DONDE PROSIGUE EL RELATO DEL VIAJE DE TOM JONES EN CONTRA DE LA OPINIÓN DE PARTRIDGE, CON LO QUE LES SUCEDIÓ EN TAL OCASIÓN.
A poco descubrieron una luz a cierta distancia, con gran alegría de Jones y gran terror de Partridge, que creía que estaba embrujado y que aquella luz era un fuego fatuo o algo todavía peor.
Los temores fueron en aumento a medida que se aproximaban a la luz —o luces, como ahora pudieron comprobar—, oyendo un confuso rumor de voces humanas, cantos, risas y un gran bullicio, unido a un extraño sonido que parecía provenir de algunos instrumentos musicales, pero que apenas si merecía el nombre de música. En apoyo de la opinión de Partridge, muy bien podía decirse que se trataba de música embrujada.
Es imposible describir el terror que se apoderó de Partridge ahora. Su miedo se contagió al guía, que había prestado profunda atención a las palabras del otro. Por tanto, el muchacho expresó a Tom Jones su deseo de volver grupas, diciendo que creía a pie juntillas lo que había dicho Partridge, es decir, que aunque los caballos parecían haber estado marchando hacia delante, no habían avanzado un solo paso en la última media hora.
Tom no pudo por menos de sonreír, a pesar de su enojo, ante la simplicidad de aquellos dos hombres poseídos por el miedo.
—O avanzamos hacia las luces —dijo— o éstas avanzarán hacia nosotros, pues nos encontramos a escasa distancia de ellas. Pero ¿cómo podéis tener miedo de unas personas que parecen estar divirtiéndose?
—¡Divirtiéndose! —exclamó Partridge—. ¿Quién es la persona que se atreve a organizar una fiesta a tal hora de la noche en semejante lugar y con el tiempo que hace? Sólo pueden hacerlo los espíritus y las brujas, o bien los demonios.
—Sean quienes fueren —replicó Jones con acento irritado—, estoy dispuesto a acercarme a ellos y preguntarles por el camino de Coventry. No todas las brujas, querido Partridge, alimentan tan malas intenciones como las que hemos tenido la desgracia de tropezamos últimamente.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Partridge—. Nadie puede saber de qué humor estarán, aunque siempre será mejor mostrarse corteses con ellas. Pero ¿qué sucedería, señor, si nos encontrásemos con algo peor que brujas, con los propios espíritus malignos? Le suplico, señor, que esté prevenido, se lo suplico de veras. Si hubiera leído tantos relatos como yo sobre esta cuestión, no se mostraría tan osado. Tan sólo Dios sabe si hemos llegado ya o si estamos marchando, puesto que la oscuridad es tal como no la hubo jamás, y tengo mis dudas de que el otro mundo sea tan oscuro.
Jones avanzó todo lo de prisa que le fue posible, pese a todos aquellos avisos y advertencias, por lo que el desgraciado Partridge se vio obligado a seguirle, ya que si tenía miedo de avanzar, más lo tenía de quedarse atrás.
Al cabo llegaron al lugar de donde procedían las luces y los distintos sonidos. Tom Jones pudo ver que se trataba de un granero, en cuyo interior estaban reunidos una serie de hombres y mujeres que armaban un gran escándalo.
En cuanto Tom apareció ante las grandes puertas del granero, abiertas de par en par, una ronca voz masculina preguntó desde el interior quién había, a cuya pregunta Tom respondió con acento amable que un amigo, y, a renglón seguido, preguntó por el camino de Coventry.
—Si es usted amigo —contestó otro hombre que se encontraba en el interior del granero—, sería mejor que se apeara del caballo y entrase aquí hasta que pase el temporal —que en aquellos instantes estaba en su apogeo—. También puede meter dentro el caballo, pues hay espacio suficiente en el fondo del granero.
—Es usted muy amable —repuso Tom— y aceptaré su ofrecimiento por unos minutos, mientras amaina la lluvia. Me acompañan otras dos personas que también se alegrarían de recibir el mismo favor.
Éste fue otorgado de mejor buena gana que aceptado, pues Partridge hubiera preferido soportar las mayores inclemencias del tiempo antes que confiarse a la clemencia de aquellos a los que él tomaba por duendes. En cuanto al guía, era víctima de las mismas aprensiones. Pero los dos estaban obligados a seguir el ejemplo de Tom Jones, uno porque no podía abandonar su caballo; otro, por lo que más temía, que era quedarse solo.
