CAPÍTULO II

DONDE SE NARRA LO QUE LE ACONTECIÓ A TOM JONES A SU LLEGADA A LONDRES.

El sabio doctor Misaubin solía decir que sus señas más corrientes eran: «Al doctor Misaubin, en el Mundo», dando por supuesto que existían pocas personas en él que ignorasen su gran reputación. Y acaso, tras de un examen minucioso del tema, descubramos que esta circunstancia no es de las que menos contribuyen a la grandeza del individuo.

La suprema felicidad de ser conocido por la posteridad, con cuya esperanza tanto nos complacimos en el capítulo anterior, le está reservada a muy pocos seres humanos. El que nuestros nombre y apellidos sean repetidos de aquí a mil años es un don que no tiene su origen en la riqueza ni en la nobleza, y que raras veces se consigue, a no ser con la espada o con la pluma. A fin de eludir la escandalosa imputación, mientras permanecemos entre los vivos, de ser «uno a quien nadie conoce» —escándalo, dicho sea de paso, conocido desde los tiempos de Homero—, será siempre un atributo envidiado de aquellos que tienen un título legal para honores y riquezas.

A la vista de la personalidad del par irlandés que había acompañado a Sophia hasta Londres, el lector supondrá sin duda que resultaría tarea cómoda y fácil descubrir su hogar en Londres sin conocer la calle o plaza en que vivía, puesto que debía de tratarse de uno de esos «a quien todo el mundo conoce».

En realidad, así hubiera sucedido con cualquiera de esos comerciantes que acostumbran a frecuentar los barrios de la gran ciudad, ya que las puertas de los nobles son tan fáciles de encontrar como difíciles de franquear. Pero Tom Jones y Partridge eran forasteros en Londres, y como en el primer barrio en que se adentraron sus vecinos tenían muy poco trato con los dueños de las casas de Hannover o de Grosvenor Square, puesto que ellos entraron por Gray’sinnlane, perdieron bastante tiempo buscando el camino de esas mansiones felices en las que la fortuna eleva sobre la gente vulgar a ese magnánimo héroe, descendiente de los antiguos bretones, sajones o daneses, cuyos antepasados, nacidos en mejores tiempos, acumularon, por obra y gracia de distintos méritos, riquezas y honores.

Una vez llegado al fin a esos Campos Elíseos terrenales, Tom Jones hubiera encontrado con facilidad la mansión del lord. Pero se daba el caso que éste había abandonado su hogar anterior cuando se marchó a Irlanda, y como hacía escaso tiempo que se había instalado en una nueva casa, la fama de su tren de vida aún no se había propagado lo suficiente entre el vecindario, así que después de una serie de averiguaciones infructuosas que duraron hasta las once, Tom Jones, siguiendo el consejo de Partridge, se dirigió a la fonda Bull and Gate, situada en Holborn, apeándose ante ella para gozar de un descanso bien merecido.

A primeras horas de la mañana siguiente el joven se lanzó de nuevo en busca de Sophia, dando muchos pasos en balde, sin obtener el menor resultado. Al cabo, bien fuera porque la fortuna se apiadase de él o que no estaba en su poder contrariarle por más tiempo, penetró en la misma calle que se honraba con la vecindad del lord irlandés, y una vez ante la casa, llamó a la puerta con gran suavidad.

El portero, quien por la suavidad de la llamada no concibió una idea muy elevada de la persona que acababa de llamar, no la concibió mejor a la vista de Tom Jones, que lucía un traje de pana y colgada de su costado llevaba la espada comprada al sargento, cuya hoja quizá fuera del mejor acero, pero cuya empuñadura era simplemente de bronce. Cuando Tom Jones preguntó, pues, por la joven que había llegado a la ciudad en compañía del lord, el portero replicó en tono seco que «allí no había ninguna dama». Tom expresó entonces su deseo de ver al dueño de la casa. Pero como respuesta le dijeron que el señor había dado órdenes de que no quería ver a nadie aquella mañana, y, al insistir, el portero afirmó:

—Tengo órdenes terminantes de no permitir la entrada a nadie. Pero si cree usted conveniente dar su nombre, se lo diré al señor, y si vuelve usted otra vez por aquí, sabrá cuándo el señor desea recibirle.

