con miss Harris, pese a su gran fortuna, puesto que tanto su persona como su inteligencia no parecían prometer felicidad matrimonial de ningún género, ya que era muy alta, tan delgada como un huso y enormemente fea, afectada, tonta y de pésimo carácter.

Por este motivo, en cuanto su hermano mencionó lo del matrimonio de su hijo con miss Miller, el recién llegado expresó la mayor satisfacción, y cuando el padre comenzó a insultar y denigrar a su hijo, amenazándole con no entregarle ni un chavo, el tío habló del siguiente modo:

—Si no estuvieras tan acalorado, querido hermano, te preguntaría si quieres a tu hijo por él mismo o por ti. Seguramente tú me responderías que por él, y pienso que es su felicidad lo único que intentas conseguir con el matrimonio que le has buscado. Ahora bien, hermano, dictar las reglas de la felicidad a otras personas me ha parecido siempre absurdo y estúpido, aparte de que insistir en ello lo considero una tiranía. Es un error vulgar, ya lo sé. Pero no por ello deja de ser un error. Y si resulta absurdo en otros terrenos, mucho más lo es en el del matrimonio, cuya felicidad depende por completo del cariño que se tengan los dos que lo forman. Por esta razón me ha parecido siempre muy poco razonable en los padres su deseo de elegir marido o mujer para sus hijos, pues es un vano intento de crear un afecto. También reconozco, sin embargo, que si bien un padre no debe imponer jamás su criterio en esta materia, tiene derecho a ser consultado, y si es preciso debe negar su autorización a la boda que se intenta. Admito, pues, que mi sobrino al casarse sin pedirte consejo ha incurrido en una falta grave. Pero, hablando con sinceridad, ¿no has contribuido tú en algo a que el muchacho cometiese esa falta? Con tus frecuentes declaraciones sobre el tema, ¿no le habrás proporcionado el convencimiento moral de tu oposición decidida, en el caso de que su novia no aportase dinero al matrimonio? ¿Tu cólera de ahora no tiene su origen en ello? Y si tu hijo ha rebasado sus deberes hasta ese punto, ¿no abusaste tú de tu autoridad cuando, prescindiendo por completo de él, le preparaste un matrimonio con una mujer a quien jamás has visto y a quien si conocieras y tratases como yo lo he hecho te hubiera parecido una verdadera locura la simple idea de unirla en matrimonio con tu hijo? Aunque reconozco que mi sobrino ha cometido una falta, ésta no es en modo alguno imperdonable. Ha actuado sin tu consentimiento en un problema en que su deber de hijo era el consultarte. Pero se trata de una cuestión en la que el principal interesado es él. Sin duda reconocerás que sólo tuviste en cuenta su interés y que si, por desgracia, éste difería del tuyo y era equivocado en la idea de la felicidad, ¿querrías, hermano, si es que de veras estimas a tu hijo, llevar adelante el asunto? ¿Acrecentarás los malos resultados de su elección? ¿Intentarás conducirle a una miseria que puede ser problemática? En resumen, hermano, si las circunstancias impiden que disponga de tanto dinero como tú hubieras querido para él, ¿vas por eso a procurar su desgracia?

Con la fuerza de su fe católica, san Antonio se atrajo a los peces. Orfeo y Amphion fueron algo más allá, y con la armonía y dulzura de su música encantaron a objetos inanimados. Ambos son casos maravillosos. Pero tanto la Historia como la fábula no dan cuenta de un solo caso en que por la sola fuerza de los argumentos y de la razón triunfaran jamás de la avaricia.

En lugar de contestar a su hermano, Mr. Nightingale padre se limitó a decir que ambos habían diferido siempre en su modo de pensar sobre la educación de sus hijos.

—Hubiera preferido, hermano —repuso—, que te hubieras limitado al cuidado de tu hija y no te preocupases de las cosas de mi hijo, que tan poco ha ganado con tus preceptos y tu ejemplo.

John Nightingale era ahijado de su tío y había vivido más con él que con su padre, lo que hacía que el tío dijera a veces que quería a su sobrino casi tanto como a su hija.

Tom Jones se sjntió encantado con el nuevo caballero, y cuando, tras de varios intentos, observó que el padre de John se mostraba cada vez más irritado, en vez de apaciguarse, Tom condujo al tío a casa de Mrs. Miller a fin de que se entrevistara con su sobrino.