DONDE SE NARRA LA SALIDA DE TOM JONES DE LA FONDA DE UPTON, ASÍ COMO LO QUE SUCEDIÓ ENTRE ÉL Y PARTRIDGE POR EL CAMINO.
Al fin nos es posible volver de nuevo a nuestro héroe. En realidad nos hemos visto precisados a separamos de él durante tanto tiempo, que mucho tememos que a la vista del instante en que le dejamos, nuestros lectores hayan creído que tratábamos de abandonarle para siempre, acabando en esa situación en la que las personas prudentes se abstienen a menudo de preguntar por un amigo temerosas de que les digan que ha muerto.
Pero pienso que si bien distamos mucho de poseer todas las virtudes, osaré afirmar con toda valentía que tampoco gravitan sobre nosotros todos los defectos de un carácter prudente. Y aunque cuesta imaginar circunstancias más desgraciadas que las que rodeaban a Tom Jones ahora, volveremos a él y le acompañaremos con la misma diligencia que si le sonriera la fortuna.
Tom Jones y su compañero Partridge abandonaron la fonda minutos más tarde que el caballero Western, siguiendo el camino a pie, ya que el fondista les aseguró que no había modo de encontrar caballos aquel día en Upton.
Marcharon, pues, adelante verdaderamente descorazonados, puesto que si bien sus preocupaciones procedían de causas diferentes, ambos se sentían descontentos, y si Tom suspiraba con la mayor amargura, Partridge no lo hacía con menos tristeza a cada paso que daba.
Cuando los dos hombres llegaron al cruce de caminos donde el caballero Western se había detenido para pedir consejo a sus acompañantes, Jones se detuvo también y, volviéndose a Partridge, le preguntó qué ruta debían seguir.
—¡Ah, señor! —exclamó Partridge—. Me gustaría que siguiera usted mi consejo.
—¿Por qué no? —contestó Tom—. Ahora me es por completo indiferente dónde vaya o lo que me suceda.
—Mi consejo entonces —repuso Partridge—, es que en el acto tomemos el camino de casa, pues quien posee un hogar como usted al que puede volver, ¿por qué tiene que empeñarse en viajar por el país como un vagabundo? Pido perdón, sed vox ea sola reperta est.
—¡Bah! —exclamó Tom Jones—. No tengo ningún hogar al que volver. Pero si mi amigo, mi padre, me recibiera, ¿me sería posible vivir en un lugar de donde ha huido Sophia? ¡Cruel Sophia! ¡Cruel! ¡No! Los reproches deben de recaer sobre mí. ¡No, que la culpa caiga sobre ti! ¡Necio! Me has arruinado y tengo que arrancarte el corazón del pecho.
Y mientras pronunciaba estas palabras, asió al pobre Partridge por el cuello y le sacudió con todas sus fuerzas.
Partridge cayó de rodillas temblando y clamó misericordia, jurando que jamás había tenido intención de perjudicarle en nada. Tom Jones, después de contemplarle con profunda fijeza durante unos instantes, soltó su presa, descargando entonces toda la rabia que poseía sobre sí, con tal ardor, que de haber sido el otro, sin duda hubiera dado cuenta de su vida.
Con gusto nos tomaríamos el trabajo de relatar con todo detalle los locos arrebatos de ira a que Jones se entregó, si tuviéramos la seguridad de que el lector se iba a tomar el mismo trabajo en leerlos. Pero como mucho nos parece que luego del esfuerzo que hiciéramos para describir la escena, el lector tal vez se sintiera impulsado a prescindir de ella, nosotros nos hemos ahorrado la molestia que eso hubiera supuesto. Tan sólo por esta causa hemos violentado en ocasiones nuestra fantasía, y hemos prescindido de muchas y excelentes descripciones. Y esta sospecha deriva de nuestro perverso corazón, no queda más remedio que decirlo, pues en más de una ocasión, al leer historias voluminosas, hemos tenido a bien saltarnos muchos pasajes de las mismas.
Baste, pues, con decir que Tom Jones, luego de haberse sentido como loco durante unos cuantos minutos, se fue apaciguando poco a poco, y una vez tranquilo, se volvió hacia Partridge, le pidió perdón por haber arremetido contra él en el momento de su paroxismo, y le rogó que nunca más tornase a hablarle de regresar a casa, ya que estaba decidido a no poner nunca más los pies en la tierra que le había visto nacer.
Partridge no tuvo inconveniente en perdonar, prometiendo no volver sobre el tema del regreso. Entonces Jones, con la mayor viveza, añadió:
—Puesto que me es absolutamente imposible seguir por más tiempo las huellas de mi adorado ángel, seguiré las de la gloria. Vamos, bravo muchacho, corramos a alistarnos en el ejército. Lucharé por una causa gloriosa, y no dudaría en sacrificar mi vida, aunque fuera digna de ser conservada.
Al decir esto echó por camino distinto al seguido por míster Western, y así, por pura casualidad, se halló caminando por el mismo que Sophia seguía.
Nuestros dos viajeros recorrieron en silencio una milla o poco más, si bien Jones no dejaba de murmurar para sí muchas cosas. En cambio Partridge mantenía un profundo silencio. Tal vez no se había repuesto aún del susto que acababa de proporcionarle Tom. Además, temía provocar en su amigo un segundo acceso de cólera, pues acababa de ocurrírsele una idea que quizá no sorprenda demasiado al lector. En suma, el hombre empezaba a sospechar que Jones estaba un tanto chiflado.
