LO QUE OCURRIÓ EN EL CURSO DEL ALMUERZO DE LA VIUDA Y SUS INVITADOS, A MÁS DE ALGUNAS SUGESTIONES RELATIVAS AL GOBIERNO DE LAS HIJAS.
Nuestros amigos se reunieron a la mañana siguiente para almorzar. Todos conservaban un grato recuerdo de la velada de la noche anterior, mas el desgraciado Tom Jones se sentía muy desconsolado, pues Partridge acababa de comunicarle que la señora Fitzpatrick había abandonado la casa, sin que le hubiera sido posible averiguar adonde se había dirigido. La noticia afligió de veras al joven, y tanto su rostro como su conducta, pese a sus intentos de demostrar lo contrario, dejaban traslucir que su espíritu rebosaba de inquietud.
La conversación, al igual que la noche precedente, recayó sobre el tema del amor, y Mr. Nightingale expuso por segunda vez esos sentimientos ardientes, generosos y desinteresados, que los hombres prudentes toman como romanticismo, pero que las mujeres contemplan bajo un prisma más favorable. Mrs. Miller, que así se llamaba la dueña de la casa, se mostró de acuerdo con tales sentimientos, pero cuando el joven caballero se dirigió a miss Anne, ésta se limitó a afirmar:
—Creo que el caballero que menos expresivo se muestra es capaz de sentir como el que más.
Saltaba tan a la vista que el cumplido estaba dedicado a Tom, que hubiéramos sentido que al joven le pasara por alto. Tom le dio cumplida respuesta, diciendo que el silencio que ella guardaba le hacía sospechosa de albergar idénticos sentimientos, ya que ni ahora ni la noche anterior apenas había despegado los labios.
—Me alegra, Anne —dijo Mrs. Miller—, que el caballero haya hecho esa observación, y estoy por decir que comparto su modo de pensar. ¿Qué te ocurre, hija mía? Jamás te he visto tan cambiada. ¿Dónde ha ido a parar tu alegría de otro tiempo? ¿Creerá usted que antes la llamaba «mi pequeña cotorra»? Pero esta semana apenas si ha pronunciado veinte palabras.
La charla fue interrumpida por la entrada de una criada que traía un paquete en la mano, el cual, según anunció, le acababa de ser entregado por un mensajero para que a su vez se lo diera a Mr. Jones, y añadió:
—El hombre se ha ido a escape, diciendo que no tenía contestación.
Tom se mostró sorprendido, y afirmó que debía de tratarse de algún error. Pero como la criada insistiera en que estaba segura de haber oído bien el nombre, las tres mujeres expresaron su deseo de que el paquete fuera abierto inmediatamente. Esta operación la llevó a cabo la pequeña Elizabeth, con el consentimiento de Tom, y el contenido del paquete resultó ser un dominó, un antifaz y una entrada para un baile de máscaras.
Jones quedó más convencido que nunca de que aquellas cosas debían de haberle sido enviadas por error. La misma Mrs. Miller titubeó un tanto y acabó por decir «que no sabía qué pensar de ello». Pero cuando pidieron el parecer de Mr. Nightingale, éste fue de opinión contraria.
—De ese envío deduzco, Mr. Jones, que es usted un hombre de mucha suerte —afirmó el caballero—. El paquete debe de proceder de alguna dama, a quien sin duda tendrá usted el placer de encontrar en el baile.
Jones no era tan vanidoso como para creer semejante suposición, ni tampoco Mrs. Miller concedió demasiado crédito a las palabras de Nightingale, hasta que al coger Anne el dominó, cayó al suelo una tarjeta, en la que habían escrito lo siguiente:
PARA MR. JONES
La reina de las hadas te envía esto;
te suplico que no tomes a mal mi
obsequio.
