CAPÍTULO XIV

DONDE SE REFIERE LO QUE LE SUCEDIÓ A TOM JONES EN SU VIAJE DESDE ST. ALBANS.

Habían dejado atrás Barnet cosa de dos millas y el crepúsculo vespertino se cernía sobre ellos, cuando un hombre de aspecto atrayente, pero montado en un rucio muy flaco, se dirigió a Tom y le preguntó si cabalgaba hacia Londres, a lo que el joven contestó que sí. Entonces el caballero añadió:

—Le quedaría muy agradecido si me permitiera ir con usted, pues ya es tarde y desconozco el camino.

Jones accedió gustoso al deseo del desconocido y juntos prosiguieron la marcha, entablando la conversación usual en tales casos.

En lo que nos ocupa, el asunto principal fue la de los robos, a los que tenía gran miedo el desconocido. Pero Tom Jones declaró que él tenía muy poco que perder y, en consecuencia, muy poco que temer. Partridge no pudo por menos de meter baza en la conversación.

—Debería usted pensarlo un poco —dijo—, pues creo que si yo llevara en el bolsillo, como usted lleva, un billete de cien libras, sentiría mucho perderlo. Pero en lo que a mí respecta, nunca sentí menos miedo en mi vida. Somos cuatro, y si nos ayudamos mutuamente, nadie osará robarnos. Suponga usted que el ladrón se presenta armado con una pistola. Tan sólo podría matar a uno de nosotros, y un hombre sólo puede morir una vez.

Prescindiendo de la confianza que daba la superioridad numérica, una clase de valor que ha colocado a ciertas naciones en la cumbre de la fama, existía otro motivo que justificaba el extraordinario valor que en la actualidad demostraba Partridge. Poseía tal cantidad del mismo como es capaz de otorgar el vino.

Nuestros viajeros se encontraban a una milla de Highgate cuando el desconocido se volvió hacia Tom Jones y, sacando una pistola, exigió el billete de banco mencionado poco antes por Partridge.

Al pronto, Jones se sintió un tanto sorprendido ante petición tan inesperada. Sin embargo, se dominó, respondiendo al salteador de caminos que todo el dinero que llevaba en sus bolsillos estaba a su disposición, y diciendo esto sacó tres guineas, que ofreció al ladrón. Pero éste respondió con un juramento que aquello no le convencía. Tom entonces respondió con la mayor frialdad que lo sentía, y se volvió a guardar el dinero en el bolsillo.

El ladrón amenazó entonces con que, si no le entregaban el billete de banco en el acto, dispararía su pistola, apuntando al pecho. Jones cogió rápidamente la mano del hombre, que temblaba de un modo que apenas podía sostener el arma, y desvió a un lado el cañón que le apuntaba. Siguió una breve lucha, en el curso de la cual Jones arrancó la pistola de la mano de su contrincante, y los dos cayeron al suelo desde sus caballos, el salteador de espaldas y Tom Jones encima de él.

El desgraciado comenzó a implorar misericordia de su vencedor.

—Señor —musitó el infeliz—, no tenía la menor intención de disparar contra usted, pues puede comprobar que la pistola está descargada. Es el primer robo que intento cometer, habiéndome visto arrastrado a ello por la miseria en que vivo.

En aquel instante, a cosa de unos cien metros de distancia, yacía otra persona en tierra pidiendo clemencia con gritos más estentóreos que los del ladrón fracasado. Esta persona no era otra que Partridge, que al tratar de huir en vista del cariz que tomaban los acontecimientos, se había caído del caballo al suelo de bruces y no se atrevía a alzar la cabeza ni a mirar, pues esperaba recibir un tiro de un momento a otro.

En aquella postura permaneció hasta que el guía, a quien no le preocupaban más que los caballos, tras de recoger al animal caído, se acercó a él y le dijo que su amo había vencido al salteador de caminos.

Cuando Partridge oyó la nueva se puso en pie de un salto y corrió al lugar donde Jones, con la espada desenvainada en la mano, vigilaba al ladrón. Al ver esto, Partridge exclamó:

—¡Mate a ese villano, señor! ¡Atraviésele el cuerpo con su espada! ¡Mátele en el acto!