Si la presente historia hubiera sido escrita en los tiempos en que los seres humanos eran dominados por la superstición, sentiría una profunda compasión hacia el lector por mantenerle tanto tiempo en suspenso en relación con la posible aparición en escena de Satanás o Belcebú, seguidos por su séquito infernal. Mas como estas doctrinas no tienen el menor éxito en la edad presente y apenas si encuentran devotos de ellas, no he creído necesario describir semejantes terrores.
Ahora bien, aunque confesamos que éste es nuestro modo de pensar, tenemos sobrada razón para temer que se produzca en nuestros lectores otra clase de aprensión, en la cual tampoco deseamos que incurra. Me refiero a que crea que ahora vamos a emprender un viaje por tierras encantadas y a hacer aparecer en nuestro relato a una serie de seres en que apenas si creíamos de niños, pese a que hubo muchos que malgastaron su tiempo en escribir y leer sus aventuras.
Para esquivar semejantes sospechas, tan perjudiciales para el crédito de un historiador que se jacta de extraer sus materiales únicamente de la cantera de la naturaleza, nos apresuraremos a comunicar al lector quién era aquella gente cuya repentina aparición había provocado tan enorme terror en Partridge, asustado bastante al postillón y sorprendido no poco a Tom.
La gente reunida en el granero era, ni más ni menos una tribu de gitanos que estaban celebrando la boda de uno de ellos.
Es imposible imaginar gente más alegre que la allí reunida. Un gran júbilo se reflejaba en todos los rostros, y el baile que estaban celebrando no carecía de cierto orden y decoro. Tal vez reinara más orden que en muchas reuniones campestres, pues los gitanos están sujetos a ciertas leyes de gobierno, propias de su raza, y todos a una obedecen a la persona a quien ellos llaman rey.
No es posible concebir mayor abundancia de manjares. Cierto que no había la menor limpieza y elegancia, aunque tampoco el agudo apetito de los comensales las requerían. Abundaba el jamón, las aves de corral y el cordero, a los que cada cual procuraba por sí mismo una salsa mucho más apetitosa que la más rica y apreciada que un cocinero francés pueda preparar.
Puedo asegurar que el propio Eneas no experimentó mayor asombro en el templo de Juno,
Dum stupet obtutuque haeret defixus in uno,
que nuestro héroe ante lo que vio en el granero. Mientras Tom miraba en torno suyo, un anciano venerable se le acercó haciéndole una serie de saludos amistosos, aunque eran demasiado expresivos para poder ser llamados corteses. Se trataba, ni más ni menos, que del mismo rey de los gitanos. Apenas se distinguía de sus súbditos por la vestimenta, ni ostentaba atributos reales que pregonaran su elevada alcurnia. Sin embargo, como dijo Tom Jones, en su porte había algo que denotaba su autoridad real e inspiraba ideas de temor y respeto a los que le miraban, aunque es muy posible que todo esto fuera fruto de la fantasía de Tom y la realidad fuese que semejantes ideas son inherentes y casi inseparables del poder.
En el franco rostro de Tom Jones y en su proceder cortés había algo que, junto a lo apuesto de su porte, le recomendaban desde el primer instante en que se le miraba. Tal impresión fue mejorada en el presente caso por el gran respeto que demostró al rey de los gitanos desde el punto y hora en que conoció su autoridad, cosa que resultó en extremo agradable para su majestad gitana, habituado sólo al homenaje de sus súbditos.
El rey ordenó luego que dispusieran una mesa con los manjares más escogidos, e inmediatamente comenzó a hablar a nuestro héroe en los términos siguientes:
—No dudo, señor, de que habrá visto usted a alguno de mi raza en alguna ocasión, pues andamos siempre por todas partes. Pero sospecho que jamás habrá visto a tantos reunidos como ahora, y posiblemente se sorprenderá usted al ver y observar que los gitanos somos gente de orden y bien gobernada, al igual que cualquiera otra clase de personas.
»Tengo el honor de ser su rey, y ningún monarca de la tierra se puede vanagloriar de contar con súbditos más leales ni más afectuosos. Ignoro si merezco la buena voluntad que sienten hacia mí, aunque puedo asegurar que jamás he pensado en otra cosa que en su bien. Ellos me corresponden con idéntica moneda, pues siempre piensan en darme lo mejor que obtienen. Me honran y quieren, porque yo les amo y cuido de ellos en todo instante. Esto es todo, y no conozco otra razón.