Jones declaró entonces:

—Tengo asuntos muy importantes que tratar con esa señorita y no me iré de aquí sin verla.

A lo que el portero, con voz y cara de muy pocos amigos, replicó:

—Aquí no hay ninguna señorita y, por tanto, no puede usted verla. —Y añadió—: Es usted un hombre muy extraño. No cree lo que se le dice.

Con frecuencia he pensado que con su descripción de Cerbero, el portero del infierno en la Eneida, Virgilio puede haber intentado satirizar a los porteros de los grandes hombres de su tiempo. La descripción que el poeta latino hace se parece mucho a los individuos que tienen el honor de cumplir su misión ante las puertas de los grandes hombres. El portero en su casilla corresponde exactamente a Cerbero en su guarida y, al igual que él, tiene que ser apaciguado con alguna sopa antes de permitir el acceso a su amo. Tal vez Jones lo vio bajo este aspecto y recordó el pasaje en que la Sibila, para poder ver a Eneas, obsequió al guardián de la avenida Estigia con tal sopa. Del mismo modo, Tom Jones inició el intento de soborno del Cerbero humano, lo que oído por un lacayo, le hizo adelantarse y afirmar que si el caballero le daba a él la suma ofrecida, inmediatamente le conduciría hasta la señora. Jones, ni que decir tiene, aceptó en el acto la proposición, siendo conducido a las habitaciones de Mrs. Fitzpatrick por el mismo individuo que había acompañado hasta allí a las señoras el día anterior.

Nada contribuye a empeorar más la suerte como la proximidad de la meta perseguida. El jugador que pierde al piquet[22] por un solo punto se lamenta de su mala suerte mucho más que aquel que no tenía la menor posibilidad de ganar. Del mismo modo, en la lotería, los poseedores de los números siguientes a premio mayor se consideran menos afortunados que sus compañeros de infortunio. En resumen, tales pérdidas de la felicidad, cuando se creía tenerla al alcance de la mano, son consideradas como insultos de la fortuna que se divierte a nuestra costa.

Tom Jones, que más de una vez había experimentado el carácter de la diosa pagana, parecía destinado de nuevo a sufrir las consecuencias de sus veleidades, ya que llegó ante la puerta de Mrs. Fitzpatrick diez minutos más tarde que Sophia hubiera salido por ella. Tom se dirigió esta vez a la doncella de Mrs. Fitzpatrick, quien le dio la desagradable noticia de la marcha de Sophia, aunque no pudo añadir dónde se había dirigido. La misma respuesta obtuvo poco después de Mrs. Fitzpatrick, ya que como esta dama no dudó ni un instante que Mr. Jones iba enviado por Mr. Western en persecución de su hija, se sintió demasiado generosa para traicionarla.

Cierto que Jones no había visto nunca a Mrs. Fitzpatrick, pero había oído decir que una prima de Sophia estaba casada con un caballero de tal apellido. El joven se sentía demasiado trastornado para que recordara esto en el primer momento, mas cuando el criado que le acompañó desde casa del lord le participó la gran intimidad que existía entre ambas señoras y que ambas se trataban como parientas, recordó la historia del matrimonio. Y como estaba convencido de que se trataba de la prima de Sophia, se sintió más que sorprendido ante la respuesta recibida. Entonces pidió permiso para visitarla, cosa a que ella se negó terminantemente.

A pesar de que Jones no había frecuentado nunca la corte, estaba mejor educado que la mayoría de los que la frecuentan, así que era incapaz de comportarse de una manera soez con ninguna dama. Cuando recibió la negativa, se retiró por el momento, contestando a la doncella lo siguiente:

—Si no es hora oportuna, volveré por la tarde. Espero que entonces tendré el honor de verla.

