CAPÍTULO V

LO QUE LE SUCEDIÓ A MR. TOM JONES EN SU ALOJAMIENTO Y DIVERSAS NOTICIAS DE UN JOVEN CABALLERO QUE SE ALOJABA TAMBIÉN ALLÍ, DE LA DUEÑA DE LA CASA Y DE SUS DOS HIJAS.

A la mañana siguiente, tan temprano como consideró oportuno, Tom se presentó en la puerta del hogar de Mrs. Fitzpatrick, en donde le comunicaron que la señora no estaba en casa, respuesta que sorprendió al joven no poco, pues estaba paseando ante la puerta de la casa desde que despuntaba el día, y si la dama hubiera salido a la calle él habría tenido que verla por fuerza. La misma respuesta recibió las cinco veces más que intentó verla durante aquel día.

A decir verdad, y para ser francos con el lector, le diremos que el par, por un motivo u otro, quizá porque no se manchara el honor de Mrs. Fitzpatrick, insistió en que ella no debía ver a Jones, a quien él consideraba poco menos que un mequetrefe, y la dama accedió a complacerle, lo cual hizo al pie de la letra.

Pero como quizá nuestros amables lectores tengan mejor opinión de nuestro héroe que Mrs. Fitzpatrick, y pueden llegar a creer que durante aquella lamentable separación de Sophia había fijado su residencia en una posada o en la misma calle, diremos dónde se alojaba, que era una casa por demás respetable y en un excelente lugar de la ciudad.

Tom Jones había oído hablar a menudo a Mr. Allworthy de la dueña de una casa en la que acostumbraba a alojarse cuando iba a Londres. Esta persona, que como Tom sabía, habitaba en Bond Street, era viuda de un clérigo, que al morir dejó esposa, dos hijas y una serie completa de sermones escritos de su puño y letra.

De las dos hijas, la mayor, Anne, tenía diecisiete años, y Elizabeth, la menor, diez.

A esta casa envió Tom a Partridge, allí alojaron a éste en una habitación del cuarto piso, reservando al joven Tom otra en el segundo.

El primer piso estaba ocupado por uno de esos jóvenes caballeros a quienes en épocas pasadas se llamaba hombres de ingenio y buscadores de placeres. Pues del mismo modo que se designa a los hombres por sus negocios o profesión, puede decirse que el placer era el único negocio de estos caballeros, a los que la fortuna ahorró todas las ocupaciones útiles. Las casas de juego, los cafés y las tabernas eran los escenarios de sus actuaciones. Sus horas de ocio eran amenizadas por el ingenio y el buen humor, y las horas más serias estaban destinadas al amor. El alcohol y las musas conspiraban a una para encender en sus corazones las llamas más ardientes, y algunos no sólo sabían admirar, sino también celebrar la belleza que admiraban, y todos juzgaban el mérito de tales composiciones.

Por esta razón sin duda fueron llamados hombres de ingenio y buscadores de placeres. Pero tengo mis temores de que este calificativo pueda ser aplicado, con idéntica propiedad, a los jóvenes caballeros de nuestro tiempo. Desde luego, ninguno posee el menor ingenio. Sin embargo, hay que reconocer, para ser justos con ellos, que se hallan un poco por encima de sus antepasados, pudiendo ser llamados hombres sabios y positivos. A diferencia de los caballeros de antaño, que malgastaban su tiempo en celebrar los encantos de una mujer o en hacer sonetos en su elogio, en dar su opinión sobre una obra de teatro o de un poema en los círculos en que se movían, los caballeros del presente estudian los métodos para sobornar a una corporación o meditan discursos destinados a la Cámara de los Comunes, o mejor dicho, para las revistas. Pero lo que sobre todo absorbe sus pensamientos es la ciencia del juego. A éste dedican sus horas de seriedad, en tanto que para sus diversiones cuentan con el amplio círculo de sus conocimientos en pintura, música, escultura y filosofía natural, o más bien «nada natural», la cual se ocupa de lo maravilloso y no conoce nada en absoluto de la naturaleza, salvo sus monstruos e imperfecciones.

Tras de haberse pasado el día en sus infructuosas tentativas para ver a Mrs. Fitzpatrick, Tom regresó desconsolado a su alojamiento, y mientras desahogaba su pena en su cuarto, oyó un gran escándalo abajo en la escalera, a la vez que una voz de mujer le suplicaba que bajase inmediatamente para impedir un crimen. Jones, que jamás retrocedía cuando se trataba de ayudar a los desgraciados, corrió escalera abajo, y al penetrar en el comedor, de donde procedía el escándalo, vio al joven caballero que antes hemos incluido entre los caballeros sabios y positivos, arrinconado contra la pared por su criado, a la vez que una mujer joven, junto a él, se retorcía las manos y exclamaba:

—¡Van a asesinarle, van a asesinarle!

En efecto, el joven caballero parecía a punto de ser estrangulado, cosa que hizo que Tom Jones volara en su auxilio, salvándole, cuando ya estaba casi sin respiración, de las garras de su enemigo.

Aunque el criado había ya recibido diversos puntapiés y puñetazos del joven caballero, que poseía más valor que fuerza, sentía ciertos escrúpulos de conciencia en pegar a su amo y, al parecer, se contentaba con estrangularle. Pero no guardó la misma consideración con Tom. De modo que en cuanto se sintió zarandeado por su nuevo contrincante, le largó uno de esos puñetazos en el vientre que tan del agrado son de los espectadores en el anfiteatro de Broughton, aunque resultan terriblemente molestos para quienes los reciben.

