DÓNDE SE DA CUENTA DE UNA ESCENA DOLOROSA QUE PARECERÁ EXTRAORDINARIA A MUCHOS LECTORES.
Tom Jones recobró sus fuerzas tras de algunas horas de profundo sueño, y en cuanto abrió los ojos llamó a Partridge, entregándole un billete de cincuenta libras para que fuera a cambiarlo. Partridge se apoderó del billete con los ojos brillantes, aunque, al reflexionar sobre el caso, concibió algunas ideas no muy halagadoras para el honor de su señor, a lo que contribuyó en especial la idea pavorosa que tenía de los bailes de máscaras, el disfraz con que su amo había salido de casa y el que hubiera permanecido ausente de ella toda la noche. Con sinceridad, la única explicación que encontró para justificar la posesión de aquel billete fue el robo. Y creo que, en realidad, el lector tampoco podrá imaginar otro, a no ser que sospeche que se debía a la generosidad de lady Bellaston.
Al objeto de dejar en su lugar la honorabilidad de Tom Jones y hacer plena justicia a la liberalidad de la dama, diremos que había recibido el regalo de manos de ella, la cual, si bien no practicaba la caridad vulgar de la época, tal como la erección de hospitales, etc., no carecía del todo de esta virtud cristiana y reconocía, a mi parecer muy razonablemente, que un joven de singulares méritos, pero sin un chelín, podía ser objeto de tal virtud.
Mr. Jones y Mr. Nightingale habían sido aquel día invitados a comer con Mrs. Miller. A la hora convenida, ambos jóvenes, acompañados por las dos muchachas, se encontraban en el gabinete, donde tuvieron que esperar desde las tres hasta las cinco, hora en que apareció la buena señora. Había estado fuera de la ciudad con objeto de visitar a un pariente, y al entrar les hizo el relato siguiente:
—Caballeros, les pido mil perdones por haberles hecho esperar. Creo que lo harán cuando sepan el motivo. He ido a ver a una prima mía que vive en las afueras, a unas seis millas de aquí, y que ha dado a luz. Se trata de un buen ejemplo para las personas que se casan sin mirar lo que hacen. —Y al decir esto miró a sus hijas—. ¡Oh, Anne!, ¿cómo podré describirte el estado miserable en que encontré a tu pobre prima? Apenas hace una semana que dio a luz, y la he encontrado en una habitación helada con este frío, sin un mal puñado de carbón en la casa con que encender fuego. Su cama ni siquiera tiene cortinas. Su segundo hijo, tan encantador, pero ahora enfermo de anginas, está acostado en la misma cama de su madre, ya que no hay en la casa otro lecho. ¡Pobre Tommy! Me parece, Anne, que no volverás a ver a tu favorito, pues el niño está muy enfermo. Los otros muchachos gozan de perfecta salud, pero Mary, la mayorcita, está a punto de caer rendida de fatiga. Es una niña de trece años, Mr. Nightingale, y en mi vida he visto enfermera mejor. Cuida a un tiempo de la madre y del hermano, y lo más sorprendente del caso es que finge sentirse del mejor buen humor delante de su madre, aunque cuando sale de la habitación se enjuga las lágrimas.
Al llegar aquí, Mrs. Miller se vio obligada a contener las suyas, y no hubo persona presente que no sintiera también deseos de llorar. Por fin se consoló un poco y la dama prosiguió de este modo:
—Tampoco la madre se deja abatir, pues trata de ocultar a su propio marido el dolor que siente al ver en peligro a su hijo. Sin embargo, su pena puede a veces más que ella, ya que el enfermito fue siempre su hijo predilecto. Jamás he sentido más emoción que cuando oí al niño, que apenas cuenta siete años, consolar a su madre, cuyas lágrimas caían sobre él. «Mamá, no moriré —exclamó el niño—. Dios no se llevará a Tommy. El cielo debe de ser un lugar muy agradable, pero yo prefiero quedarme aquí y pasar hambre contigo y con papá». Perdónenme, caballeros —añadió la dama, volviéndose a enjugar los ojos—, pero no puedo por menos de conmoverme de nuevo al recordar la sensibilidad de que da pruebas ese niño. Sin embargo, quizá sea él el menos digno de compasión, pues dentro de poco pasará a mejor vida, viéndose libre de todos los dolores de este mundo. Pero el padre es aún más digno de lástima. ¡Pobre hombre! Parecía más muerto que vivo, y su rostro reflejaba un verdadero terror. ¡Cielos, qué escena presencié! Estaba echado detrás de la almohada, sosteniendo a la vez a su esposa y a su hijo. No tenía puesto más que un chaleco ligero, ya que su casaca se hallaba encima de la cama, supliendo la falta de mantas. Cuando me vio, se puso en pie, pero apenas le conocí. Mr. Jones, hace unas dos semanas era un hombre de buen ver. Lo puede decir Mr. Nightingale, que le vio. Ahora tenía los ojos hundidos, la cara pálida, la barba crecida. Temblaba de hambre y de frío. Mi prima me confesó que no podía convencer a su marido para que comiera. Y él, en voz baja, me dijo, aunque ahora me cuesta un esfuerzo repetirlo, que no podía comerse el pan que hacía falta a sus hijos. En medio de tanta miseria…, ¿querrán ustedes creerlo, caballeros?, la esposa disponía de una bebida muy reconfortante, bebida que probé y me supo a gloria. El marido me dijo que aquella bebida les había sido enviada por un ángel desde el cielo. No comprendí una palabra, pero no tuve ánimos para hacerle ninguna pregunta.
