CAPÍTULO XI

DONDE EL LECTOR SE SENTIRÁ SORPRENDIDO.

Tom Jones llegó antes de la hora y más temprano que la dama. Ésta se retrasó no sólo por lo lejos que quedaba la casa donde comió, sino también por otros incidentes no menos molestos para quien se encontrara en la situación de ánimo de ella. Hicieron pasar a Tom al salón, donde apenas llevaría unos minutos cuando se abrió la puerta y apareció… la misma Sophia en persona, la cual había abandonado el teatro antes de la terminación del primer acto. Como hemos dicho antes, se trataba de un estreno y en el teatro se hallaban presentes dos bandos, el uno con el propósito de aplaudir la obra y el otro de patearla. Pero fue tal el escándalo que se armó, que nuestra heroína se asustó, poniéndose bajo la protección de un joven caballero, que la acompañó cortésmente hasta su silla de mano.

Como lady Bellaston le había dicho al salir que regresaría a casa tarde, Sophia, que se creía sola en la casa, penetró en la habitación donde se encontraba Tom de un modo precipitado, dirigiéndose en línea recta a un espejo que había enfrente de ella, sin lanzar una mirada al otro extremo del salón, donde se hallaba Tom Jones de pie, inmóvil, semejante a una estatua. Fue a través del espejo que, luego de contemplar su bello rostro, la joven vio por primera vez a la estatua de carne y hueso, y volviéndose rápidamente, se convenció de que su visión era real. De súbito lanzó un agudo grito y sintió un asomo de desmayo, pero Jones impidió que se cayera al suelo corriendo hacia ella y sosteniéndola entre sus brazos.

Me siento incapaz de describir las miradas y los pensamientos de ambos enamorados. Sus emociones y sensaciones eran demasiado profundas para poderse expresar verbalmente, por lo que no cabe suponer que yo fuera capaz de describirlas, y, lo que es mucho peor aún, muy pocos de mis lectores deben de haber estado lo bastante enamorados para tener la menor experiencia de lo que sucedía en aquellos momentos en los corazones de los dos jóvenes.

Tras de un breve silencio, Jones dijo con acento balbuceante:

—Veo, miss Western, que se ha sorprendido usted al verme.

—¿Sorprenderme? —exclamó la joven—. Sí, tiene razón, y dudo que sea usted la persona que parece.

—Pues sí, soy yo, Sophia —repuso Tom—. Y perdóneme usted que la trate con tanta familiaridad. Soy el mismo desgraciado Tom Jones al que la fortuna, tras de una serie de golpes adversos, ha conducido al cabo hasta usted. ¡Oh, Sophia! ¡Si conociera usted mis sufrimientos y penas durante esta larga e infructuosa persecución!

—¿Persecución de quién? —inquirió Sophia, concentrándose en sí misma y adoptando un aire de reserva.

—¿Por qué es usted tan cruel que me hace esta pregunta? —exclamó Tom—. ¿Es que tendré que decirle que de usted?

—¿Que me perseguía usted a mí? —preguntó Sophia—. ¿Qué asunto tan importante tiene que tratar Mr. Jones conmigo?

—El asunto puede ser de gran trascendencia para alguien, miss Western. —Y diciendo esto entregó a la joven el cuaderno de bolsillo—. Confío que encontrará usted dentro el mismo billete que había cuando lo perdió usted.

Sophia cogió el libro de notas, y se disponía a hablar, cuando Tom la interrumpió.

—Le suplico que no perdamos estos momentos que la fortuna nos ha deparado tan amablemente. ¡Oh, Sophia! Tengo asuntos más importantes que tratar con usted. En primer lugar, permítame que le pida perdón de rodillas.

—¡Pedirme perdón! —exclamó la joven—. No puede usted esperarlo después de lo que ha sucedido, después de lo que he sabido.