Ahora Mrs. Miller y Anne coincidieron con Mr. Nightingale, e incluso el propio Tom pareció mostrarse de acuerdo con ellos. Pero como ninguna otra mujer, salvo Mrs. Fitzpatrick, conocía sus señas, Tom pensó que quizá procedía de ella y así podría ver a Sophia. Esta esperanza carecía de toda base. Mas como la conducta de Mrs. Fitzpatrick, al negarse a verle, después de que le había prometido recibirle, unido al abandono de su domicilio, resultaba tan inexplicable como extraño, concibió ciertas esperanzas de que la dama, de cuyo carácter caprichoso había oído hablar, tratara tal vez de prestarle ayuda de un modo especial, en lugar de hacerlo por los procedimientos normales. Y como nada seguro podía deducirse de un incidente tan fuera de lo acostumbrado, quedaba ancho campo para las más osadas hipótesis. De temperamento imaginativo, Tom se lanzó a concebir mil ideas distintas con las que alimentar sus esperanzas de ver a Sophia aquella noche.
Lector, si me aprecias algo, te agradezco esta buena disposición hacia mí, y te deseo un temperamento pletórico, ya que creo que la felicidad se encuentra cuando se posee un temperamento de esta clase, temperamento que nos coloca en cierto modo fuera del alcance de la fortuna, dispuestos a ser felices sin su ayuda. La sensación de placer que él nos produce resulta mucho más constante que la que otorga esa ciega señora. En realidad, la naturaleza ha permitido con gran sabiduría que nuestros goces reales vayan siempre acompañados de cierta languidez y sensación de saciedad. Y no dudo de que miradas las cosas desde este punto de vista, el futuro canciller que debuta como abogado, y el futuro presidente del Consejo de Ministros que milita en la oposición son mucho más felices que los que se hallan investidos de todo el poder y de todas las ventajas de esos altos oficios.
Mr. Jones se decidió a asistir a la mascarada de aquella noche, y Mr. Nightingale se apresuró a ofrecerle su compañía. Este joven caballero ofreció asimismo billetes a miss Anne y a su madre, pero esta última no quiso aceptarlos.
—Algunas personas opinan que los bailes de disfraces causan mucho daño —dijo—. Yo no lo creo así. Pero me parece que estas diversiones son propias sólo de personas distinguidas y de fortuna, y no de señoritas que aspiran a ganarse la vida y sólo pueden pensar en casarse con un comerciante.
—¡Con un comerciante! —exclamó Mr. Nightingale—. No rebaje usted de ese modo a mi Anne. No existe un noble que pueda competir en mérito con ella.
—¡Por favor, Mr. Nightingale! —contestó Mrs. Miller—. No meta usted tales fantasías en la cabeza de la muchacha. Aunque, eso sí, si mi hija tuviera la suerte de encontrar a un caballero que pensase como usted, creo que sabría pagar como es debido la generosidad de su marido. Cuando las mujeres aportan grandes fortunas al matrimonio, tienen derecho a gastar lo que es suyo. Pero una vez oí decir a un caballero que los hombres hacen mejor negocio casándose con una pobre que con una rica. Pero yo sólo deseo que mis hijas sean felices. Le ruego que no me vuelva a hablar del baile de máscaras. Anne es demasiado buena para desear ir. Sin duda recordará que cuando usted la llevó a ese sitio el año pasado, se trastornó de tal manera que no pudo reanudar sus quehaceres domésticos hasta un mes después.
Anne dejó escapar un leve suspiro que pareció denotar una cierta desaprobación de aquellas palabras, pero no se atrevió a argüir en contra de ellas. Mrs. Miller, a pesar de haberse mostrado siempre cariñosa con su hija, había sabido conservar toda su autoridad de madre. El joven caballero, que llevaba viviendo en la casa dos años, sabía esto muy bien y no insistió.
Mr. Nightingale, que cada vez sentía mayor simpatía por Jones, quería que éste le acompañase aquel día a cenar en una taberna, donde deseaba presentarle a algunos de sus amigos. Pero Jones se excusó diciendo que sus trajes no habían llegado aún a Londres.
En realidad, lo que le ocurría a Mr. Jones era algo que a veces ocurre a jóvenes caballeros de posición superior a la suya: no tenía en el bolsillo ni un chelín. Y esta situación gozaba de mucho más crédito entre los antiguos filósofos que entre los hombres modernos que habitan en Lombard Street o que frecuentan la chocolatería de White. Y quizá los grandes honores que aquellos filósofos otorgaron a un bolsillo vacío sea una de las razones del gran desprecio que se siente hacia ellos en la calle y chocolatería mencionadas.
