DONDE SE PRODUCE UNA TERRIBLE ALARMA EN EL MESÓN, JUNTO CON LA LLEGADA DE UN INESPERADO AMIGO DE MRS. FITZPATRICK.
Por su parte, Sophia, para complacer a su prima, relató lo que nosotros ya conocemos por las páginas anteriores, cosa que el lector me evitará que yo repita aquí de nuevo.
Sin embargo, considero necesario hacer una observación, y ésta es que ni al principio ni al final de su relato mencionó para nada a Tom Jones, como si el joven no existiera o fuese desconocido. No intentaré explicar la razón de ello ni excusarla. Podría ser tomada como falta de sinceridad, cosa que resultaría por demás imperdonable dada la aparente franqueza y sinceridad que había demostrado su prima… Pero el caso es que así sucedió.
Cuando Sophia concluyó su historia, en la habitación donde ambas amigas se encontraban se percibió un estruendo semejante por su sonido al que armaría una jauría de podencos puestos en libertad, o más parecido, pues ¿qué animal puede imitar a la voz humana?, a esos sonidos que en las tranquilas mansiones del barrio de pescadoras brotan de las bocas, y en ocasiones de las narices, de las bellas ninfas del río que las habitan y que son conocidas desde los antiguos tiempos con el nombre de náyades, en términos vulgares y corrientes, ostreras, cuando en lugar de las libaciones a base de leche, miel y aceite, se sirve en abundancia la rica destilación de la nebrina, o bien de la malta, y una lengua osada, con impía licencia, desprecia la delicada ostra de Milton, el lenguado tan vivo y fresco como si estuviera aún en el agua, el camarón tan grande como los langostinos, el rico y sabroso bacalao, vivo aún hacía pocas horas, o bien cualquiera otro de los infinitos tesoros que esas diosas de las aguas que pescan en el mar y en los ríos han entregado al cuidado de las ninfas. En tales momentos las enfurecidas náyades levantan sus inmortales voces, y el desgraciado profano adquiere una terrible sordera por su impiedad.
Poco más o menos, tal era el ruido que ascendía de una de las estancias del piso bajo, y muy pronto el trueno, que durante un cierto tiempo se mantuvo alejado, se fue aproximando más y más, hasta que al cabo, tras de remontar la escalera, penetró en la estancia donde se encontraban las dos primas. En resumen, dando de lado toda metáfora, Mrs. Honour, que había discutido y reñido violentamente en la planta baja, y seguía refunfuñando mientras trepaba por los escalones, se acercó a su ama tan furiosa como un basilisco y exclamó:
—¿Qué cree la señorita que ese maldito villano, el dueño de esta pocilga, ha tenido la desfachatez de decirme en mi misma cara? Que usted es, ni más ni menos, que esa alocada mujerzuela que llaman Jeannette Cameron y que va con el Pretendiente por todo el país. Ese innoble villano ha osado incluso afirmar que usted misma lo ha confesado. Pero yo he arañado a ese canalla, sí, he dejado en su rostro las señales de mis uñas. «Mi señora —le he dicho— no es bocado para pretendientes. Pertenece a una familia distinguida y rica de Somersetshire. ¿No ha oído usted hablar nunca del gran caballero Western? Pues bien, mi señora es su única hija y heredera de los muchos bienes que posee». ¡Mi señora confundida con una pécora escocesa por semejante lacayo! ¡Con qué gusto le hubiera machacado los sesos con la ponchera!
El principal motivo de preocupación para Sophia acababa de procurárselo ahora Mrs. Honour, al descubrir, en su arrebato de indignación, quién era ella. No obstante, como el error del mesonero quedaba compensado por aquellos episodios que Sophia había evocado poco antes, la joven se tranquilizó un tanto sobre el particular e incluso no pudo evitar el sonreír.
Pero esto irritó a Mrs. Honour, que no pudo por menos de exclamar:
—No me parece bien, señora, que eche usted a burla el que la tomen por una cualquiera. Me es imposible soportar semejante idea. Estoy convencida de que es usted la dama más virtuosa que jamás pisó suelo inglés, y estoy dispuesta a sacar los ojos a cualquier villano que ose pronunciar la menor insinuación contra usted. Nadie ha podido hablar jamás mal de ninguna ama mía.
Hinc illae lachrymae. Mrs. Honour sentía tanto apego hacia su ama como la mayor parte de los criados suelen tener. Pero, aparte de esto, su orgullo le impulsaba a defender a la persona a quien servía, puesto que pensaba que su vida estaba estrechamente ligada con la de su ama. Siempre que elogiaban el carácter de Sophia, imaginaba que también el suyo era encomiado, y, en consecuencia, pensaba que el suyo sería menospreciado si lo era el de su ama.