Dijo estas palabras con finura, y esto, unido a lo agradable de su aspecto, hizo que la doncella se sintiera impresionada y que contestase:

—Quizá lo consiga usted, señor.

La doncella dijo luego a su ama todo lo que juzgó conveniente, a fin de convencerla de que debía recibir a aquel guapo y joven caballero.

En cuanto a Jones, sospechó que la propia Sophia se encontraba ahora en compañía de su prima y que no quería recibirle, resentida por lo ocurrido en Upton. El joven encargó a Partridge que le buscara alojamiento, mientras él permaneció todo el día en la calle vigilando la puerta tras de la que él creía que se ocultaba su ángel. Pero nadie salió por aquella puerta, excepto una criada de la casa. Por la tarde, Jones intentó de nuevo visitar a Mrs. Fitzpatrick, y esta buena señora condescendió al fin en recibirle.

En las personas existe a veces una elegancia natural a la que no añade nada el traje que se lleve puesto. Como a veces hemos señalado, Mr. Jones poseía esta elegancia natural. Pero se encontró con una acogida, por parte de la dama, un poco distinta de la que su aspecto podía exigir. Después del respetuoso saludo que hizo a Mrs. Fitzpatrick, ésta le invitó a tomar asiento.

Me parece que el lector no sentirá muchos deseos de conocer con todo detalle esta conversación, la cual concluyó de manera poco satisfactoria para el pobre Jones, ya que aunque Mrs. Fitzpatrick descubrió pronto al enamorado —todas las mujeres tienen ojos de lince para descubrir a los enamorados—, le pareció, sin embargo, que se trataba de un enamorado frente al cual no debía traicionar a Sophia ninguna amiga suya. En realidad, creyó que Jones era el propio Mr. Blifil, de quien Sophia había huido, y las respuestas que Tom dio relativas a la familia de Mr. Allworthy confirmaron su opinión. Por tal motivo, negó reconocer el lugar en que se encontraba Sophia, y el visitante no consiguió otra cosa que permiso para visitarla a la tarde del día siguiente.

Cuando Jones estuvo fuera, Mrs. Fitzpatrick comunicó a su doncella que sospechaba que se trataba de Mr. Blifil. La doncella contestó:

—Me parece, señora, que ése es un hombre demasiado guapo para que ninguna mujer huya de él. Yo creo que se trata de Mr. Jones.

—¡Mr. Jones! —exclamó la señora—. ¿Quién es Mr. Jones?

Sophia no le había hablado nunca de tal persona. En cambio, la doncella Mrs. Honour se había mostrado mucho más comunicativa, informando a su compañera Abigail de toda la historia de Mr. Jones, historia que Abigail repitió ahora a su señora.

Cuando Mrs. Fitzpatrick oyó toda la historia, coincidió en el acto con la opinión de su doncella, y, lo que es menos explicable, encontró cualidades en el visitante que antes, cuando creyó que era Mr. Blifil, no había encontrado.

—Tienes razón, Elizabeth —dijo—. Se trata de un joven muy apuesto, y no me extraña que la doncella de mi prima dijera que había tantas mujeres enamoradas de él. Ahora siento no haberle dicho en dónde se encuentra mi prima. Aunque… es lástima que ella le vuelva a ver. ¿Qué le espera a mi prima si se casa con un libertino, que además es pobre, si lo hace en contra de la voluntad de su padre? Yo creo que si en realidad es tal como lo ha descrito tu compañera, lo mejor es mantener a mi prima apartada de él. Sé muy bien lo desgraciados que resultan esos matrimonios.

Al llegar a este punto, la dama fue interrumpida por la llegada de un visitante que no era otro que el lord. Y como en esta visita no aconteció nada nuevo ni extraordinario, ni mucho menos que interese a nuestra historia, damos por terminado este capítulo.