UN CAPÍTULO QUE, A MI PARECER, SERÁ CAUSA DE REFLEXIÓN PARA LOS JÓVENES DE UNO Y OTRO SEXO.
Poco después de haber salido Partridge apareció Mr. Nightingale, con quien Tom había contraído gran amistad y luego de saludarse, el joven recién llegado dijo:
—De modo, Tom, que la pasada noche estuvo usted acompañado, según he sabido. Sin duda es usted un muchacho de suerte. Apenas lleva dos semanas en la ciudad y ya sabe hacer esperar sillas de mano a la puerta de la casa hasta las dos de la madrugada.
Nightingale continuó bromeando sobre el mismo tema, hasta que al fin Tom le interrumpió.
—Supongo que habrá recibido usted la información de labios de Mrs. Miller, que hace poco rato ha estado aquí para amonestarme. Al parecer, esa buena mujer teme por la reputación de sus hijas.
—¡Oh, Mrs. Miller es muy exagerada a este respecto! —repuso Nightingale—. Como recordará sin duda, no quiso que Anne nos acompañara al baile de máscaras.
—Pero creo que, después de todo, está en lo cierto —contestó Tom Jones—. Le he hecho caso y he enviado a Partridge a que busque otro alojamiento para mí.
—Si le parece bien —dijo Nightingale—, podemos vivir de nuevo juntos, pues le diré en secreto que yo también pienso abandonar hoy la casa.
—¿Es que también le ha reprendido Mrs. Miller? —preguntó Tom.
—No —contestó el otro joven—. Pero no estoy satisfecho con las habitaciones. Aparte de que ya estoy harto de esta parte de la ciudad. Me gusta vivir más cerca de los lugares de diversión, así que ahora me voy a PallMall.
—Pero ¿por qué quiere mantener en secreto su marcha? —inquirió Tom.
—Le aseguro que no pienso huir —repuso Nightingale—. Pero por una razón particular no quiero hacer una despedida formal.
—No tan particular, amigo mío —replicó Jones—. Le confieso que me di cuenta de ella al segundo día de estar aquí. En esta casa habrá algunas lágrimas cuando usted se vaya. ¡Pobre Anne! Siento lástima de ella. Ha despertado usted en ella ilusiones de las que es difícil que se cure.
Nightingale contestó:
—¿Qué demonios quiere que haga? ¿Es que tengo que casarme con ella para curarla?
—No —contestó Tom—. Lo que tenía usted que haber hecho es no hacerle el amor, cosa que, en cambio, ha hecho muy a menudo en mi presencia. No sé como la madre ha podido ser tan ciega para no darse cuenta de nada.
—¡Bah! ¿Darse cuenta? —exclamó Nightingale—. ¿Y de qué tenía que darse cuenta?
—De que ha enamorado usted locamente a su hija. La desgraciada muchacha no sabe ocultarlo. Sus ojos no se apartan de usted ni un solo instante, y se ruboriza cada vez que usted penetra en la habitación donde ella se halla. Siento verdadera lástima de ella, pues me parece una muchacha excelente en todos los sentidos.
—Según su teoría, pues, uno no puede divertirse con las galanterías que se emplean corrientemente con las mujeres, por temor a que éstas se enamoren de nosotros.
—Veo que no quiere comprender, John —afirmó Tom ahora—. No creo en modo alguno que las mujeres se enamoren con tanta facilidad. Pero es que usted ha sobrepasado las galanterías corrientes.
—¿Qué es lo que cree entonces? —preguntó John—. ¿Que nos hemos acostado juntos?
—No, no —repuso Tom, muy serio—. No le creo a usted tan malo. Le concedo incluso que no ha premeditado jamás ningún plan para acabar con la tranquilidad de una pobre muchacha, ni habrá previsto las consecuencias, pues estoy convencido de que es usted un buen muchacho que jamás llevará a efecto un acto de esa clase. Pero mientras satisfacía usted cumplidamente su vanidad, no pensaba que estaba sacrificando a la pobre muchacha, y aunque no le animaba a usted otro fin que el de divertirse un poco, le ha dado alientos a ella para que la infeliz creyera que abrigaba propósitos serios. Respóndame con franqueza, John. ¿A qué fin tendían todas sus descripciones almibaradas de la felicidad, fruto de un amor mutuo y apasionado? ¿Todas las cálidas palabras de ternura y amor desinteresado? ¿Es que creía que ella no se las aplicaba a sí misma? Sea sincero, amigo. ¿No era su intención que se las aplicara?