Si la antigua opinión de que los hombres pueden vivir contentos con sólo la virtud es un notorio error, como pretenden haber descubierto los hombres modernos, no es menos falso que un hombre pueda vivir sólo de amor, por delicioso manjar que resulte éste. Durante tiempo se ha, confiado demasiado en los escritores que tal preconizaban, y ahora se ha sabido que el amor no es más capaz de apaciguar el hambre que una rosa de deleitar al oído o un violín de agradar al olfato.
Por lo tanto, no obstante la esperanza que el joven alimentaba de ver a Sophia en el baile de máscaras, el joven comenzó a languidecer por falta de alimento de género más positivo. Partridge descubrió esto por intuición y aprovechó la ocasión para lanzar algunas indirectas a propósito del billete de banco. Y como estas indirectas fueron rechazadas con desdén, hizo acopio de valor y mencionó a su amo, una vez más, la posibilidad de regreso a casa de Mr. Allworthy.
—Partridge —contestó Jones—, por desesperada que te parezca mi suerte, yo la veo aún peor, y me arrepiento sinceramente de haber consentido que abandonases, para seguirme, el lugar donde te habías establecido. Por lo tanto, insisto en que regreses a tu casa, y como pago a las molestias que has sufrido por mí, quiero que pase a tu poder toda la ropa que dejé atrás a cargo tuyo. Lamento de veras no poderte pagar más que de esta forma.
Dijo estas palabras tan patéticamente, que Partridge estalló en lágrimas. A continuación, Partridge, tras de jurar que no le abandonaría en la desgracia, le instó ardientemente a que regresara a su casa.
—Por Dios, señor —dijo—. Considere bien su situación. ¿Cómo vivirá sin dinero en esta ciudad? Haga lo que haga, estoy resuelto a no abandonarle. Pero piense bien en lo que le digo. Tome en consideración que se lo pido por favor. Estoy seguro de que al fin prevalecerá su buen sentido.
—¿Cuántas veces he de decirte que carezco de casa a la que volver? —respondió Jones—. Si tuviera esperanzas de que las puertas de casa de Mr. Allworthy se abrirían para recibirme, no haría falta ningún infortunio para que me decidiera. Pero…, ¡ay!, estoy desterrado para siempre. Las últimas palabras de Mr. Allworthy, cuando me entregó una importante cantidad de dinero, fueron las siguientes: «De hoy en adelante, estoy decidido a no hablar más contigo».
La emoción interrumpió a Jones, y, sorprendido, Partridge también calló. Pero el segundo recuperó apronto el uso de la palabra y, declarando que era de temperamento curioso, preguntó a Jones qué era lo que él entendía por una importante cantidad de dinero y qué había sido del tal dinero.
Recibió respuesta a ambas preguntas y ya se disponía a comentarlas cuando fue interrumpido por un recado de Mr. Nightingale, que deseaba que Jones fuera a su habitación.
Cuando ambos caballeros estuvieron vestidos para el baile de máscaras y Mr. Nightingale dio órdenes de que tuvieran preparadas las sillas de mano, a Tom Jones se le presentó una causa de preocupación que quizá muchos lectores consideren ridícula. Ésta no fue otra que la forma en que podría procurarse un chelín. Pero si nuestros lectores han reflexionado alguna vez sobre lo que ellos han experimentado ante la carencia de mil libras, o quizá de diez o veinte para poder llevar a efecto algún plan, tendrán una idea completa de lo que Mr. Jones sintió en aquellos instantes. Para conseguir aquella suma recurrió a Partridge, que fue el primero a quien permitió que le prestase dinero y el último a quien pensaba pedirle prestado. En los últimos tiempos Partridge no había hecho ofertas en tal sentido, sin que nos sea posible decir si ello era debido a su deseo de ver en circulación el famoso billete de banco, o bien a que los continuos fracasos decidieran a Tom Jones a regresar a su casa, o bien por una causa de otra índole.