CAPÍTULO VII

BROMAS DE CARNAVAL.

Nuestros caballeros llegaron al fin al templo que preside Heydegger, el gran Arbiter Deliciarum, el sumo sacerdote del placer, y como otros sacerdotes paganos, se imponía a sus fieles con la pretendida presencia de la deidad, cuando era el caso de que allí no existía tal deidad.

Luego que dieron una vuelta o dos, Mr. Nightingale, que había elegido ya una mujer, dijo a Tom:

—Una vez aquí, creo que debe usted buscar el desenlace de su aventura.

Tom abrigaba esperanzas de que Sophia se encontrara allí, y estas esperanzas le animaron mucho más que las luces, la música y la enorme concurrencia, aunque sin duda todos estos elementos representan un fuerte antídoto contra el aburrimiento. Se dedicó a acosar a toda mujer cuya estatura, porte o aspecto le recordaba a su ángel. A todas trataba de decirles algo ingenioso, a fin de conseguir de ellas una respuesta que le permitiera descubrir aquella voz que él creía que era imposible de confundir con ninguna otra. Algunas de ellas contestaban con voz fingida:

—¿Me conoces?

Pero la mayoría respondían:

—No te conozco.

Unas le llamaban joven impertinente, otras ni siquiera respondían. Había algunas que osaban decir:

—No conozco tu voz y no tengo nada que decirte. Pero otras le respondían con gran amabilidad, aunque no con la voz que él deseaba oír.

Estando hablando con una de estas últimas, disfrazada de pastora, se aproximó a Tom una máscara femenina vestida con un dominó y, tocándole en el hombro, le dijo al oído:

—Si sigues charlando más tiempo con esa gorrona, se lo diré a miss Western.

Apenas oyó Tom el apellido de Sophia, abandonó a la pastora y empezó a rogar y suplicar al dominó que le indicase dónde se encontraba la dama a quien había mencionado, si es que se encontraba presente en la sala.

La máscara se dirigió con rápido paso hasta el fondo de una habitación apartada, si bien no despegó los labios. Y luego, en vez de responder al requerimiento de Tom Jones, tomó asiento y afirmó que estaba muy cansada. Jones se sentó junto a ella y persistió en sus ruegos. Al cabo, la máscara respondió en tono frío:

—Creía que Mr. Jones era un enamorado lo bastante perspicaz para conocer a su novia bajo cualquier disfraz.

—¿Se encuentra aquí, señora? —preguntó Tom con súbita vehemencia.

Pero la enmascarada repuso:

—Silencio. Puede usted llamar la atención. Le prometo por mi honor que miss Western no se encuentra aquí.

Tom Jones cogió entonces una mano de la máscara e intentó, con el acento más persuasivo que le fue posible, conseguir que la dama le dijera dónde podía encontrar a Sophia. Pero al ver que nada podía lograr, reprochó a la máscara que el día anterior se había burlado de él, acabando por decir:

—Mi buena reina de las hadas, conozco perfectamente a su majestad, pese al tono fingido de voz que emplea. Creo que es usted, Mrs. Fitzpatrick, un poco cruel conmigo al divertirse con mis sufrimientos.

La máscara repuso entonces:

—Aunque ha sido usted lo bastante listo para descubrirme, debo seguir hablando en el mismo tono, pues temo que otros me reconozcan también. ¿Y no le parece a usted, señor, que no me preocupo lo bastante de mi prima para no ayudar a que se realice el plan que tienen ustedes tramado, el cual ha de concluir por fuerza con la ruina de ella y también en la de usted? Le aseguro, por otra parte, que mi prima no está lo bastante chiflada para permitir que usted la convierta en una desgraciada, si usted se empeña en llevar adelante su idea.

—¡Oh, señora! —exclamó Tom—. ¡Qué poco me conoce usted al juzgarme de ese modo y suponerme enemigo de la felicidad de Sophia!

—Sin embargo, perjudicar a otro —exclamó la dama— es siempre un acto de enemistad. Asimismo, cuando le consta a usted que se busca su ruina, ¿no le parece que es un acto de locura o de maldad? Mi prima dispone de un poco más de lo que su padre quiera darle, muy poco para una mujer de su rango, el cual conoce usted de sobra, así como tampoco desconoce usted su propia situación.

