CAPÍTULO II

RELATA LAS AVENTURAS QUE LE OCURRIERON A SOPHIA CUANDO SALIÓ DE UPTON.

En el momento en que Sophia y su doncella salían de la fonda de Upton, nos vimos precisados a volver atrás con el fin de exponer algunos hechos hasta entonces no mencionados. Ahora seguiremos los pasos de tan adorable criatura y abandonaremos por algún tiempo a su indigno amante, a fin de que deplore su mala suerte o, por mejor decir, su mala conducta.

Sophia recomendó a su guía que eligiera los caminos menos concurridos. Después de atravesar el Severn, y cuando apenas habían recorrido una milla, la joven miró hacia atrás por casualidad, observando que varios caballos venían hacia ellos a toda velocidad. Esto alarmó a la joven, que instó al guía para que marchasen lo más de prisa posible.

El hombre obedeció en el acto y emprendieron un buen galope. Pero cuanto más rápidos avanzaban, más rápidos les seguían, y como los caballeros del grupo de atrás eran más ligeros que los del grupo delantero, éstos fueron al fin alcanzados. Esto tranquilizó a la pobre Sophia, pues no tardó en oír una voz femenina que la saludaba con gran amabilidad y cortesía. La joven, muy satisfecha, correspondió al saludo en cuanto recobró el aliento.

El grupo que se había unido al de Sophia, y que antes la había asustado tanto, se componía, como el de ellos, de dos mujeres y un guía. Ambos grupos avanzaron juntos unas tres millas antes de que nadie volviera a hablar, hasta que Sophia, que ya no sentía miedo, aunque se mostró un tanto sorprendida al ver que la otra insistía en acompañarla, sin seguir, lo mismo que ella, los caminos principales, se dirigió a la señora con suma amabilidad y le dijo que se alegraba de que ambas siguieran el mismo camino.

La otra, que por lo visto estaba deseando que le dirigiesen la palabra, contestó en el acto qué la alegría era la suya, pues desconocía por completo la comarca y se sentía tan satisfecha de haber encontrado una viajera de su propio sexo que tal vez hubiera pecado de impertinente al poner su caballo al compás del de ella. Entre las dos damas siguieron cambiándose finezas. Pero aunque Sophia sentía una gran curiosidad por saber por qué se empeñaba la otra en seguir el mismo rumbo que ella, no le preguntó nada sobre ello, tal vez por cortedad, o tal vez por algún otro motivo.

La dama desconocida había sufrido algunas molestias durante la última milla recorrida debido a que su sombrero se le cayó de la cabeza unas cinco veces, sin que le fuera posible encontrar una cinta o un pañuelo para atárselo bajo la barbilla. Sophia se dio cuenta de ello y ofreció a la desconocida un pañuelo suyo. Por cierto que al sacarlo del bolsillo descuidó un tanto las riendas de su caballo, el cual, dando un paso en falso, se levantó sobre sus patas delanteras y arrojó al suelo a su linda amazona.

Sophia cayó de cabeza, pero no recibió, por fortuna, el menor daño, y las mismas circunstancias que acaso habían contribuido a su caída, evitaron ahora que se alarmase. El camino que atravesaban en aquel momento era estrecho y estaba muy cubierto de árboles, así que la luz de la luna apenas penetraba en él. Por si esto fuera poco, la luna estaba en aquel momento cubierta por una nube. Por todo ello, su pudor no sufrió lo más mínimo, y la joven pudo volver a montar a caballo sin más que el susto consiguiente.

Por fin amaneció, y las dos damas, que cabalgaban juntas, se miraron de pronto y quedaron atónitas: ambas detuvieron a una sus caballos y, hablando a un tiempo, ambas pronunciaron con la misma alegría, una, el nombre de Sophia, y la otra, el de Henriette.

El encuentro sorprendió a las damas mucho más de lo que creo habrá sorprendido al lector, que ya habrá imaginado que la desconocida no podía ser otra que Mrs. Fitzpatrick, la prima de Sophia, que dejó la fonda pocos minutos después de ella.

Tan grande fue la alegría que experimentaban las dos primas —antes se habían tratado con gran intimidad, por haber vivido mucho tiempo juntas en compañía de su tía Mrs. Western— que es imposible reproducir la viva charla que sostuvieron antes de que ninguna de ellas preguntase a la otra la cuestión principal, es decir, adonde se dirigía.

Esto se le ocurrió al fin a Mrs. Fitzpatrick, pero a pesar de que la pregunta era por completo natural, Sophia encontró cierta dificultad en dar una respuesta categórica. En primer lugar, suplicó a su prima que guardara su curiosidad hasta que llegasen a alguna posada.

—Que supongo —añadió— no puede encontrarse lejos, y, créeme, Henriette, yo también contendré mi curiosidad, por el momento, puesto que me parece que nuestro asombro es más o menos el mismo.

La charla que las dos primas mantuvieron durante el camino no merece ser mencionada, y mucho menos la que sostuvieron las dos criadas, pues ambas no tardaron en empezar a cambiar sus impresiones. En cuanto a los guías, se vieron privados del placer de la conversación, puesto que uno marchaba en vanguardia y el otro en retaguardia.

