CAPÍTULO VII

ENTREVISTA ENTRE MR. JONES Y MR. NIGHTINGALE.

Tanto el bien como el mal que hacemos a nuestros semejantes se refleja muchas veces en nosotros mismos, pues del mismo modo que los hombres de natural bondadoso disfrutan con sus actos de bondad tanto como los que se benefician de ellos, también los de fondo maligno son, por lo general, incapaces de hacer daño sin sentir algún remordimiento ante el perjuicio que han causado a sus semejantes.

Mr. Nightingale se hallaba precisamente en este caso. Jones le encontró en su nuevo hogar, sentado en actitud melancólica ante el fuego, lamentándose para sí por la desgraciada situación a que había arrastrado a la pobre Anne. Al ver entrar a su amigo, se puso en pie y salió a su encuentro.

—Nada puede ser más oportuno que su presencia en mi casa, Tom. Me sentía muy triste y necesitaba alguna compañía.

—Entonces siento traer noticias tan poco adecuadas para consolarle, y que, a mi juicio, más bien han de abrumarle. Pero es necesario que las conozca. Pero vengo a hablarle en nombre de una familia dignísima a la que usted ha conducido a la miseria y al deshonor.

Mr. Nightingale cambió de color al oír estas palabras. Pero Tom Jones, sin hacer caso de ello, continuó trazando una viva pintura de la trágica historia que el lector ya conoce por el capítulo anterior.

Nightingale no interrumpió a Tom ni una sola vez, aunque su rostro dejó transparentar una serie de violentas emociones, y cuando Tom Jones concluyó, tras de lanzar un profundo suspiro, dijo:

—Lo que acaba usted de decirme, querido amigo, me ha impresionado vivamente. No podía suceder nada más terrible que la infeliz muchacha revelase sin querer el contenido de la carta. De otro modo, hubiera quedado a salvo su honor y todo hubiera permanecido en el secreto más profundo. La muchacha se habría salvado así de lo peor, pues en la ciudad están sucediendo de continuo casos por el estilo. Y si el marido más tarde sospecha algo, cuando ya la cosa no tiene remedio, lo más lógico y prudente es que oculte sus sospechas ante su esposa y el mundo entero.

—Querido amigo —repuso Tom—, éste no es el caso de la desgraciada Anne. Ha conseguido usted que le quiera tanto, que es el perderle a usted, y no su honor, lo que la vuelve loca, cosa que terminará con la destrucción de ella y de toda su familia.

—En lo que a eso se refiere —contestó Nightingale—, Anne dispone de mi amor de un modo tan completo, que mi esposa, sea quien sea ésta, no tendrá la menor participación en él.

—¿Es que piensa todavía en abandonarla? —inquirió Tom.

—¿Qué otra cosa puedo hacer? —contestó John.

—Pregunte a miss Anne —contestó Tom con calor—. Dado el estado en que la ha dejado, creo que es ella la que debe indicar la reparación que le debe usted. Su interés, no el de usted, es el que debe entrar en juego en este asunto. Pero si me pregunta qué tiene que hacer, entonces le contestaré: ¿qué menos que satisfacer las esperanzas de ella y de su familia? Con sinceridad le diré que yo también las compartí en cuanto les vi juntos por vez primera. Confío que me perdonará usted mi franqueza, dada la amistad que nos une y la gran compasión que me inspiran esas desdichadas. Pero sin duda su propio corazón le sugerirá, si es que en alguna ocasión no intentó usted convencer con su conducta tanto a la madre como a la hija, de que le guiaban intenciones honradas. De ser así, como creo, y aunque no hayan mediado promesas claras de matrimonio, dejo a su conciencia lo que debe hacer en el presente caso.

—No sólo debo reconocer lo que acaba usted de insinuar, sino que mucho me temo haber dado esa promesa que acaba de mencionar.

—¿Y después de haberlo confesado duda aún de lo que debe hacer? —exclamó Tom Jones.

—Usted, que es un hombre de honor —contestó—, no puede darme consejos que van contra las leyes que rigen a éste. Por esta razón yo le pregunto: ¿si no hubiera otra objeción en contra, puedo, una vez hecha pública la deshonra de Anne, pensar en semejante alianza con ella?

—Sin la menor duda —replicó Tom Jones vivamente—, puesto que el honor más escrupuloso, que es el de la bondad, lo exige así. Como según creo ver siente usted algún escrúpulo en este sentido, permítame que lo analice. ¿Puede ser culpable, y conservar su honor, de haber engañado a una muchacha y a su familia con falsas promesas y mediante este ardid robar arteramente la inocencia de la joven? ¿Puede usted ser el motivo, comprobado y meditado, el astuto causante de la ruina moral y física de un ser humano y conservar el honor? ¿Puede soportar la idea de que esa joven es un ser cariñoso, sin ayuda de nadie e indefensa y conservar su honor? ¡Una mujer que le quiere, que confía plenamente en usted, que se muere por usted, que ha confiado ciegamente en sus promesas y que le ha confiado lo que para ella era más estimable! ¿Puede el honor de un hombre soportar tales cosas sin estremecerse?

—Todo lo que acaba usted de decir es muy lógico —repuso Nightingale—. Pero veo que ignora que la opinión general de la sociedad es contraria en absoluto a tal modo de pensar, y que si yo contrajera matrimonio con una perdida, me avergonzaría de mostrarme en público.