—No sé lo que me digo —murmuró Tom—. No merezco, es cierto, que me perdone usted. ¡Oh, Sophia! Le suplico que de ahora en adelante no me dedique el más mínimo pensamiento. Si algún recuerdo mío surge en su mente e inquieta a su tierno corazón, piense en mi indignidad, y haga que el recuerdo de lo ocurrido en Upton se borre para siempre de su memoria.

Sophia permaneció de pie todo este tiempo, temblando de la cabeza a los pies. Tenía el rostro más blanco que la nieve y su corazón latía con alterado ritmo. Pero al oír la palabra Upton se ruborizó, y sus ojos, que había mantenido bajos casi todo el tiempo, lanzaron ahora a Jones una mirada de desdén. El joven comprendió aquel silencioso reproche y contestó:

—¡Oh, Sophia mía, mi único amor! No puedes despreciarme ni odiarme más por lo que ocurrió allí que lo que yo me odio y desprecio. Pero tienes que hacer justicia y creer que mi corazón jamás te ha sido infiel, que no ha participado en la locura de que soy culpable, que siempre te ha sido fiel. Aunque he desesperado de poderte hacer mía, de volverte a ver, jamás me ha abandonado tu adorada imagen, y me ha sido imposible querer en serio a ninguna otra mujer. La que traté de pasada en aquel lugar, jamás me interesó de veras. Créeme, ángel mío, no la he vuelto a ver desde aquel día, y nunca he intentado ni deseado volverla a ver.

Sophia se sintió muy satisfecha al oír estas palabras, pero aumentando la expresión de frialdad de su rostro, repuso:

—¿Por qué se toma usted la molestia, Mr. Jones, de defenderse, cuando es el caso de que nadie le acusa? Si me creyera en la obligación de acusarle, haría contra usted una acusación imperdonable.

—¿Cuál? —inquirió Tom, echándose a temblar y palideciendo, pues esperaba oír mencionar sus amores con lady Bellaston.

—¡Oh! —exclamó la joven—. ¿Cómo es posible que pueda albergarse en el mismo corazón lo noble y lo indigno?

Lady Bellaston, y la suposición de que había sido espiado, impidieron a Tom dar una respuesta oportuna.

—¿Cómo podía yo esperar de usted semejante trato? —continuó Sophia—. ¿De un caballero, de un hombre de honor? ¡Arrastrar mi nombre entre el público, por fondas y mesones, ante la gente más ruin y vulgar! ¡Oír que eran comentados los pequeños favores que mi incauto corazón me hizo concederle a usted! ¡Escuchar que se ha visto obligado a huir de mi amor!

La sorpresa de Tom Jones no tuvo límites al escuchar estas palabras. Pero como no se sentía culpable, no se sintió tan cohibido para defenderse como si la joven se hubiera referido al asunto que de tal modo inquietaba a su conciencia. Luego de reflexionar, cayó en la cuenta de que si Sophia le consideraba culpable de un ultraje tan manifiesto contra el amor y la reputación de ella, se debía únicamente a la charlatanería de Partridge en mesones y fondas, que siempre andaba hablando con los amos y criados, puesto que Sophia acabó por confesar que aquellas noticias le habían llegado a través de estos últimos. No le resultó difícil a Tom convencer a su amada, que era por completo inocente de una ofensa tan opuesta a su carácter y modo de ser. Pero a Sophia le costó un esfuerzo impedir que Tom corriera a su casa para ajustar las cuentas a Partridge, pues tal juró varias veces que haría. Una vez aclarada la cuestión, tan dichosos se sintieron juntos, que Tom Jones olvidó por completo que poco antes había pedido a la joven que dejase de pensar en él, en tanto que ella se mostró dispuesta a escuchar una petición de índole muy diferente. Antes de que ninguno de los dos se diera cuenta de lo mucho que habían avanzado en pocos minutos por el camino de su amor, Tom Jones pronunció ciertas palabras que sonaron a propuesta de matrimonio. Sophia repuso entonces que si el deber paterno no la prohibiera seguir sus propias inclinaciones, la ruina y la miseria junto a él serían cien veces mejor acogidas por ella que la fortuna más grande al lado de otro hombre. Al oír la palabra ruina, Tom se sobresaltó, soltó la mano de la joven, que hacía tiempo tenía cogida, y golpeándose el pecho con la suya, afirmó:

