DONDE TERMINAN LAS AVENTURAS QUE TUVIERON LUGAR EN LA FONDA DE UPTON.
En primer lugar, el caballero que acababa de llegar no era otro que el mismísimo Mr. Western, llegado hasta allí en persecución de su hija. Y de haber llegado dos horas antes, no sólo la hubiera encontrado, sino también hubiese encontrado a su sobrina, ahora esposa de Mr. Fitzpatrick, el cual huyó con ella hacía cinco años, tras de burlar la vigilancia de Mrs. Western, una prudente dama.
La esposa de Mr. Fitzpatrick había dejado la fonda al mismo tiempo que Sophia, ya que habiéndose despertado al oír la voz de su marido, mandó a buscar a la fondista, y enterada por ella de lo que sucedía, entregó a la buena mujer una crecida cantidad para que le proporcionase caballos con que poder huir. Estos medios de persuasión eran muy corrientes entonces, y aunque la fondista habría echado de su casa a la criada por haberse dejado sobornar, caso de que se hubiese enterado de ello, ella no tenía inconveniente en caer en el mismo pecado.
Mr. Western y su sobrino político no se conocían personalmente, aunque el segundo no se hubiera dado por enterado de la presencia del primero en el supuesto de que le hubiese conocido, ya que el casamiento de los jóvenes fue un casamiento forzoso y, por tanto, poco digno de tomarse en consideración, de acuerdo con las ideas de Mr. Western. Desde el momento en que tal casamiento se efectuó, el tío se olvidó de su pobre sobrina y nunca más permitió que se pronunciase su nombre delante de él.
En la cocina reinaba un gran estrépito. Mr. Western preguntaba por su hija, y Fitzpatrick, con no menos ansiedad, por su esposa. En éstas penetró en ella Tom Jones llevando en la mano el manguito de Sophia.
En cuanto Western vio a Tom, lanzó la exclamación que profieren los buenos cazadores cuando vislumbran una pieza. Corrió hacia el joven y, sujetándole, exclamó:
—¡Ya tenemos al macho! Me figuro que la hembra no andará lejos.
Ahora no describiremos el guirigay que se armó durante unos momentos. Todos hablaban a un mismo tiempo y de asuntos diferentes, por lo que sería muy difícil su transcripción y su lectura resultaría no menos desagradable.
Con ayuda de algunos de los presentes, que se interpusieron entre ambos, Tom Jones logró al fin desprenderse de Mr. Western. Nuestro héroe se declaró entonces inocente, afirmando que no sabía nada de Sophia. Pero el cura Supple terció en la conversación y dijo:
—Es tonto negarlo. Tienes las pruebas del delito en tus manos. Yo afirmaría, bajo juramento, que el manguito que tienes en tus manos pertenece a Sophia. En estos últimos días lo he visto en sus manos con frecuencia.
—¡El manguito de mi hija! —exclamó el caballero Western con acento colérico—. ¿Tiene en su poder el manguito de mi hija? ¡Las pruebas cantan! Voy a llevarte ante el juez. ¿En dónde está mi hija, desalmado?
—Señor —contestó Jones—, le ruego que se tranquilice. Desde luego, el manguito es de su hija. Pero le doy mi palabra de honor de que no la he visto.
Mr. Western había perdido toda su paciencia, pero debido a su cólera no pudo pronunciar una palabra.
Algunos de los criados habían informado a Mr. Fitzpatrick de quién era Mr. Western, y el buen irlandés pensó que se le presentaba una buena oportunidad de prestar un servicio a su tío político, obteniendo de ese modo su favor, así que se adelantó hacia Tom Jones y dijo:
—Debía avergonzarse, señor, de negar en mi misma cara que ha visto a la hija de este caballero. Me consta que les encontré juntos en la cama.
Dicho esto, se volvió hacia Western y se ofreció a conducirle a la habitación donde se encontraba su hija, oferta que fue aceptada en el acto. Y el caballero Western, el párroco y otros señores subieron en seguida a la habitación de Mrs. Waters, que invadieron con la misma violencia con que horas antes lo había hecho Mr. Fitzpatrick.
La pobre señora que la ocupaba volvió a despertarse con la misma sorpresa y el mismo terror de la primera vez. Ante su lecho había una figura humana que muy bien podía haberse escapado de una casa de locos: tal era el extravío que reflejaban las miradas de Mr. Western, que en cuanto vio a la señora se apresuró a retroceder, demostrando así, antes de hablar, que no se trataba de la persona a quien buscaba.