—¡No sé cómo se atreve usted a aplicar ese adjetivo, a todas luces inmerecido, a miss Anne! —exclamó Tom—. En cuanto le prometió usted que se casaría con ella, ya fue como si fuera su esposa. Y ella pecó más por falta de prudencia que de virtud. ¿Y qué mundo es ese que se avergonzaría usted de mirar cara a cara? El de los libertinos, el de los envilecidos y el de los idiotas. Perdóneme si le digo que esa vergüenza debe de proceder de la falsa modestia, que siempre y en todas partes acompaña al falso honor como su sombra. Pero estoy más que convencido de que no habrá hombre bueno dotado de un poco de sentido común que no aplauda su acción. Mas aunque así no fuera, ¿no lo aplaudiría su propio corazón? ¿No producen mayor placer a nuestra alma esas sensaciones cálidas, extáticas, que sentimos ante una acción honrada, noble, desinteresada y buena que los inmerecidos elogios de millares de seres? Contemple la alternativa que tiene ante usted. Por un lado, esa pobre muchacha, desgraciada, crédula, en brazos de su infeliz madre; escuche los latidos de su corazón en la agonía, suspirando el nombre de usted, y se lamenta más que acusa ante la terrible crueldad que conduce al aniquilamiento. Piense en su desesperada madre, camino de la locura y quién sabe si de la muerte, ante la pérdida de su adorada hija. Mire a la niña huérfana e indefensa, y cuando la imaginación de usted se haya posado durante unos instantes en tales ideas, piense que es el causante de la ruina moral de esa pobre y digna familia. Por otra parte, considérese también como el libertador de todos sus sufrimientos temporales. Piense en la alegría, en el entusiasmo con que esa adorable criatura correría hacia los brazos de usted. Observe cómo la sangre afluye de nuevo a sus pálidas mejillas y el brillo retoma a sus lánguidas miradas. Observe la alegría de la madre, la felicidad de todos. Piense en esa familia, profundamente feliz por un solo acto de usted. Reflexione en semejante alternativa, y sin duda me equivocaré con usted si le exige una larga deliberación hundir a esos desgraciados para siempre o bien elevarlos, mediante una noble y generosa resolución suya, desde el fondo de la desesperación y del deshonor a las más altas cumbres de la felicidad humana. Añado una consideración más, la de que es deber de usted llevarlo a cabo, que la tristeza y angustia de que librará a esa pobre gente es la tristeza y el dolor que usted mismo les ha proporcionado.

—¡Oh, mi querido amigo! —exclamó Nightingale—. No preciso su elocuencia para animarme. Compadezco a la infeliz Anne con toda mi alma, y daría lo que fuera porque no hubiera habido nada entre nosotros. Tuve que sostener conmigo mismo una cruel lucha antes de decidirme a escribir esa terrible carta, que ha sido causa de tanta aflicción para esa desgraciada familia. Si yo no tuviera más que consultar mi deseo, mañana mismo me casaría con Anne. Pero creo que no le resultará a usted difícil comprender lo imposible que sería para mí obtener el consentimiento de mi padre para ese matrimonio, cuando él piensa en otro, y mañana mismo, por orden suya, tengo que visitar a mi futura novia.

—No tengo el honor de conocer a su padre, John —dijo Tom—. Pero supongo que puede ser convencido. ¿Aceptaría usted el único medio que existe de salvar a esa pobre gente?

—Tan por completo como si se tratara de mi propia felicidad —repuso Nightingale—, pues sé bien que no la encontraría con ninguna otra mujer. ¡Oh, mi querido amigo! Si pudiera usted imaginarse lo que he sufrido durante estas últimas doce horas pensando en esa pobre muchacha, estoy seguro de que no sería ella sola la que monopolizaría la compasión de usted. Tan sólo el amor me condujo a ella, y si es cierto que he sentido algunos estúpidos escrúpulos de honor, usted los ha hecho desaparecer. Si mi padre fuera convencido y accediera a mi único deseo, nada faltaría para completar la felicidad de Anne y la mía propia.

—Entonces yo me encargo de eso —contestó Tom Jones—. No debe enfadarse conmigo, sea cual sea el medio que emplee para llevar a buen término este asunto que, como usted comprenderá, no será posible mantenerse oculto mucho tiempo, pues estas cuestiones se divulgan rápidamente una vez conocidas, como por desgracia sucede en el presente caso. Además, si se produjera cualquier acción fatal, como temo que suceda si no se actúa inmediatamente, la gente hablaría de usted de un modo que podría molestar a su padre. Por tanto, si me dice dónde puedo encontrarle, no perderé un segundo, y mientras yo actúo para resolver la cuestión, creo que usted no podría hace nada mejor que visitar a esa infeliz muchacha. Así podrá comprobar que no he exagerado las noticias que le he dado sobre el infortunio de esa pobre familia.

Nightingale se mostró de acuerdo con esta proposición, y después de indicar a Tom la dirección de su padre, y el café donde probablemente le podría encontrar, titubeó un momento y añadió:

—Mi querido Tom, creo que va usted a luchar con un imposible. Si conociera a mi padre, jamás esperaría obtener su consentimiento… Espere, existe un medio… Suponga que le dijera que ya estaba casado. Creo que entonces sería más fácil reconciliarle con los hechos, y le aseguro que me siento tan afectado con lo que me ha contado y quiero a Anne tan apasionadamente, que estoy por decirle que casi desearía que fuera cierto, cualesquiera que fueran las consecuencias de mi acto.

Tom aprobó calurosamente la idea de John Nightingale y prometió apoyarla. Después ambos amigos se separaron: John para visitar a Anne, y Tom para correr en busca del anciano caballero padre de Nightingale.