—¿Es que puedo ser causa de tu ruina, Sophia? No. Jamás procederé de manera tan vil y baja. Querida Sophia, por doloroso que me resulte, debo renunciar a ti. Te abandonaré. Arrancaré de mi corazón todas las esperanzas que son incompatibles con tu verdadero bien. Mi amor por ti se conservará siempre encendido en mi corazón. Pero lo haré en silencio, lejos de ti, en una tierra extraña, desde la cual ni mi voz ni mi desesperación pueda llegar a ti, y cuando muera…

Tom hubiera proseguido, pero le detuvo un torrente de lágrimas que comenzaron a brotar de los ojos de Sophia y que dejó caer sobre el pecho del joven, sobre el que ella estaba inclinada. Sophia no se opuso a que Tom besara aquellas lágrimas. Pero recuperando sus energías, se apartó de él, y con objeto de desviar la conversación de un tema demasiado tierno y que, además, le resultaba imposible de soportar, decidió aclarar una cuestión que aún no había tenido tiempo de plantear a Tom.

—¿Cómo has entrado en esta habitación? —comenzó a tartamudear la joven.

Con toda seguridad Tom hubiera despertado las sospechas de Sophia con su respuesta, pero la puerta se abrió de súbito y lady Bellaston entró en la estancia.

La dama avanzó unos pasos y al ver juntos a Tom Jones y a Sophia se detuvo de pronto. Transcurrieron unos minutos de silencio, hasta que lady Bellaston, recobrando su admirable sangre fría, mientras tanto su voz como su rostro dejaban transparentar un asomo de celos, preguntó:

—Creía, Sophia, que te encontrarías aún en el teatro.

Como Sophia no había tenido ocasión de saber por Jones de qué medios se había valido para dar con ella, no sospechaba ni remotamente la verdad, así como tampoco que Tom y lady Bellaston se conocieran, apenas si se turbó, tanto más que la dama, en todas sus conversaciones con ella, se ponía siempre de su parte y en contra de su padre. De modo que Sophia no tuvo el menor inconveniente en contar todo lo que había acontecido en el teatro con la obra estrenada y la causa de su pronto regreso.

Mientras Sophia relataba lo sucedido, lady Bellaston acabó de serenarse y discurrió el mejor modo de resolver aquella embarazosa situación. Y como la conducta de Sophia parecía indicar que Tom Jones no la había traicionado, asumió un aire divertido y exclamó:

—No hubiera entrado tan bruscamente en la habitación, Sophia, de haber sabido que estabas acompañada.

Lady Bellaston mantuvo los ojos fijos en Sophia al pronunciar las anteriores palabras, a las que la pobre muchacha, confusa y ruborizada, contestó con voz titubeante:

—Esté convencida, señora, de que siempre me honra usted con su presencia…

—Por lo menos, confío no haber interrumpido ninguna conversación —añadió lady Bellaston.

—No, señora. Nuestra conversación había ya concluido. Quizá recuerde usted lo de la pérdida de mi libreta de bolsillo, de la cual le he hablado varias veces, y este caballero, que tuvo la suerte de encontrarla, ha tenido la amabilidad de devolvérmela.

Desde que había aparecido lady Bellaston, Jones se sentía más muerto que vivo. Estaba sentado, pero no dejaba de mover los pies, jugaba sin cesar con sus dedos y tenía aspecto de tonto, como un joven que por primera vez asiste a una reunión elegante. Sin embargo, poco a poco comenzó a recobrar la serenidad y, alentado por el proceder de lady Bellaston, que fingía no conocerle, decidió imitarla. Afirmó que desde que tuvo en su poder la libreta se había dedicado con la mayor asiduidad a buscar a la dama cuyo nombre estaba escrito en ella. Pero hasta hoy no había tenido la suerte de encontrarla.