—No creía, Tom —murmuró Nightingale—, que fuera así. Me parece que sería usted un pastor admirable. Supongo, pues, que no se acostaría con Anne aunque ella se lo propusiera.
—Desde luego —replicó Tom.
—Tom, Tom Jones —exclamó Nightingale en tono humorístico—, acuérdate de anoche, de anoche…
Cuando todo dormía, y la pálida luna
y las silenciosas estrellas brillaban conscientes del robo…
—Escuche, Nightingale —replicó Tom—, no soy un hipócrita ni pretendo haber hecho voto de castidad. Le confieso que he tenido que ver con mujeres. Pero no me remueve la conciencia el miedo de que haya podido perjudicar a ninguna. Ni tampoco para procurarme un poco de placer seré la causa de la desgracia de ningún ser humano.
—Bien, bien —repuso Nightingale—. Le creo y por ello estoy convencido de que me absolverá.
—Lo hago de todo corazón —contestó Tom—, en lo que respecta a haber soliviantado a la muchacha, pero no en lo que se refiere a la conquista de su afecto.
—Si ha ocurrido así, crea que lo lamento de veras. Pero el tiempo y la ausencia se encargarán de borrar más tarde o temprano esas impresiones. Ésta es una receta que debo aplicarme a mí mismo, pues si he de serle sincero… jamás quise a una muchacha como quiero a Anne. Pero creo que debo contárselo todo, Tom. Mi padre ha dispuesto que me case con una mujer que jamás he visto y que está a punto de llegar a Londres para que yo le haga la corte.
Al oír estas palabras, Tom Jones no pudo contener su hilaridad, y Nightingale exclamó:
—Por favor, no se burle usted de mí. Este asunto me trae medio loco. ¡Pobre Anne! ¡Oh, Tom! Quisiera ser dueño de una fortuna.
—Se la deseo de todo corazón —afirmó Tom Jones—, pues ahora, ante lo que me dice, siento lástima de ambos. Pero supongo que no se irá de esta casa sin despedirse de Anne.
—No podría soportar la pena de la despedida ni aunque me regalara diez mil libras. Además, estoy seguro de que eso sólo serviría para inflamar más el corazón de la infeliz muchacha. Por esta razón le ruego que no diga una palabra durante el día de hoy. Esta noche o mañana me marcharé.
Tom Jones prometió a su amigo que guardaría silencio, y tras de reflexionar sobre ello, se dijo que la decisión tomada por John era la más adecuada y prudente, puesto que estaba decidido y se veía obligado a alejarse de la muchacha. Luego anunció a Nightingale que le gustaría mucho alojarse en la misma casa que él, conviniendo que Tom ocuparía el piso bajo o el segundo, ya que él pensaba quedarse con el primero.
El tal John Nightingale, de quien ahora nos veremos precisados a decir algo más, era en las cuestiones de la vida un hombre de honor estricto, y lo que era aún más extraño entre los jóvenes caballeros que poblaban la ciudad, de acrisolada honradez. No obstante, en los asuntos amorosos se mostraba un tanto despreocupado y sin duda era culpable de algunas traiciones a mujeres que no tenían defensa posible. En el arte del amor había llevado a cabo muchas supercherías que, de haberlas realizado en el mundo del comercio, hubieran hecho que se le clasificara entre los mayores villanos de la Tierra.
Pero como la sociedad, ignoro por qué motivos, está de acuerdo en pasar por alto este tipo de traiciones, Nightingale se hallaba muy lejos de arrepentirse de sus iniquidades, vanagloriándose incluso de ellas, y con frecuencia se alababa de la suma facilidad con que conquistaba a las mujeres y de los triunfos que obtenía sobre los corazones femeninos. Por esta razón precisamente había recibido algunas censuras por parte de Tom Jones, que nunca estaba de acuerdo con las ofensas infligidas al sexo bello, el cual, según afirmaba, debía ser considerado, tratado y cuidado con el mayor cariño, ternura y respeto. Pero si se le consideraba como un enemigo, entonces su conquista más bien debía avergonzar al hombre que llenarle de orgullo.