Tom Jones declaró que no abrigaba tales propósitos en relación con Sophia, que antes prefería sufrir la más cruel de las muertes que sacrificar el interés de ella a los deseos de él. Sabía que era indigno de Sophia en todos los sentidos, y por esta razón había renunciado a toda aspiración sobre ella. Pero unos accidentes imprevistos le impulsaban a verla una vez más, siendo su intención despedirse de ella para siempre.

—No, Mrs. Fitzpatrick, mi amor hacia ella no es de índole que busca su propia satisfacción a costa de lo que es más estimado por el ser amado. Lo sacrificaría todo porque Sophia fuera mía, menos a ella misma.

Es muy posible que el lector no haya concebido una idea muy elevada de la virtud de la dama enmascarada, y aunque es probable que en adelante no honre demasiado a su sexo, los generosos sentimientos de Tom produjeron, no obstante, una gran impresión en ella, y contribuyeron en gran manera a aumentar el afecto que ya había concebido por nuestro joven héroe.

Luego de unos instantes de silencio, la dama dijo:

—No juzgo sus pretensiones sobre Sophia como muestra de presunción, sino de imprudencia. Los jóvenes nunca pecan por alimentar aspiraciones demasiado elevadas. Sé apreciar la ambición en un joven y celebraré que usted cultive la suya cuanto le sea posible. Quizá consiga triunfar con otras de mucha mayor fortuna. No obstante, estoy convencida de que hay mujeres… No me considere usted, Mr. Jones, una mujer rara por dar este consejo a un hombre a quien apenas conozco y de cuya conducta hacia mí tan pocos motivos tengo para sentirme halagada.

Al oír estas palabras, Jones se apresuró a excusarse, pues no creía haberla ofendido en nada con todo lo que había dicho sobre su prima.

Pero la dama repuso:

—¿Tan poco conoce usted a nuestro sexo que no comprende que la mayor ofensa que puede infligirse a una dama es hablarle de la pasión que siente por otra? Si la reina de las hadas no hubiera formado mejor opinión de su galantería no le hubiese invitado a reunirse con ella en la mascarada.

Jamás se sintió Tom Jones menos inclinado al amor que en aquellos instantes. Pero entre sus principios de honor figuraba la galantería hacia las damas, sintiéndose tan obligado a aceptar un reto de amor como si fuera el reto de un hombre. Por otra parte, el amor que sentía por Sophia le obligaba a mantenerse en las mejores relaciones con la dama enmascarada, pues estaba convencido de que ésta acabaría por ponerle en contacto con su amada.

Comenzaba, pues, a responder con el mayor calor a las palabras de la dama, cuando se les aproximó una máscara vestida de vieja. Se trataba de una de esas máscaras que acuden a los bailes de carnaval con el fin de desahogar su temperamento agridulce, diciendo a las gentes una serie de verdades de las que levantan ronchas en el alma e intentando aguar la fiesta a los demás. Al reparar la máscara en Tom y en su acompañante, a quien conocía bien, resolvió interrumpirles. Empezó a importunarles, no tardando en echarles del rincón donde se habían refugiado. No satisfecha con esto, les persiguió por todos los lugares donde ellos trataban de esconderse, hasta que al notarlo el caballero Nightingale, libró a su amigo de la perseguidora, llevándose a la vieja hacia otra parte.

Mientras Tom Jones y su máscara se paseaban por el salón intentando librarse de la impertinente máscara, el joven observó que su acompañante se dirigía a diversas máscaras con idéntica libertad de expresión que si no hubieran llevado antifaz, circunstancia que no pudo por menos de sorprender a Tom, que dijo:

—Creo, señora, que posee usted una gran habilidad para conocer a tanta gente disfrazada.