Las mujeres aprecian más su reputación que su persona, así que aunque parecía que esta última estaba ahora más en peligro que antes, como la primera estaba segura, la dama no chilló con tantas energías como lo hizo en la otra ocasión. Sin embargo, en cuanto se vio sola, no quiso descansar más tiempo, y como tenía razón para no sentirse satisfecha del todo con su actual alojamiento, se vistió lo más rápidamente que le fue posible.
Mr. Western se había dedicado entretanto a registrar toda la casa, obteniendo el mismo resultado que el conseguido al despertar a Mrs. Waters. Desconsolado, volvió a la cocina, donde encontró a Mr. Jones custodiado por los criados.
Debido al escándalo, se habían levantado todos los de la casa, aunque apenas apuntaba la luz del día. Entre los huéspedes se encontraba un grave caballero que desempeñaba el cargo de juez de paz en el condado de Worcester, y en cuanto Western se enteró de ello, se apresuró a presentar ante él su querella. El juez se negó a actuar como tal, alegando que no se encontraba presente el oficial del juzgado ni tenía a mano el Código Penal; y como sea que él no podía conservar en su cabeza palabra por palabra todo lo legislado sobre raptos y cosas por el estilo…
Al escuchar esto, Mr. Fitzpatrick se ofreció a ayudarle diciendo que entendía algo de leyes. En esto no mentía, pues durante tres años había trabajado como escribano de un procurador en el norte de Irlanda, hasta que decidió cambiar de vida y volver a Inglaterra, donde adoptó un oficio que no requería aprendizaje alguno: el de caballero. Y en él prosperó, como en parte se ha dicho ya.
Pues bien, Mr. Fitzpatrick declaró que al caso presente no se podía aplicar la ley referente al rapto de hijas de familia; que el hurto de un manguito era indudablemente un delito, y que los géneros encontrados encima de una persona eran prueba evidente del hecho.
El magistrado se sintió estimulado ante aquel ayudante tan competente, y ante los ruegos de Mr. Western, accedió por fin a tomar asiento en el sillón de la justicia. Una vez colocado, miró el manguito que Tom Jones conservaba aún en la mano, oyó una vez más jurar al párroco que aquel manguito era propiedad de miss Western, y se mostró casi decidido a firmar la orden de arresto contra Mr. Tom Jones.
Éste deseaba que le oyeran, cosa que consiguió después de muchos ruegos. Afirmó que el manguito había sido encontrado por Mr. Partridge, que así lo declaró. Pero aún valió más la declaración de Susana, la cual aseguró que le habían entregado el manguito y le ordenaron que lo llevase a la habitación de Tom Jones.
No se sabe si Susana hizo su declaración impulsada por un amor natural a la justicia o bien por la magnífica apostura de Jones. El caso es que su testimonio produjo tan grato efecto que el magistrado, tras de retreparse en su asiento, declaró que el asunto estaba ahora claro para el presunto reo. El párroco, por su parte, se mostró del todo conforme, añadiendo que el Señor había impedido que él fuera instrumento en la condena de un inocente. Entonces se levantó el juez, hizo libertar al preso y dio por terminado el juicio.
Mr. Western ordenó que preparasen los caballos y, una vez todo a punto, partió en persecución de su hija sin hacer el menor caso a su sobrino político ni dar respuesta alguna a su título de pariente, a pesar de los favores que acababa de recibir de él. Y era tanta su cólera y su prisa que se olvidó de pedir que le entregaran el manguito de su hija.
Tom Jones, en compañía de su amigo Partridge, también se marchó, luego de pagar su cuenta. Iba en busca de su adorable Sophia, resuelto a no abandonar nunca más su persecución. No se despidió de Mrs. Waters, cuyo recuerdo le era odioso, ya que ella, de un modo involuntario, era la causa de que él hubiera perdido la entrevista con Sophia a la que ahora prometió mentalmente constancia eterna.
En cuanto a Mrs. Waters, aprovechó la oportunidad del coche que partía hacia Bath, para cuyo lugar salió en compañía de los dos irlandeses vestida con ropa prestada por la fondista, la cual se contentó con recibir, como recompensa por el préstamo, una cantidad que venía a ser el doble del valor de las ropas. Durante el viaje, Mrs. Waters intimó bastante con Mr. Fitzpatrick, que era un guapo mozo, haciendo todo lo posible para consolarle de la ausencia de su esposa.
Así concluyeron las diversas y extrañas aventuras que Tom Jones vivió en la fonda de Upton, donde aún se sigue hablando de la belleza y amabilidad de la linda Sophia, a la que llamaron el ángel de Somersetshire.