CAPÍTULO IV

LA HISTORIA DE MRS. FITZPATRICK.

Mrs. Fitzpatrick, tras de un silencio que duró unos segundos, y luego de lanzar un profundo suspiro, comenzó del siguiente modo:

—Es del todo natural que los seres más desgraciados experimenten un interés secreto por recordar aquellos períodos de su vida que fueron para ellos los más deliciosos de sus vidas. El recuerdo de los placeres antiguos nos hace sentir una especie de pena, semejante a la que experimentamos ante la marcha de un amigo, y el pensamiento de ambos puede decirse que ronda nuestra imaginación. Por este motivo, jamás dejo de recordar sin pena los días —los más felices de mi vida— que nosotras pasamos juntas, cuando estábamos al cuidado de la tía Western. ¡Ay! ¿Por qué no seremos todavía miss Graveairs[17] y miss Giddy[18]? Recordarás, supongo, que nos llamábamos por estos nombres, aunque tú me aplicabas el último calificativo con mucha mayor propiedad que yo a ti el tuyo. Más tarde he podido comprobar lo mucho que lo merezco. Tú, mi querida Sophia, fuiste siempre superior a mí en todo, y confío que en lo más profundo también lo serás en la suerte. Jamás olvidaré el sabio y maternal consejo que una vez me diste, cuando me lamentaba del desengaño que me había llevado en un baile, y esto a pesar de que tú no tenías más que catorce años. ¡Oh, Sophia, qué dichosa debía de ser cuando consideraba semejante desengaño una desgracia, siendo así que era la mayor que hasta entonces había sufrido!

—Y eso, mi querida Henriette —contestó Sophia—, que se trataba de un asunto muy serio para ti. Consuélate pensando que, por mucho que ahora te lamentes, lo actual puede resultar tan deleznable y mezquino como al cabo resultó lo del baile de entonces.

—¡Ay, querida Sophia! —exclamó su prima—. Tú misma juzgarás distinta mi situación, ya que mucho tiene que haber cambiado tu sensible corazón para que mis desgracias no te arranquen suspiros e incluso lágrimas. La seguridad de que sería así me impide contarte lo que estoy segura que habría de afectarte profundamente.

Al llegar a este punto, Mrs. Fitzpatrick guardó silencio, hasta que, atendiendo los repetidos ruegos de Sophia, se decidió a proseguir.

—Seguramente habrás oído hablar mucho de mi matrimonio. No obstante, como es muy posible que el asunto haya sido tergiversado, comenzaré desde el instante en que conocí a mi actual marido, cosa que sucedió en Bath, poco después que dejaste a nuestra tía y volviste al lado de tu padre.

»Entre los jóvenes que en aquel tiempo se encontraban en Bath figuraba Mr. Fitzpatrick. Se trataba de un joven guapo, dégadé, galante como ninguno, que se destacaba de los demás por su elegancia en el vestir. En una palabra, querida prima, si tuvieras la desgracia de verlo ahora, no podría describírtelo mejor que diciendo que era el reverso de todo lo que es ahora, pues tanto se ha vulgarizado que ha acabado por convertirse en un irlandés salvaje. Pero continuaré con mi historia. Las cualidades que le adornaban en aquel tiempo le recomendaban de tal modo, que aunque la gente distinguida vivía entonces apartada de la que no lo era, excluyéndola de todas sus reuniones, Mr. Fitzpatrick consiguió ser admitido en los círculos de la primera. No resultaba tarea fácil evitar su presencia, pues él no precisaba de ninguna invitación. Y del mismo modo que su buena presencia y su amabilidad le atraían la simpatía de las damas, del mismo modo su fama de buen espadachín impedía que los hombres le dirigieran pullas en público. A no ser por estas razones, habría sido expulsado por los de su propio sexo, ya que no poseía ningún título para que fuera bien recibido por la nobleza inglesa, ni parecía que ésta se sintiera dispuesta a demostrarle la menor atención. Todos hablaban mal de él en su ausencia, cosa que podría muy bien achacarse a envidia, ya que era recibido con agrado por las mujeres, que tenían con él toda clase de atenciones.

»Nuestra tía no era en realidad persona de alcurnia, pero como había vivido siempre en la corte, pertenecía al círculo escogido. Cuando se ha pertenecido alguna vez a este círculo, sean cuales fueren los medios de que uno se valió para ingresar en él, ya no se deja de figurar en él. Aunque tú eras muy joven entonces, te fijaste, y así me lo dijiste, en que nuestra tía se mostraba unas veces expansiva y otras reservada con la gente, de acuerdo con las relaciones que tuviera con los círculos escogidos.

»Fue este mérito, sin duda, lo que le hizo favorecer a Mr. Fitzpatrick, ser tan bien recibido en todas partes. Él se aprovechó de ello, al extremo de que se convirtió en uno de sus favoritos. No se mostró Mr. Fitzpatrick remiso en corresponder a tal distinción, y muy pronto fueron tantas sus atenciones con ella, que los comentaristas de escándalos empezaron a ocuparse del asunto. Los guiados por la mejor intención dijeron que iban a casarse. Por mi parte, no dudo de que los proyectos del joven fueron honrados, estrictamente hablando, es decir, que proyectaba robar la fortuna de la señora por la vía del matrimonio. Nuestra tía no era ni lo bastante hermosa ni lo bastante joven para provocar un amor ardiente, pero poseía unos encantos que podríamos llamar matrimoniales.

