CAPÍTULO V

DONDE SE HACE MENCIÓN DE OTRAS AVENTURAS QUE LE SUCEDIERON A TOM JONES Y A SU ACOMPAÑANTE DURANTE EL CAMINO.

Nuestros caminantes marcharon ahora tan de prisa que apenas si tuvieron tiempo para conversar. Tom Jones pensando todo el camino en Sophia, y Partridge en el billete de banco, el cual, si bien le proporcionaba cierto placer, le hacía sentirse un tanto disgustado con la fortuna, pues en todas sus andanzas por el mundo jamás le había proporcionado la oportunidad de demostrar su honradez. Llevarían recorridas unas tres millas cuando Partridge, sintiéndose incapaz de mantener su paso al ritmo del de Jones, le llamó y le rogó que aminorara la marcha, a lo que el joven accedió en el acto. Hacía mucho tiempo que había perdido el rastro de las pisadas de los caballos, que el deshielo le había permitido seguir durante varias millas, y ahora se encontraba en una plazoleta en la que desembocaban varios caminos.

Tom Jones se detuvo, pues, para reflexionar sobre cuál de aquellos caminos debían seguir, cuando de repente oyeron el ruido de un tambor, que no parecía muy distante de allí. El resonar del instrumento musical despertó el miedo de Partridge, que exclamó:

—¡Dios mío, ten misericordia de nosotros! ¡Ya se acercan!

—¿Quién se acerca? —demandó Jones.

Su pesimismo había sido reemplazado por ideas más halagadoras, y desde el encuentro con el cojo había decidido seguir en persecución de Sophia, sin preocuparse de nada más.

—¿Quiénes van a ser? —exclamó Partridge—. Pues los rebeldes. Pero ¿por qué les llamo rebeldes? Puede que sean caballeros de acrisolada honradez, ya que no sé nada que lo contradiga. El diablo cargue con quien ose ofenderles. Estoy convencido de que si ellos no tienen nada que contarme, tampoco a mí se me ocurre nada que decirles. Por lo que más quiera, señor, no se meta con ellos si vienen, y así quizá no nos hagan el menor daño. Pero ¿no sería más prudente ocultarnos detrás de aquellos arbustos hasta que pasen de largo? ¿Qué pueden hacer dos hombres completamente desarmados contra cien mil? Solamente un loco osaría hacerles frente, y espero que el señor no se ofenda con estas palabras. Pero sin duda ningún hombre que posea una mens sana in corpore sano…

Al llegar a este punto, Jones interrumpió aquel torrente de elocuencia inspirado por el miedo, asegurando «que el tambor anunciaba que se encontraban en las proximidades de una ciudad». Inmediatamente se encaminó al lugar de donde procedía el ruido, diciendo a Partridge que no tuviera miedo alguno, pues no era su intención meterse en la boca del lobo. Los rebeldes no podían encontrarse tan cerca.

Partridge se sintió un tanto consolado con esta última afirmación, y aunque él hubiera preferido avanzar en dirección opuesta, siguió tras de Tom Jones, su corazón latiendo con gran violencia, pero no a la manera de los héroes, en dirección adonde resonaban los redobles de tambor, que no cesaron hasta que atravesaron la plazoleta y se adentraron por un camino estrecho.

De pronto, Partridge, que marchaba al compás de los pasos de Tom Jones, vio algo pintado suspendido en el aire, a pocos metros de ellos, e imaginando que pudiera ser la bandera del enemigo, exclamó horrorizado:

—¡Oh, Señor! ¡Ahí están! ¡Ahí están la corona y el ataúd! ¡Oh, Señor! ¡Jamás me he encontrado con nada tan terrible y nos hallamos a tiro de pájaro de ellos!

Tom Jones miró hacia lo alto y vio lo que había provocado el terror de Partridge.

—Creo, Partridge —exclamó—, que tú solo podrías librar batalla contra todo ese ejército, pues por la bandera que ondea ahí creo que el tambor que hemos oído antes llamaba a la gente para que acuda a una función de títeres que a combate.

—¡Una función de títeres! —repitió Partridge, que ahora no cabía en sí de gozo—. ¿No se trata más que de eso? Me gustan extraordinariamente las funciones de títeres. Hagamos alto para verla. Además, estoy hambriento, pues ya casi es de noche y no pruebo bocado desde las tres de la mañana.

Se acercaron a una posada, o más bien cervecería, donde Tom Jones decidió hacer alto, cuanto más que no sabían qué camino tenían que seguir. En primer lugar se dirigieron a la cocina, donde Jones comenzó a preguntar si no habían pasado por allí dos señoras aquella misma mañana, en tanto que Partridge hacía indagaciones sobre las provisiones que había en la casa. Su investigación resultó más fructuosa que la de su amo, pues en tanto que Jones no lograba obtener noticias de Sophia, Partridge, del todo satisfecho, concebía excelentes razones para confiar que dentro de poco tendría lugar la agradable aparición de una excelente y humeante fuente de huevos y jamón.