Al llegar aquí, lector, y en relación con el extremo apuntado, debo hacer un breve alto para contarte una historia.
La famosa Helen Gwynn, al salir cierto día de una casa donde había realizado una breve visita, y disponerse a subir a su coche, vio congregado en torno al vehículo un grupo de gente, y a su lacayo todo ensangrentado y sucio. Al preguntarle Helen a qué se debía el estado en que se encontraba, el criado repuso:
—He estado luchando, señora, con un villano deslenguado que ha dicho que la señora era una ramera.
—¡Qué estúpido eres! —respondió Mrs. Gwynn—. Por ese motivo tendrás que pelearte todos los días de tu vida, pues todo el mundo sabe que lo soy.
—¿Que lo saben? —murmuró el hombre entre dientes, luego de haber cerrado la puerta del coche—. Muy bien, pero a pesar de ello yo no permitiré que nadie me llame el criado de una ramera.
De esta forma se explica la irritación de Mrs. Honour. Pero en el fondo era otra causa la de su contrariedad. Hay ciertos licores en el mundo que si se aplican a nuestras pasiones producen un efecto opuesto al agua, ya que sirven más para avivar e inflamar que para apagar. Entre ellos figura ese generoso licor denominado ponche. No carecía de razón el erudito doctor Cheney cuando consideraba la bebida de un ponche como fuego líquido ingerido a través de la garganta.
Aquella noche Mrs. Honour había ingerido tal cantidad de aquel infernal líquido, que el humor del mismo comenzó a ascender hacia su cerebro, cegando los ojos de la razón, que todos suponemos que reside en tal lugar, en tanto que el fuego se propagaba con gran facilidad desde el estómago al corazón, inflamando en él la noble pasión del orgullo. Ante semejantes antecedentes, no nos maravillaremos del acceso de violenta cólera sentido por la criada, aunque así, a simple vista, la causa no parece guardar la menor proporción con el efecto.
Sophia, ayudada por su prima, hizo cuanto pudo para apagar aquella llama. Al fin, tras de ímprobos esfuerzos, lo consiguieron, o bien, para apurar la metáfora, habiendo devorado el fuego todo el combustible que proporciona la lengua, es decir, todo reproche posible, el fuego se apagó al fin por sí mismo.
Mas aunque la tranquilidad renació en el piso superior, no sucedió lo mismo en el de abajo, donde la mesonera, ante las ofensas hechas a la belleza de su esposo por las uñas de Mrs. Honour, clamó en voz alta venganza y justicia. En cuanto al infeliz marido, que era el que principalmente había sufrido en la pelea, se mantenía completamente tranquilo. Acaso la sangre perdida hubiera suavizado su cólera, ya que el enemigo había aplicado no sólo sus uñas a las mejillas, sino también sus puños a las narices, que se lamentaron de súbito con copiosas lágrimas de sangre. A esto es justo añadir las reflexiones que se le ocurrieron sobre su error. Pero nada contribuyó tanto a desvanecer su resentimiento como la forma en que ahora descubrió su equivocación. Aparte de que el proceder de Mrs. Honour sirvió para corroborarlo, lo rubricó la aparición de un gran personaje, que llegó rodeado por un gran tren.
En cumplimiento de las órdenes de esta persona, el mesonero se apresuró a subir la escalera para comunicar a las dos bellas viajeras que un caballero recién llegado al mesón deseaba subir para ofrecerles sus respetos. Al oír el mensaje, Sophia palideció y se echó a temblar, aunque sin duda el lector habrá pensado que era demasiado cortés, pese a los disparates del posadero, para venir de su padre. Pero el miedo siempre está dispuesto a extraer conclusiones atemorizadoras de todas las circunstancias, por nimias que sean.
Con el fin de satisfacer la curiosidad del lector más que los temores de Sophia, diremos que un par irlandés había llegado a aquel mesón a última hora de la tarde en su viaje hacia Londres. El noble caballero, que había suspendido su cena al oír el tumulto armado en la casa, vio a la doncella de Mrs. Fitzpatrick, y luego de unas cuantas preguntas averiguó que su señora, con la que le unía una buena amistad, se encontraba en el piso superior. Apenas lo supo, el par irlandés se dirigió al mesonero, le tranquilizó y le envió arriba con un mensaje, posiblemente mucho más cortés que el que acababa de transmitir nuestro hombre.
Quizá a alguien le sorprenda que no fuera la doncella de Mrs. Fitzpatrick la encargada de llevar el mensaje. Lamentamos tener que anunciar que en aquellos instantes la mujer no estaba en condiciones de hacer esto ni nada que se le pareciera. El ron, pues tal llamaba el mesonero a la destilación de la malta, se había aprovechado arteramente del cansancio que sentía la pobre mujer, produciendo pavorosos estragos en sus más nobles facultades en unos momentos en que distaba mucho de encontrarse en condiciones de resistir el ataque.