Al fin Tom Jones, cansado de su soliloquio interior, se dirigió a su compañero y le echó en cara el silencio que guardaba. Ni que decir tiene que el pobre hombre trató de excusarse del mejor modo, siempre temiendo ofenderle de nuevo. Pero desaparecido de él todo miedo ante la más completa promesa de que no volvería a ser atacado, Partridge se apresuró a dar rienda suelta a su lengua, la cual gozó no menos con su libertad que un joven potro cuando es soltado en la pradera.
Pero como le estaba prohibido mencionar el tópico al que con más insistencia acudía, se dedicó al que venía en segundo lugar en su imaginación, es decir, al del Hombre de la Colina.
—Es indudable —empezó— que jamás ha existido un hombre que vista y viva de modo tan extraño y de tan distinto modo que los demás. Además, su comida, según me contó la vieja criada, es a base de hierbas solas, que sin duda son más adecuadas para un caballo que para un cristiano. Por si esto fuera poco, el fondista de Upton asegura que los vecinos de los alrededores poseen una idea tremebunda de él. No sé por qué tengo la impresión que se trata de un espíritu que tal vez haya sido enviado para prevenirnos, y quién sabe si todo aquello que nos contó de su ida a la guerra, de que le hicieron prisionero y del gran peligro que corrió de ser ahorcado, no serán advertencias saludables ante lo que nosotros nos proponemos llevar a cabo. Por si esto fuera poco, la última noche la he pasado soñando con combates, creyendo que la sangre brotaba de mi nariz como el vino por una espita abierta de un barril. Infantum, regina, jubes renovare dolorem.
—Tu historia, Partridge —repuso Tom Jones—, está tan mal aplicada como tu latín. Lo más cierto que les puede suceder a los hombres que van a la guerra es que mueran. Entra en lo posible que tú y yo caigamos en el campo de batalla. ¿Y qué?
—¿Cómo y qué? —exclamó Partridge—. Que habremos concluido, ¿no? Cuando yo desaparezca, todo lo demás me importará bien poco. ¿Qué me importa la causa, o quién logre la victoria, si yo he de morir? Jamás obtendré la menor ventaja por ello. ¿De qué sirven todos los repiques de campanas y todas las fogatas a uno que se encuentra bajo seis pies de tierra? Entonces todo habrá concluido para el pobre Partridge.
—Pero algún día tiene que llegar tu fin —exclamó Jones—. Si te gusta el latín, te repetiré algunos versos de Horacio, que son capaces de inspirar valor incluso al más cobarde:
Dulce et decorum est pro patria mori:
mors et fugacem persequitur virum,
nec parcit imbellis juventae
poplitibus, timidoque tergo.
—Le agradecería que me los tradujese —manifestó Partridge—. Horacio es un autor difícil y no he entendido bien esos versos cuando usted los ha recitado.
—Te daré a conocer una traducción mía —repuso Jones—. Es mala, desde luego, pues no soy poeta:
¿Quién no moriría por la patria?
Aunque el vil temor desvíe sus pasos
nadie puede de la muerte huir. Una tumba común
recibe, al fin, tanto al cobarde como al valiente.
—Eso es una gran verdad —exclamó Partridge—. Desde luego, Mors omnibus communis. Pero existe una gran diferencia entre morir en la propia cama de uno, como un buen cristiano y tras muchos años de vida, que ser tumbado de un tiro, como un perro rabioso, o bien atacado con un machete, sin darnos tiempo para arrepentimos de nuestras culpas. ¡Oh, señor, ten piedad de nosotros! Los soldados me parecen mala gente. No los considero cristianos. Maldicen y juran. Me gustaría que usted se arrepintiese antes de que fuera demasiado tarde, y que no pensara en marchar con ellos. Las malas compañías corrompen a los mejores. Ésta es mi razón principal. Y respecto a lo otro, me siento más asustado que cualquier otro hombre. Ya sé que todo ser viviente tiene que morir, pero un hombre puede alcanzar una edad longeva. Sé de varios que han vivido cerca de cien años, y de algunos otros que han rebasado los cien. No es que me haga ilusiones de llegar a edad tan avanzada, pero quizá alcance los ochenta o los noventa. Si llego a esa edad, Dios sea loado, no me importará ya morir. Pero tengo por vana presunción correr a desafiar a la muerte antes de tiempo. Si esto resultara bueno para alguien, menos mal. Mas… ¿a quién aprovechará la muerte nuestra? Además, conozco muy poco el arte de guerrear. Jamás he disparado una escopeta más tiempo de diez minutos, y esto sin estar cargada con bala. Y en cuanto a la espada, jamás aprendí esgrima y, por tanto, ignoro su manejo. Por último, existen esos cañones… tan presuntuosos, y nadie, si no es un loco… Perdone, no quise ofenderle. Le suplico que no se vuelva a enfadar.
—No temas, Partridge —contestó Jones—. Estoy tan convencido de que eres un cobarde, que no podrás jamás provocarme.
—Puede usted llamarme cobarde o todo lo que quiera —replicó Partridge—. Jamás he leído en ningún libro que un hombre que no es aficionado a pelear pueda ser un buen hombre. Vir bonus est quis? Qui consulta patrum, qui leges juraque servat. No se dice una palabra de combatir. Y estoy tan seguro de que la Biblia está en contra de ello que nadie me convencerá que es buen cristiano si le veo derramar sangre cristiana.