»Hará mil o dos mil años, no puedo concretar el tiempo exacto, ya que no sé leer ni escribir, se produjo lo que ustedes llaman una revolución entre los gitanos, pues en aquel tiempo había lores gitanos que se peleaban entre sí. Pero el rey de los gitanos los aniquiló, convirtiendo a todos en sus súbditos, y a partir de entonces reina la armonía entre nosotros, pues ninguno piensa en ser rey y se encuentran mucho mejor como están ahora. Le prometo a usted que resulta una cosa por demás enojosa ser rey y tener que practicar de continuo la justicia. Siempre echo de menos no ser un simple gitano cada vez que me veo precisado a castigar a un amigo querido o pariente, pues si bien nosotros no aplicamos nunca la pena de muerte, nuestros castigos son muy severos. Éstos hacen que los gitanos se avergüencen de sí mismos, y éste resulta el peor castigo de todos y el que les produce mayor efecto.
El rey de los gitanos expresó su sorpresa porque el castigo de la vergüenza no existiera en otros gobiernos. Jones le repuso que se engañaba, pues existían muchos crímenes a los que las leyes inglesas aplicaban el castigo de la vergüenza, y que ésta, al fin y a la postre, era la consecuencia de todo castigo.
—Es muy extraño —contestó el rey de los gitanos—, pues he conocido y hablado con muchos de los suyos, aunque no he vivido entre ellos, y con frecuencia he oído decir que la vergüenza es la consecuencia y la causa también de muchas de vuestras recompensas. ¿Es que vuestras recompensas y castigos son una misma cosa?
En tanto que Tom Jones hablaba de esta guisa con el rey de los gitanos, en el granero se produjo un tumulto cuyo origen fue el siguiente: la amabilidad de aquella buena gente había ido disipando poco a poco todos los temores de Partridge y el pobre accedió al cabo, tras de muchos ruegos, no sólo a probar los alimentos que le ofrecían, sino también a saborear algunos licores, los cuales le produjeron sensaciones en extremo agradables.
Una joven gitana, más notable por su ingenio que por su belleza, había conseguido llevarse aparte al honrado hombre, con la pretensión, sin duda, de decirle la buenaventura. Pero cuando se encontraba en lo más apartado del granero, bien fuera debido a los efectos de algún licor de los ingeridos, que nunca resultan más aptos para inflamar los deseos que luego de una fatiga moderada, o bien porque la gitana diera de lado a la delicadeza y decencia propias de su sexo y tentara al pobre Partridge de una forma descarada, lo cierto es que fueron descubiertos por el marido de la gitana en una situación por demás inadmisible. Al parecer, el marido de la gitana, impulsado por los celos, había estado vigilando atentamente a su mujer, siguiéndola hasta el lugar donde la encontró en brazos de Partridge.
Éste fue conducido inmediatamente ante el rey, quien oyó la acusación y también la defensa del culpable, que no podía ser muy convincente, pues el infeliz se sentía abrumado por el peso de su culpa y tenía muy poco que decir en favor suyo. Su majestad el rey de los gitanos, volviéndose entonces hacia Jones, dijo:
—Señor, ya ha oído usted lo que dicen. ¿Qué castigo cree que merece su compañero?
Tom Jones contestó:
—Lamento lo que ha sucedido, y estoy seguro de que Partridge dará al marido todas las satisfacciones que sean necesarias.
Añadió que en aquel momento tenía muy poco dinero en el bolsillo, y metiéndose la mano en uno de ellos, sacó una guinea, la cual ofreció al gitano. Éste se apresuró a contestar:
—Creía que el señor me daría por lo menos cinco.
Esta suma, tras de algunas discusiones, quedó reducida a dos, y conseguido ya por Tom el perdón completo de Partridge y de la gitana casada, se disponía a pagar, cuando su majestad, apartando la mano del joven, se volvió al testigo y le preguntó cómo había descubierto a los culpables, a lo que el interrogado repuso:
—Fui requerido por el marido para vigilar los movimientos de su esposa desde que empezó a hablar con el forastero, y desde entonces no la he perdido de vista hasta que se cometió la falta.
El rey preguntó entonces si el marido permaneció todo el tiempo con él en el escondrijo desde donde había vigilado a la pareja. A lo que el hombre contestó en sentido afirmativo. Su majestad se dirigió luego al marido en los siguientes términos:
—Me da pena ver que existe un gitano que se da por satisfecho vendiendo la honra de su mujer por dinero. Si de veras quisieras a tu mujer, hubieras evitado lo sucedido y no tratarías de convertir a tu mujer en una perdida. Dispongo que no se le dé el dinero, puesto que más mereces un castigo que una recompensa, y ordeno, por tanto, que seas deshonrado y te pongan en la frente un par de cuernos que llevarás durante un mes, y que tu mujer sea llamada ramera y señalada todo el tiempo como tal, pues si tú eres un gitano sin honor, ella no puede ser menos que una infamante ramera.