De este modo viajaron durante largas horas, hasta que alcanzaron un camino más ancho y con señales de mucho tráfico, que muy pronto les condujo ante la puerta de un mesón de buen aspecto, donde todos saltaron a tierra. Pero tan cansada se sentía Sophia, que no fue capaz de bajar sin ayuda. El mesonero, que sujetaba el caballo y se dio cuenta del cansancio de la joven, se ofreció a tomarla entre sus brazos para ayudarla a desmontar. La joven aceptó agradecida el ofrecimiento, pero el hado parecía haber decidido avergonzar aquel día a Sophia, y el segundo intento obtuvo mejor éxito que el primero, pues apenas había recibido el mesonero a la joven en los brazos, sus piernas, muy castigadas por la gota, cedieron, y todo él se vino abajo, aunque con no menos destreza que galantería logró caer debajo de su encantadora carga, de suerte que Sophia sólo sufrió alguna que otra magulladura. Por el contrario, la modestia y el pudor de Sophia recibieron en la presente ocasión un duro golpe al contemplar las caras de los presentes una vez se puso en pie. Esto le hizo sospechar lo que había sucedido en realidad, que nosotros no mencionaremos para evitar que algún lector pueda ofender con su risa el pudor de una joven dama.

El susto y la emoción experimentados, unidos al exceso de fatiga tanto física como espiritual, agotaron prácticamente las fuerzas de Sophia, que se vio precisada a entrar en el mesón apoyada en el brazo de su doncella, y apenas tomó asiento pidió un vaso de agua. Pero Mrs. Honour, con gran oportunidad, a mi modo de entender, lo cambió por un vaso de vino.

Al saber Mrs. Fitzpatrick por Mrs. Honour que Sophia no se había acostado en las dos últimas noches y observar lo pálida y demacrada que estaba, le aconsejó que se fuera inmediatamente a la cama para recuperar fuerzas. Aún no conocía su historia ni sus intenciones. De todas formas, aunque las hubiera conocido, le habría aconsejado lo mismo, pues el descanso era una necesidad evidente para la joven, y el largo viaje por apartados caminos había alejado tan por completo de su ánimo la idea de que era perseguida, que se sentía por completo tranquila en lo que a esto respecta.

Sophia se dejó convencer con harta facilidad y siguió el consejo de su prima, ayudada por su doncella. Mrs. Fitzpatrick se ofreció también a hacerle compañía, lo que fue aceptado por Sophia con verdadero agrado.

Tan pronto como su ama estuvo en la cama, la doncella se dispuso a imitarla. Pero comenzó echándole en cara a su compañera que la dejase sola en un lugar tan terrible como un mesón. Mas la otra la paró en seco, ya que sentía tantos deseos como ella de dormir, pidiéndole que le concediese el honor de ser su compañera de lecho. La doncella de Sophia accedió a compartir con ella la cama, aunque reclamó todo el honor para ella. Así, tras de una larga serie de cortesías y cumplidos, las dos doncellas se metieron juntas en la cama, al igual que poco antes habían hecho sus amas.

Era costumbre del mesonero, como lo es de toda la fraternidad, averiguar por medio de los cocheros, lacayos o postillones, los nombres de los huéspedes alojados en su casa, sus medios de fortuna y dónde vivían. Por este motivo no puede sorprender que el conjunto de circunstancias que rodeaban a nuestras viajeras, muy en especial el detalle de haberse retirado a descansar a hora tan desusada y extraordinaria como eran las diez de la mañana, excitara su curiosidad. En cuanto los guías entraron en la cocina, el mesonero empezó a preguntarles quiénes eran aquellas damas, de dónde venían, etc. Pero los guías, que contaron fielmente todo cuanto sabían, satisficieron muy poco su curiosidad. Todo lo contrario, la excitaron aún más.

El mesonero gozaba fama entre sus convecinos de ser un hombre en extremo sagaz. Se le suponía más y mejor enterado de las cosas que ningún otro de la parroquia, sin hacer excepción del párroco. Tal vez su aspecto influyera no poco en esta reputación, pues en su persona había algo extraordinario, sobre todo cuando tenía la pipa entre los dientes, lo cual sucedía la mayor parte de las veces. Su proceder y su conducta le ayudaban también a alimentar la fama de su sabiduría. Su porte era solemne, sin llegar a ser sombrío, y cuando hablaba, cosa que hacía raras veces, siempre lo hacía en voz baja, y si bien sus sentencias eran breves, siempre eran interrumpidas por gran abundancia de ¡ah!, ¡ya!, ¡ay! y otras exclamaciones por el estilo, de modo y manera que aunque siempre acompañaba sus palabras con ademanes explicativos, tales como movimientos de cabeza y manos, por lo común daba a entender a sus oyentes mucho más de lo que manifestaba, es decir, que les hacía creer que sabía mucho más de lo que consideraba oportuno descubrir. Esta sola circunstancia por sí sola podría quizá explicar su fama de sabihondo, pues los hombres sienten una decidida inclinación a adorar aquello que no comprenden. Profundo secreto en el que han confiado varios dominadores del género humano para el triunfo de sus fraudes y tropelías.