Nos ahorraremos describir esta trágica escena en todos sus detalles. Pero nos creemos obligados, debido a la integridad histórica que profesamos, a dar cuenta de una cuestión que de otra forma hubiera representado una alegría para nosotros prescindir de ella. Muchos historiadores, por carencia de esta integridad o diligencia, suelen escamotear al buen lector hechos como el que nos ocupa, sumiéndole a veces en la mayor perplejidad.
En lo que respecta a Sophia, su infundado miedo desapareció al ver aparecer al noble par, que se contaba entre los mejores amigos de su prima. Se trataba precisamente del que la había ayudado a escapar del marido, ya que este noble caballero poseía las mismas gallardas cualidades que aquellos renombrados caballeros que son citados en las historias heroicas por haber librado a muchas ninfas de su cautiverio. El par era un enemigo tan encarnizado de todo despotismo, tan a menudo puesto en práctica por maridos y padres sobre esposas e hijas, como ningún caballero andante lo fue jamás del bárbaro poder de los encantadores. Con frecuencia he llegado a sospechar que esos encantadores que tan abundantemente nos son presentados en las novelas antiguas, no eran en el fondo más que los maridos de entonces, en tanto que el matrimonio no era otra cosa que el castillo encantado en el que las ninfas se consideraban encerradas.
El noble que nos ocupa poseía una propiedad lindante con la de Fitzpatrick y conocía desde hacía algún tiempo a su esposa. Por esta razón, tan pronto como llegaron a él noticias del encierro en que vivía la esposa, se dedicó con todo entusiasmo a lograr su libertad, lo que consiguió, no asaltando el castillo, según era norma de los héroes de antaño, sino sobornando al gobernador, de acuerdo con las más modernas leyes de la guerra, en las cuales la astucia es preferible al valor y el oro es mucho menos irresistible que el plomo o el acero.
Pero como Mrs. Fitzpatrick no había considerado oportuno referir esta circunstancia a su prima y amiga, nosotros no se la relatamos a su tiempo al lector. Hemos preferido mantenerle un tiempo con la idea de que ella había encontrado o acuñado, o bien se había valido de algún medio extraordinario, quién sabe si sobrenatural, para procurarse el dinero con el que había sobornado a su carcelera, más bien que interrumpir su historia para hacer referencia a lo que Mrs. Fitzpatrick consideraba de poca monta para ser mencionado.
El par, tras de una breve salutación, expresó su sorpresa por encontrar a Mrs. Fitzpatrick en aquel lugar, puesto que él la suponía en Bath. Mrs. Fitzpatrick respondió:
—Mi propósito se ha visto frustrado por la llegada de una persona que no es necesario nombrar. En una palabra —añadió—, fui alcanzada por mi marido, puesto que considero que no tengo por qué ocultar lo que todo el mundo sabe de sobra. He tenido la suerte de escapar de él de un modo poco menos que milagroso, y ahora voy camino de Londres en compañía de esta dama, que es prima mía, y que también huye de un tirano tan terrible como el mío.
El par dedujo de estas palabras que aquel nuevo tirano era también un marido, y con este motivo el hombre se deshizo en cumplidos con ambas señoras y en invectivas contra su propio sexo, añadiendo algunas diatribas contra la institución matrimonial y contra los injustos poderes concedidos por ella al hombre sobre el más sensible y meritorio ejemplar de la especie humana. El par puso fin a su discurso ofreciendo su protección y su coche, tirado por seis caballos, cosa que fue aceptada en el acto por Mrs. Fitzpatrick y, tras de muchos ruegos, por Sophia.
Resueltas así las cosas, el caballero se despidió de las dos jóvenes damas y éstas se retiraron a descansar, no sin que antes Mrs. Fitzpatrick hiciera a su prima grandes y encendidos elogios sobre el carácter del noble par, poniendo de relieve el gran afecto que sentía por su esposa, añadiendo que creía que era la única persona de clase social elevada que jamás desertaba del lecho conyugal.
—Has de saber, mi querida Sophia —añadió—, que esto es en extremo raro entre los hombres de su clase. Jamás lo esperes cuando te cases, pues si lo haces, te verás defraudada muchas veces.
Sophia lanzó un suave suspiro al oír esta advertencia, que tal vez contribuyó a producir en ella un ensueño no muy agradable. Pero jamás contó este ensueño a nadie, por lo que el lector no debe esperar que nosotros lo repitamos aquí.