»Mi opinión se afianzó al notar el gran respeto con que me trataba desde el primer momento de conocernos. Interpreté esto como un intento de aminorar la antipatía que yo pudiera sentir hacia el proyectado matrimonio; y, en cierto modo, logró su objeto, pues como yo poseía mi fortuna personal, no podía ver las cosas desde un punto de vista interesado ni podía sentirme enemiga de un hombre que me trataba con tanta consideración, tanto más cuanto que yo era la única persona que él trataba con sumo respeto, pues sabía que se comportaba irrespetuosamente con gran cantidad de damas.

»Esta manera de proceder dio lugar a otra aún más agradable. El joven empezó a mostrarse conmigo más solícito y tierno, languideciendo y suspirando con frecuencia. De cuando en cuando, no puedo decir si natural o artificialmente, daba rienda suelta a su jovialidad. Pero esto sucedía siempre cuando se encontraba en compañía de otras mujeres, pues hasta en el salón de baile, siempre que se acercaba a mí para invitarme a bailar, se ponía muy serio. Me distinguía tanto que yo tenía que estar ciega para no verlo. Y…

—Y tú te sentías encantada con todo eso, querida Henriette —exclamó Sophia—. No te avergüences —añadió, suspirando—. Se encuentran encantos irresistibles en la ternura que algunos hombres provocan en nosotras.

—Es cierto —contestó su prima—. Son hombres que no despuntan en nada, pero que son verdaderos Maquiavelos en el arte de enamorar. Me gustaría no haber conocido ningún caso. El escándalo empezó entonces a hacer presa en mi nombre, como antes lo había hecho en el de mi tía, y algunas buenas damas no se mordieron la lengua y afirmaron que Mr. Fitzpatrick sostenía relaciones amorosas con ambas.

»Pero lo más sorprendente es que la tía no sospechaba lo más mínimo lo que sucedía. La venda del amor cubre los ojos de la mujer madura, la cual se traga con tanta ansiedad los galanteos que, comportándose como un glotón desenfrenado, no tiene tiempo de observar lo que sucede entre los demás comensales del banquete. Esto le sucedió ahora a mi tía, de tal forma que bastaba que Fitzpatrick le dirigiera una palabra solícita para que ella se sintiera limpia de toda sospecha. Claro que el joven se valía de una artimaña. Ésta consistía en tratarme como a una niña delante de mi tía, para luego, en su ausencia, comportarse de modo muy distinto.

»Por fin juzgó oportuno mi pretendiente descubrir el secreto que yo conocía desde hacía tanto tiempo, declarándoseme con todo el amoroso ardor que antes aparentaba sentir por mi tía. En términos patéticos, se lamentó del interés que ella le había demostrado, considerando un mérito las aburridas horas en que había estado de palique con la dama. ¿A qué decirte más, querida Sophia? Te confesaré todo: me sentía muy satisfecha de mi conquista. Me encantaba ser la rival de mi tía y ser asimismo la rival de tantas otras mujeres. En resumen, temo haberme conducido mal, incluso después del día en que se me declaró.

»Por entonces hablaba todo Bath de mí, es decir, rugía contra mí. Algunas muchachas intentaron incluso retirarme su amistad, no porque sospecharan nada malo, sino por el deseo de expulsarme de un círculo social en el que yo había acaparado a su joven favorito. Y ahora no puedo por menos de expresar mi gratitud por lo amable que se mostró conmigo en tal ocasión Mr. Nash, quien, en privado, me dio un consejo que si yo lo hubiera seguido me habría ahorrado muchas penas. “Henriette —me dijo—, siento pena al ver la familiaridad que existe entre usted y un individuo indigno de usted y que puede ser la causa de su desgracia. En cuanto a su tía, me alegraría de veras, a pesar de que sería en perjuicio de usted y de su prima Sophia Western, que ese individuo se quedase con todo lo suyo. Yo nunca doy consejos a mujeres de cierta edad, empeñadas en cometer una tontería. Pero la inocencia, la juventud y la belleza merecen una suerte mejor, y me gustaría arrancar a usted de las garras de ese tipo. Déjeme, pues, aconsejarla, mi querida muchacha, y no permita que él la corteje más”. Añadió más cosas que ya he olvidado, pues, como es de suponer, entonces le presté muy poca atención. Mis inclinaciones eran contrarias a todo lo que decía, aparte de que no podía convencerme de que personas distinguidas pudieran tener familiaridad con una persona como la que él me pintaba.

»Ahora temo, querida, cansarte con un relato tan minucioso. Abreviaré. Me casé, me presenté con mi marido ante la tía, y ella… Imagina a una loca que sufre un acceso de locura en un manicomio, y te harás una idea de lo que sucedió en la realidad.

»Al día siguiente, nuestra tía abandonó la ciudad, acaso para no ver a Fitzpatrick ni a mí, acaso para no ver a nadie. Después le he escrito muchas cartas, que ella no ha contestado. Aunque sin intención, mi tía fue el motivo de todos mis sufrimientos, ya que de no haber cortejado a mi tía, Fitzpatrick no habría tenido tantas ocasiones de interesar mi corazón, que en otras circunstancias no habría sido tan fácil de conquistar. Estoy convencida de que no me hubiera equivocado de haber seguido mi propio juicio. Pero confié demasiado en la opinión de los demás y admití como verdadero el mérito de un hombre a quien veía que era bien acogido por todas las mujeres. ¿Por qué razón, querida mía, nosotras, que poseemos inteligencia igual a la de los hombres más sabios, elegimos tan a menudo como compañeros a hombres verdaderamente tontos? Me saca de quicio el pensar en la gran cantidad de mujeres sensatas hechas desgraciadas por hombres imbéciles.

Henriette dejó de hablar durante unos instantes, pero como Sophia no dijo nada, prosiguió como veremos en el capítulo siguiente.