»Pues bien, ese matrimonio fue un matrimonio de amor por parte de ambos, es decir, que ninguno de los dos poseían un chelín. Puedo asegurar que jamás vi una pareja tan enamorada, pero… ¿de qué les sirve ahora su cariño? Para atormentarse mutuamente…
—Yo siempre había tenido a mi prima Anderson por la más feliz de las mujeres —dijo Anne.
—Estoy convencida —afirmó Mrs. Miller— que lo más intolerable para marido y mujer es observar los sufrimientos del otro cónyuge, así que sufren más precisamente porque se quieren. El hambre y el frío no es nada comparado con esto. Los mismos niños, exceptuando al que sólo cuenta dos años, sienten del mismo modo, pues todos son muy cariñosos.
—Nunca percibí la menor señal de miseria en esa casa —dijo Anne—. Lo que ahora te oigo decir me ha producido mucha pena, mamá.
—¡Oh, hija mía! —contestó la madre—. La mujer ha sacado siempre el mejor partido de todo. Han vivido siempre con escasez. Pero su completa ruina se la deben a una persona. El pobre marido salió fiador del villano de su hermano, y hace una semana, precisamente el mismo día del parto, se les llevaron todos sus bienes y fueron vendidos en pública subasta. El pobre hombre me envió una carta por medio de uno de los alguaciles, pero éste, que era un bellaco, no me la entregó. ¿Qué debió pensar al ver que transcurría una semana y yo no me presentaba a socorrerle?
Jones se afectó bastante al oír todo esto, y al término de la conversación llevó a Mrs. Miller a otra habitación y le hizo entrega de su portamonedas, en el que había cincuenta libras, diciéndole que enviara a aquella pobre gente lo que le pareciera oportuno. Mrs. Miller lanzó al joven una mirada nada fácil de describir, y, dejándose arrebatar por el entusiasmo, exclamó:
—¡Dios mío! ¿Habrá algún hombre en el mundo que sea mejor que usted?
—Me parece, señora, que hay muchas personas que poseen sentimientos humanitarios —contestó Jones—. Nada más natural que aliviar la desgracia de nuestro prójimo.
Mrs. Miller contó diez guineas parsimoniosamente y manifestó lo siguiente:
—Ya buscaré el medio de llevárselas a mis primos a primeras horas de mañana. También yo les he auxiliado con algo, así que no les dejé en tan mal estado como cuando les encontré.
Regresaron al gabinete, donde Mr. Nightingale demostró interesarse por la situación de aquellos infelices, a quienes conocía, pues les había encontrado en varias ocasiones en casa de Mrs. Miller. Protestó contra la locura que suponía hacerse responsable de las deudas de los demás, y lanzó invectivas contra el hermano, concluyendo por decir que deseaba poder ayudar a la desdichada familia.
—¿Podría usted recomendarles a Mr. Allworthy, señora? ¿Qué les parece si hiciéramos una colecta? Yo contribuiría gustoso con una guinea.
Mrs. Miller no contestó palabra, y Anne, a quien su madre había puesto en antecedentes, en voz baja, de la generosidad de Jones, palideció, aunque en verdad no había motivos para enfadarse por el proceder de Mr. Nightingale, ya que no tenía obligación de imitar la liberalidad de Jones, aun en el supuesto de que la hubiera conocido, y existen muchas personas que no hubieran contribuido ni con un penique, como hizo él, en efecto, ya que no sentía lástima de nada. Y como los otros no pidieron, se guardó el dinero en el bolsillo.
He podido observar, y ningún lugar mejor que éste para mi observación, que la gente sostiene dos opiniones dispares sobre la caridad. Una es el reverso de la otra. Uno de los grupos afirma que todos los actos de esta índole deben ser estimados como dones voluntarios, y por poco que se dé, aunque no sean más que buenos deseos, es ya de por sí un gran mérito. Otro, por el contrario, parece convencido de que la beneficencia es un deber obligatorio, y cuando los ricos no pongan de su parte todo cuanto esté en su mano para remediar las desgracias de los pobres, sus larguezas no sólo carecen de mérito, sino que al socorrer a los necesitados cumplen su deber a medias, y que en cierto sentido son más despreciables que aquellos que han olvidado la caridad por completo.
La reconciliación de estas opiniones contradictorias no depende de mí. Únicamente añadiré que los donantes pertenecen, por lo común, a la primera clase, en tanto que los que reciben los donativos se inclinan universalmente hacia la segunda manera de pensar.