Los gitanos procedieron a cumplir la sentencia en el acto y dejaron solos a Tom y a Partridge con el rey.
Tom Jones aplaudió con entusiasmo la justicia de aquella sentencia, a lo que el rey de los gitanos hizo la siguiente observación:
—Tengo la impresión de que se siente usted sorprendido, ya que me figuro que tiene mala opinión de mi gente, pues los cree a todos ladrones.
—Debo confesar, señor —repuso Jones—, que jamás he oído hablar de ellos todo lo bien que merecen.
—Le diré a usted en qué estriba la diferencia entre ustedes y nosotros. Mi gente roba a la suya, mientras que la de usted se roban unos a otros.
Jones se apresuró a ensalzar la felicidad de unos súbditos que vivían bajo tal gobierno. Ésta parece, en efecto, ser tan completa, que mucho nos tememos que algún defensor del poder arbitrario pueda citar el caso de esta gente como un ejemplo de las grandes ventajas que ese sistema de gobierno tiene sobre los demás.
Aquí nos permitiremos una concesión que quizá no se espere de nosotros, a saber: que ninguna forma limitada de gobierno es capaz de producir el mismo grado de perfección, o de producir idénticos beneficios a la sociedad como ésta. Los seres humanos jamás fueron tan felices como cuando la mayor parte del mundo entonces conocido se encontraba bajo el dominio de un solo gobernante, y este estado de felicidad se prolongó durante los reinados de cinco príncipes sucesivos[20]. Aquélla fue la verdadera Edad de Oro y la única que ha existido, salvo en las imaginaciones calenturientas de los poetas, desde la expulsión de Adán y Eva del Edén hasta nuestros días.
Tan sólo conozco una objeción de peso contra la monarquía absoluta. El único inconveniente es la dificultad de dar con un hombre idóneo para el empleo de monarca absoluto, pues el tal oficio exige tres cualidades muy difíciles de reunir en un hombre, a saber: bastante moderación en la persona para contentarse con el poder que es posible concederle; bastante sabiduría para reconocer su propia felicidad, y suficiente bondad para poder soportar la felicidad de los demás, no tan sólo cuando sea compatible con la suya, sino cuando sea útil a la misma.
Ahora bien, un monarca absoluto en posesión de estas excelsas y raras cualidades, será capaz de hacer el mayor bien a la sociedad. Por el contrario, debe admitirse que el poder absoluto, colocado en manos de uno que cuenta con esas cualidades en grado ínfimo, es muy probable que suponga un gobierno funesto para la nación.
Nuestra misma religión nos proporciona ideas muy acertadas sobre las bendiciones y las maldiciones que escoltan al poder absoluto. Las descripciones del cielo y del infierno nos colocan ante la vista una imagen muy viva de ambas, pues aunque el príncipe del infierno puede no gozar de mayor poder que el obtenido originariamente del Omnipotente Soberano del cielo, de las Sagradas Escrituras se deduce claramente que en sus infernales dominios se le concede un poder absoluto a su diabólico gobernante. Éste es el único poder absoluto que, de acuerdo con las Escrituras, dimana del cielo. En consecuencia, si las diversas tiranías de la tierra pueden demostrar algún título a la autoridad divina, aquél derivará, sin la menor duda, de esta original otorgada al príncipe de las tinieblas.
Como conclusión añadiremos que, como los ejemplos de todas las edades nos demuestran que la humanidad sólo ambiciona el poder para hacer daño, y que cuando lo consigue ya no lo utiliza para otro fin, está reñido con la prudencia más elemental intentar una alteración en lo que nuestras esperanzas son sólo alimentadas por dos o tres excepciones contra millares de ejemplos que despiertan nuestros temores. En este caso es mucho más adecuado someterse a los escasos inconvenientes de la sordera desapasionada de las leyes, que remediarlas acudiendo a los oídos bien abiertos, pero apasionados, de un tirano.
Tampoco puede el ejemplo de los gitanos, aunque es muy posible que sean felices con su forma de gobierno, ser presentado aquí como adecuado o conveniente, pues ante todo debemos recordar en qué se distinguen de todas las demás colectividades, y a lo que quizá deban su felicidad, a saber: que no se conocen entre ellos los falsos honores, que tienen por algo tan bochornoso como el mayor de los castigos imaginables.