Esta sabia persona, llevándose aparte a su mujer, le preguntó:

—¿Qué piensas de esas señoras que acaban de llegar?

—¿Que qué pienso de ellas? —preguntó la esposa del mesonero—. ¿Por qué me lo preguntas?

—Yo sé bien lo que pienso —replicó el marido—. Los guías cuentan historias raras. Uno afirma que viene de Gloucester y el otro de Upton, y ninguno de los dos, por lo que he podido sacarles, saben adonde se dirigen. Pero ¿quién ha visto que nadie atravesara el país desde Upton hasta aquí cuando uno se va a Londres? Y de esto no hay duda, pues una de las doncellas, al apearse del caballo, preguntó si éste no era el camino de Londres. He reunido todos estos datos y, ¿a que no sabes a qué consecuencia he llegado?

—¡Dios sabe! —contestó la mesonera—. Ya sabes que nunca he intentado adivinar lo que piensas.

—Eres una buena chica —concedió el mesonero acariciando la barbilla de su esposa—. Sé que siempre has reconocido mi superioridad en estas cuestiones. Bien, acuérdate de lo que te digo, acuérdate bien. Se trata seguramente de algunas de esas damas rebeldes que, según dicen, viajan con el joven Chevalier, y que van por este camino para huir del ejército del duque.

—Marido —repuso la mesonera—, me parece que has dado en el clavo. Una de ellas viste como una princesa y aparenta serlo. Pero cuando pienso…

—Cuando piensas… Pero ¿tú piensas? —exclamó despreciativamente el marido—. Vamos, oigamos lo que piensas…

—Pues pienso que es demasiado sencilla para ser una gran señora —continuó la mesonera—. Cuando nuestra Elizabeth le estaba calentando la cama, ella la llamó niña y querida, y cuando más tarde, la misma Elizabeth se ofreció a quitarle los zapatos y las medias, no lo consintió, diciendo que no quería que se tomara por ella esa molestia.

—¡Bah! —contestó el hombre—. Todo eso no significa nada. ¿Es que crees que todas las damas de alcurnia son bruscas y descorteses con sus inferiores? De una simple ojeada sé yo conocer a las personas distinguidas. ¿No pidió un vaso de agua en cuanto entró? Una mujer vulgar habría pedido un trago de vino. Si no es una mujer como digo, puedes venderme por tonto, y me parece que los que me compren harán un buen negocio. Ninguna mujer de su clase viaja sin lacayos, pero se conoce que se trata de un caso extraordinario.

—Tú conoces estas cosas mejor que yo y que mucha gente —contestó la mesonera.

—Me precio de ello —afirmó el marido.

—Sí, sí, no hay duda —replicó la mesonera—. La pobre, señora daba lástima cuando tomó asiento en la silla, y lamento no haber sentido la compasión que habría sentido si se hubiera tratado de una pobre. Pero… ¿qué es lo que tenemos que hacer, marido? Si es una rebelde, supongo que intentarás delatarla en la corte. De todas formas, es una dama de natural bondadoso y de buen humor, y cuando me entere de que la han ahorcado o decapitado, no podré por menos de llorar.

—No es fácil decidir lo que se ha de hacer —contestó el marido—. Espero que antes de su marcha tengamos noticias del resultado de alguna batalla, y si Chevalier sale victorioso, ella podría recomendarnos a la corte y hacer nuestra fortuna. En tal caso, como comprenderás, no hay necesidad de delatarla.

—Tienes razón —replicó la mujer—, y de veras deseo que suceda lo último que has dicho. Es una señora en extremo amable y me horroriza pensar que pueda pasarle algo.

—Muy bien —exclamó el mesonero—. Pero tú no protegerías a los rebeldes, ¿verdad?

—Claro que no —contestó la mujer—. En cuanto a lo de delatarla, nadie podría censurarnos si lo hiciéramos. Es lo que haría cualquiera que se encontrase en nuestro lugar.

Mientras nuestro mesonero, tan entendido en política, y que no había conquistado inmerecidamente su reputación de hombre sabio entre sus convecinos, se ocupaba de reflexionar discutiendo consigo mismo, ya que prestaba muy escasa atención a la opinión de su esposa, llegaron noticias de que los rebeldes habían esquivado al duque y se hallaban a un día de Londres. Poco después apareció un famoso caballero partidario de Jacobo, y el tal caballero, con la alegría reflejada en su rostro, dio la mano al mesonero al tiempo que decía:

—¡Estamos de enhorabuena! En Suffolk han desembarcado diez mil franceses. ¡Viva la vieja Inglaterra!

Estas noticias pesaron en la balanza del hombre sabio, el cual resolvió en el acto adular y mostrarse servicial con la joven dama en cuanto ésta se levantase, ya que, según dijo, había descubierto que no era otra que la mismísima Jeannette Cameron.