A lo que la dama contestó:

—Cuesta concebir nada más insípido e infantil que un baile de máscaras para la gente distinguida, que por lo común se reconocen aquí tan perfectamente como en un salón. Ninguna mujer que se aprecie en algo charlará con una persona a quien no conoce. En suma, la mayor parte de las personas que ve usted aquí se puede decir que vienen a matar el tiempo, y, por lo general, se retiran de este lugar mucho más cansadas que después de escuchar un largo sermón. Yo misma comienzo a sentirme en tal situación, y puesto que poseo la virtud de la adivinación, le diré que tampoco se siente usted muy divertido. Creo que sería un acto caritativo con usted por mi parte regresar a mi casa cuanto antes.

—Sólo conozco un acto de caridad —se apresuró a responder Tom— que pueda igualar al de usted, y éste es que acceda a soportarme en su casa.

—Tengo la impresión de que ha concebido usted una extraña idea de mí al pensar que, con lo poco que le conozco, iba a permitirle entrar en mi casa a estas horas de la noche. Creo que atribuye usted a otra causa la amistad que demuestro a mi prima. Dígalo con toda sinceridad. ¿No piensa que esta entrevista ha sido preparada con la intención de que resultara una cita franca? ¿Está usted acostumbrado, Mr. Jones, a llevar a cabo conquistas tan rápidas?

—No estoy acostumbrado, señora, a rendirme a conquistas tan súbitas —replicó Tom Jones—. Pero como ha ganado usted mi corazón por sorpresa, el resto de mi cuerpo está obligado a seguirle a usted, de modo que tiene que perdonarme si resuelvo acompañarla adondequiera que vaya usted.

Tom Jones acompañó estas palabras con algunas actitudes adecuadas, a las que la enmascarada opuso algunas leves protestas, diciendo que podía ser notada su familiaridad.

Luego añadió:

—Voy a cenar con una amiga y confío que no me acompañará usted hasta allí, pues de otro modo podría considerarme una criatura rara, aunque mi amiga no tiene por costumbre criticar. Confío, pues, que no insistirá usted en acompañarme, ya que no sabría cómo justificarme ante ella.

A poco, la dama abandonó el baile, y Tom Jones, pese a la severa prohibición de ella, trató de acompañarla. Pero volvió a encontrarse ante el mismo dilema de antes, es decir, la falta de dinero, y ahora no podría salir del apuro como lo hizo la vez anterior, o sea con un préstamo. Así que siguió en pos de la silla de mano en que iba la dama, escoltado por los vítores de todos los portasillas que se hallaban presentes, los cuales no dejaban escapar la ocasión de arremeter contra todos los caballeros que marchaban a pie. Por suerte, lo avanzado de la hora le salvó de encontrar en la calle a mucha gente, y Tom pudo caminar por las calles vestido con un traje que en cualquiera otra circunstancia hubiese arrastrado tras él a toda una multitud.

La silla en que iba la dama se detuvo en una calle no distante de Hannover Square y, una vez abierta la puerta de la casa, entró la silla, y Tom Jones, sin la menor ceremonia, siguió en pos de ella.

Tom y su compañera de aquella noche se encontraron en una estancia perfectamente amueblada y caldeada, y la dama, todavía hablando con voz de falsete, dijo que se sentía muy sorprendida ante el proceder de su amiga, pues parecía haberse olvidado de la cita que tenían convenida, hasta que de súbito preguntó a Jones qué pensaría la gente si supieran que se habían quedado solos en una casa a aquellas horas de la noche. En lugar de dar una respuesta directa, Tom suplicó a la dama que se quitase el antifaz. Ésta accedió a ello, pero en vez de Mrs. Fitzpatrick, el joven se encontró ante lady Bellaston.

Resultaría aburrido repetir la charla que ambos sostuvieron, la cual se compuso principalmente de temas vulgares y corrientes y duró desde las dos hasta las seis de la mañana. Bastará, pues, con decir lo que tenga alguna relación con nuestra historia. Y esto fue la promesa que la dama hizo a Tom de intentar buscar a Sophia y proporcionarle, en cuanto le fuera posible, una entrevista con ella, a condición de que sirviera para despedirse de ella para siempre. Una vez acordado este particular y una segunda cita para la próxima noche en el mismo lugar, ambos se separaron. La dama regresó a su casa y Jones a su alojamiento.