Por suerte para el infeliz, había caído en manos más misericordiosas, pues luego de examinar la pistola y comprobar que, en efecto, estaba descargada, Tom empezó a creer todo lo que el hombre le había contado antes de la llegada de Partridge. Era un novato en el oficio de ladrón, que se había visto precisado a seguir obligado por la necesidad, muy grande en su casa, pues tenía cinco hijos pequeños que pasaban mucha hambre, y a su esposa, de sobreparto del sexto. Para que Tom Jones pudiera convencerse de la verdad de lo que decía, invitó al joven a que fuera a su casa, que tan sólo distaba dos millas de allí, asegurando que no deseaba que le perdonase hasta que hubiera comprobado por sí mismo la veracidad de lo que decía.

Al pronto Tom pensó en acompañar al hombre a su casa, diciéndole que su suerte dependía de que fuera verdad o no lo que le había contado. Al oír estas palabras el hombre demostró tanta prisa, que Tom quedó convencido de su sinceridad, y sintió compasión de él. Devolvió al ladrón frustrado la pistola, le aconsejó que buscara otros medios para socorrer su desgracia y le entregó dos guineas para su mujer y sus hijos, añadiendo que le hubiera gustado poderle socorrer con algo más, pero que el billete de cien libras no le pertenecía.

Sin duda nuestros lectores juzgarán esta acción de modo muy distinto. Algunos le concederán sus aplausos, considerándolo un acto de verdadera humanidad en tanto que otros, de temperamento más melancólico, lo tomarán como una ofensa a la justicia que todo hombre de bien debe anhelar que resplandezca en su país. Partridge, por supuesto, lo vio desde este último punto de vista, pues dejó entrever muy escasa satisfacción ante el comportamiento de su compañero de viaje. Citó un antiguo proverbio y aseguró que no le sorprendería lo más mínimo si aquel villano volvía a atacarles de nuevo antes de llegar a Londres.

El salteador fracasado no cejaba en sus demostraciones de agradecimiento. Derramó algunas lágrimas, o cuando menos lo simuló. Prometió que regresaría a su casa y que nunca jamás volvería a emprender actos como aquél. Ahora, si mantuvo su palabra o no, eso lo veremos más adelante.

Una vez más caballeros en sus monturas, nuestros viajeros llegaron sin novedad a Londres. Durante el resto del camino, Tom y Partridge se enzarzaron en una charla sobre la última aventura, en el curso de la cual el joven demostró sentir una gran lástima de los salteadores de caminos, que, por desgracias de la vida, se veían obligados a lanzarse al campo y ejercer un oficio que, por lo común, les conducía a una muerte infamante.

—Me refiero, claro —añadió—, a aquellos cuya culpabilidad no se extiende más allá del robo y que no son reos de crueldad ni de asesinato, circunstancias éstas —continuó—, debo decirlo para honra de nuestro país, que distingue los robos cometidos en Inglaterra de los de otros lugares. El asesinato es en éstos un incidente inseparable del robo.

—Indudablemente —repuso Partridge— es cien veces mejor que le quiten a uno el dinero que la vida. No obstante, resulta muy duro que los hombres honrados no puedan viajar por sus negocios sin que se vean expuestos a ser asaltados por esos villanos. Lo mejor sería que todos los bribones fueran ahorcados antes de que un hombre de bien tuviera que sufrir por culpa de ellos. Por lo qué a mí respecta, no me importaría lo más mínimo manchar mi mano con la sangre de cualquiera de ellos, aunque a la justicia es a la que corresponde ahorcarlos. ¿Qué derecho tiene ningún hombre a quitarme medio chelín si yo no quiero dárselo? ¿Posee alguna honradez un hombre que obra de ese modo?

—Con seguridad que no —exclamó Jones—. No más que el que saca los caballos de la cuadra ajena, o el que utiliza para su uso particular el dinero que ha encontrado, pese a conocer a su legítimo dueño.

Estas indirectas sellaron los labios de Partridge, que no los volvió a despegar hasta que Tom se permitió algunas sarcásticas bromas a propósito de su cobardía, lo que le ofreció un pretexto para comentar la desigualdad en que se encuentra el que no posee armas de fuego.

—Un millar de hombres desarmados no representan nada ante una pistola, pues aunque es cierto que tan sólo puede matar a uno de un disparo, ¿quién puede garantizar que ese disparo no le toque a uno precisamente?