Tom, al sentir el golpe, pensó en devolverlo con creces, e inmediatamente se entabló un combate entre Tom Jones y el criado, que fue tan duro como breve, pues el criado no estaba más capacitado para luchar con Jones que su amo para luchar con él.

Y ahora la fortuna, según su inveterada costumbre, cambió el curso de los acontecimientos. El primer vencedor yacía sin aliento en el suelo, en tanto que el caballero vencido había ya recobrado el aliento lo bastante para poder agradecer a Tom Jones su valiosa y decidida ayuda. Igualmente recibió las más cordiales gracias de la joven presente, es decir de miss Anne, la hija mayor de la dueña de la casa.

Una vez en pie el criado, miró a Jones y exclamó:

—Desde luego, no puedo luchar con usted. O mucho me equivoco, o ha actuado usted en algún tablado.

Debemos perdonarle semejante sospecha. Fue tal la agilidad y la potencia de nuestro héroe, que muy bien hubiera podido contender con cualquier boxeador de primera categoría, y hubiese vencido con suma facilidad a todos los alumnos embozados de la escuela de míster Broughton[24].

El caballero, que se llamaba Nightingale, despidió en el acto a su criado, tras de haberle pagado su salario. Luego, dirigiéndose a su salvador, le propuso beber juntos una botella de vino, a lo que accedió Tom Jones, aunque lo hizo más por complacer al joven Nightingale que por gusto, pues la inquietud que reinaba en su espíritu no era la más apropiada para alternar con nadie en aquellos momentos. Miss Anne, que era la única mujer que se encontraba en la casa, puesto que su madre y su hermana menor habían ido al teatro, se mantuvo de acuerdo en favorecerles con su compañía.

Colocada la botella y los vasos sobre la mesa, el caballero comenzó a explicar el motivo de la pelea.

—Confío, señor —empezó Mr. Nightingale—, que no deducirá usted de este incidente que tengo por hábito pegar a mis criados. Le prometo que es la primera vez que se me puede culpar de ello, y también le prometo que le he pasado muchas faltas antes de recurrir a ese extremo. Pero creo que cuando sepa lo que ha sucedido esta tarde disculpará mi proceder. He vuelto a casa unas horas antes de lo acostumbrado, y al llegar me he encontrado a cuatro caballeros de industria jugando al whist junto a mi chimenea, así como mi libro preferido, que me costó una guinea, abierto sobre la mesa y con cierta cantidad de cerveza derramada sobre él. Admitirá usted que esto ya era de por sí una provocación. Pero no dije nada hasta que los reunidos se marcharon. Entonces comencé a regañar a mi criado con cierta moderación, pero éste, en vez de demostrar su arrepentimiento, me repuso con el mayor descaro que los criados tenían derecho a gozar de sus diversiones como los demás, que lamentaba lo sucedido con el libro, pero que varios conocidos suyos habían adquirido uno igual por un chelín, y que si quería, podía descontárselo de su soldada. Ahora le reprendí con mayor violencia. Entonces el muy bellaco tuvo la insolencia de… Osó echarme en cara mi regreso a casa antes de la hora habitual… como… Y mencionó el nombre de una joven en tal tono que mi paciencia se acabó y, ciego, le golpeé.

Tom repuso a esto que nadie podía censurarle su proceder.

—Por mi parte —añadió—, confieso que ante una provocación como ésta estoy seguro de que hubiese procedido del mismo modo que usted.

Hacía poco que los tres jóvenes se encontraban reunidos cuando se les unieron la madre y la hermana menor, ya de regreso del teatro. Todos disfrutaron de una velada por demás agradable, pues todos, menos Tom, se sentían en extremo contentos, si bien Jones procuró demostrar la mayor alegría que le fue posible. Pese a las contrariedades amorosas que sufría, supo hacerse tan simpático que al separarse, el joven Nightingale deseó intimar más con él. Miss Anne también se sintió muy complacida con su trato y maneras, y la viuda, encantada con su nuevo huésped, le invitó a que almorzara con ellas al día siguiente.

Por su parte, Tom Jones no se sintió menos satisfecho. Miss Anne, aunque pequeña de cuerpo, era por demás bonita, y la viuda contaba con todos los encantos que pueden adornar a una mujer de cerca de cincuenta años. Nunca hablaba, ni pensaba ni deseaba mal a nadie, y sentía un deseo constante de agradar, que podemos tomar como el más feliz de los deseos, puesto que muy rara vez fracasaba en el logro de sus propósitos, salvo cuando le acompañaba la afectación. Había sido una esposa afectuosa para su marido y ahora era una madre cariñosa y solícita. Como nuestra historia no concede mucha atención, como hacen los periódicos, a personajes de los cuales jamás se va a hablar, el lector seguramente deducirá de esto que esta mujer excelente por tantos conceptos va a desempeñar de ahora en adelante un papel de gran importancia en nuestro relato.

No le gustó menos a Tom Jones el caballero Nightingale. El joven creyó descubrir en él sentido común, aunque quizá mezclado con un poco de afectación. Pero lo que más satisfizo a Jones fueron sus generosos y humanitarios sentimientos, puestos en evidencia durante la conversación, y, en especial, algunas expresiones que denotaban el mayor desinterés en asuntos de amor. Sobre este tema el joven caballero se expresó en un lenguaje que hubiera parecido más propio de un pastor de la antigua Arcadia, pero que resultaba por demás extraordinario cuando se oía en labios de un caballero moderno.