En las naturalezas fuertes y saludables, el amor produce un efecto muy distinto que en las encanijadas. En éstas, anula todo apetito que procura la conservación del individuo. En las primeras, aunque en ciertas ocasiones hace olvidar y despreciar los alimentos, así como todo lo demás, sin embargo, si se coloca delante de un enamorado hambriento una buena fuente de asado, rara vez la rechaza. Tal sucedió ahora, pues si bien Tom Jones podía haber hecho mucho más camino con el estómago vacío de haberse encontrado solo, tan pronto como tomó asiento ante la mesa comenzó a devorar los huevos y el jamón, haciéndolo con tanta voracidad como el mismo Partridge.

Antes de que nuestros viajeros dieran cuenta de la comida había anochecido, y como la luna hacía días que había dejado de ser llena, la oscuridad era completa. Apoyándose en esto, Partridge convenció a Jones para que se quedaran a pasar allí la noche y vieran la función de títeres, que estaba a punto de comenzar, y a la cual fueron invitados con insistencia por el dueño de los muñecos, que afirmó que los suyos eran los mejores que se conocían, habiendo dejado satisfechas a todas las personas entendidas de Inglaterra que los habían visto trabajar.

La función de títeres se efectuó con gran orden y decoro. Se titulaba El marido provocado, y resultó un entretenimiento muy grave y solemne, sin que se oyera ningún chiste de tono dudoso. Todo el público se mostró muy complacido con la representación. Una matrona muy seria dijo al dueño que a la noche siguiente llevaría a sus dos hijas, ya que en la obra no había ninguna chalanería de mal gusto. Y un empleado de procurador y un oficial del resguardo afirmaron que los tipos de lord y lady Townley estaban perfectamente copiados y resultaban muy naturales.

El dueño de los títeres se sintió tan halagado con estos elogios, que no pudo por menos de añadir otros por su cuenta. Afirmó que la edad presente no había adelantado tanto en otras cosas como en las funciones de títeres, puesto que al suprimir de ellas a Punch y a su mujer Joan, así como otras estupideces del mismo jaez, se habían transformado en funciones mucho más decentes.

—Recuerdo que cuando me lancé a este negocio encontré en él muchas majaderías apropiadas para hacer reír a la gente, pero que no intentaban mejorar las costumbres de los jóvenes, que es el objetivo principal de toda obra de títeres, pues ¿por qué no se ha de aprovechar este medio, igual que los demás, para dar lecciones buenas e instructivas? Mis figuras son de tamaño natural y representan la vida en todos sus detalles, y puedo asegurar que después de ver mi pequeño drama la gente sale tan aleccionada como si viera uno grande.

—En modo alguno deseo disminuir la ingenuidad de su profesión —repuso Jones—. Pero me hubiera alegrado ver a mi antiguo amigo Punch, a pesar de lo que dice usted. Y lejos de mejorarle, me parece que al suprimirle a él y a su alegre esposa Joan, ha echado usted a perder su espectáculo.

El animador de los títeres concibió en el acto un completo desprecio hacia Jones, y con una expresión de absoluto desdén en su rostro, replicó:

—Por lo que veo, tal es su opinión. Pero tengo la satisfacción de poderle decir que los mejores jueces difieren de usted por completo, y es de todo punto imposible dar gusto a todos. Le aseguro que personas muy distinguidas de Bath, hace de esto dos o tres años, quisieron volver de nuevo a la escena a Punch. Creo que perdí algún dinero por no acceder a ello. Pero dejemos que otros hagan lo que mejor gusten. Un poco de dinero más o menos jamás hará que degrade mi profesión, ni permitiré voluntariamente que se eche a perder la decencia de mi trabajo introduciendo en el mismo temas de baja calidad.

—Tiene usted razón, amigo —aseguró el empleado de procurador—, tiene usted mucha razón. Evite siempre que pueda lo chabacano. Algunos de mis amigos de Londres han decidido expulsar de la escena todo lo que sea ruin y grosero.

—Nada puede ser más conveniente y adecuado —dijo a su vez el del resguardo, quitándose la pipa de la boca—. Recuerdo —añadió—, pues entonces vivía con un lord, que me encontraba en la galería la noche en que se estrenó El marido provocado. En esta obra había muchas escenas de mal gusto a propósito de un hacendado que iba a la ciudad para actuar de parlamentario, y en escena aparecía un montón de criados, entre ellos un cochero. Los caballeros de nuestra galería no podían tolerar una cosa tan indigna y protestaron. Ahora he visto que usted ha prescindido de todo eso, y no puedo por menos de felicitarle.

—Caballeros —exclamó entonces Jones—, no me atreveré a mantener mi opinión delante de tantos. Pero si a la mayoría no le gusta, el sabio caballero que dirige la obra ha hecho perfectamente al prescindir de Punch.

El dueño de los títeres dio entonces comienzo a una segunda arenga. Ensalzó la gran influencia de los ejemplos, y aseguró que las clases inferiores del género humano serían apartadas del vicio cuando observaran lo odioso que les resultaba a las clases superiores. En este instante fue interrumpido por un incidente que, aunque tal vez en otra circunstancia podría ser omitido, no nos queda más remedio que relatar en el caso presente.