En efecto, Sophia había hablado a lady Bellaston de la pérdida de su libreta. Pero como Jones, por uno u otro motivo, jamás le había comunicado que la tenía en su poder, la dama no creyó una sola palabra del cuento de Sophia, admirando, sin embargo, la rapidez de la muchacha para inventar semejante excusa. La razón aducida por la joven como motivo de su salida del teatro tampoco mereció mejor crédito, y aunque no acertaba a explicarse el encuentro de los dos enamorados, estaba convencida de que no se debía a un accidente casual. Con sonrisa afectada, lady Bellas ton dijo:

—Has tenido una gran suerte al recuperar el dinero, Sophia. Y no sólo porque cayera en manos de un caballero de honor, sino porque éste haya conseguido descubrir a quién pertenecía. Creo que tú no hubieras consentido que anunciara su pérdida. Fue una gran suerte, señor, que descubriera usted a quién pertenecía el billete.

—¡Oh, señora! —exclamó Tom—. Se encontraba dentro del cuaderno, en el que figura escrito el nombre de miss Western.

—Es un detalle por demás afortunado —afirmó la dama—, y no lo fue menos que lograra usted enterarse de la estancia en mi casa de miss Western, pues es muy poco conocida.

Tom se había tranquilizado por completo, y como creyó que ahora se le presentaba la ocasión de satisfacer por entero a Sophia en relación con la pregunta que la joven acababa de hacerle en el instante en que se presentó lady Bellaston, dijo:

—Ha de saber usted, señora, que se debe a una verdadera casualidad el que descubriera esta casa. La otra noche en el baile de máscaras hablé del cuaderno encontrado por mí y del nombre de la dueña a una dama, la cual me dijo que quizá podría ver a miss Western, y que si pasaba por su casa al día siguiente podría informarme de ello. Yo acudí a la cita, pero no la encontré en su casa ni la he vuelto a ver hasta esta mañana, en que me ha dado las señas de esta casa. Luego me he presentado aquí y he preguntado por usted, lady Bellaston, y al decir que me traía un asunto particular, un criado me ha pasado a esta habitación, en la que llevaba escaso tiempo cuando ha entrado miss Western de regreso del teatro.

Al mencionar el baile de máscaras, Tom miró con intención a lady Bellaston, sin temor a que le sorprendiera Sophia, pues la joven se sentía demasiado azorada para que se preocupase de mirar a nadie. La insinuación de Tom alarmó no poco a la dama, que permaneció callada, y Tom Jones, que se dio cuenta de la agitación de Sophia, decidió adoptar la única solución posible en aquellos momentos, es decir, retirarse. Pero antes dijo:

—Creo, señora, que es costumbre en estos casos conceder alguna gratificación. Desearía que a mí se me otorgase una por demás satisfactoria y que no sé si merezco. Esto es, señora, que me conceda usted el honor de volverla a visitar aquí.

—Señor —repuso lady Bellaston—, no dudo de que es usted un perfecto caballero, y sepa que mis puertas jamás están cerradas para las personas distinguidas.

Tom Jones, una vez se despidió con la mayor cortesía y ceremonia, salió muy satisfecho. No menos que Sophia, muy asustada de que lady Bellaston descubriera lo que ya conocía con pelos y señales.

En la escalera Tom se encontró a una antigua conocida, a Mrs. Honour, que, pese a las quejas que tenía contra él, estaba lo bastante bien educada para conducirse como mandan las reglas de la buena educación. El encuentro fue afortunado, pues permitió a Tom comunicarle dónde se alojaba, lo que hasta entonces ignoraba Sophia.