CAPÍTULO VI

DONDE SE HABLA, ENTRE OTRAS COSAS, DE LA INGENUIDAD DE PARTRIDGE, DE LA LOCURA DE TOM JONES Y DE LA TONTERÍA DE FITZPATRICK.

Eran ya las cinco de la madrugada, y la gente comenzó a ponerse en pie y encaminarse hacia la cocina. Entre los que se levantaron figuraban el sargento y el cochero, los cuales, del todo reconciliados, bebieron juntos una copa.

Durante esta libación no sucedió nada raro, si prescindimos de la conducta de Partridge, el cual, cuando el sargento brindó por el rey Jorge, repitió sólo la palabra rey, sin que se consiguiera que pronunciase ninguna más. Aunque iba a luchar en favor del rey Jorge, no se decidía a brindar pronunciando su nombre.

Una vez en su lecho, Mr. Jones —aunque tiene que perdonársenos el que no digamos de dónde regresaba— llamó a Partridge, quien, tras de un prólogo harto ceremonioso y luego de haber logrado autorización para dar su consejo, dijo lo que sigue:

—Señor, es un viejo refrán, pero muy cierto, que un hombre sabio puede tomar en ocasiones consejo de un tonto. Por esta razón oso darle a usted uno, y éste es que regrese a casa y deje estas horrida bella, estas guerras sangrientas, para los hombres que gustan de tragar pólvora de fusil, pues no cuentan con otra cosa para comer. Todo el mundo está al cabo de la calle de que no carece usted de nada en su casa, y, siendo así, ¿por qué tiene que irse un hombre fuera de su país?

—Partridge —exclamó Tom—, no hay duda de que eres un cobarde. Deseo, pues, que te vuelvas a tu casa y que no me molestes más.

—Pido a usted perdón, señor —repuso Partridge—. He hablado más bien por su bien que por el mío, pues en lo que hace a mí, el cielo sabe de sobra que mis circunstancias personales son bastante desastrosas, y estoy tan lejos de sentir miedo, que tanto me da una pistola, un trabuco o una cerbatana. Todos tenemos que morir. ¿Qué importa del modo que lo hagamos? Además, tal vez pierda sólo un brazo o una pierna. Le aseguro, señor, que jamás sentí el menor miedo. De modo y manera que si usted está decidido a continuar, yo estoy dispuesto a seguirle adonde sea. Pero en tal caso tengo mi derecho a opinar. No hay la menor duda de que resulta ofensivo y escandaloso viajar a pie para un caballero tan principal como usted. Aquí hay dos o tres buenos caballos en la cuadra, que el fondista no tendrá inconveniente en confiarle. Pero para el caso de que pusiera reparos, yo puedo ingeniármelas para apoderarme de ellos, y juguémonos el todo por el todo. El rey le perdonaría a usted, sin duda alguna, pues vamos a luchar por su causa.

Por nada del mundo hubiera intentado Partridge una granujada de este estilo de no haberse creído a salvo, pues era uno de esos individuos que tienen más en cuenta el patíbulo que la rectitud de los propósitos. En realidad pensaba que podía cometerse aquella felonía sin el menor riesgo, puesto que el solo nombre de Mr. Allworthy bastaría para tranquilizar al fondista. Y en el caso de que las cosas salieran mal, opinaba que podrían salir del aprieto con ayuda de los amigos de Jones y los suyos propios.

Pero cuando Tom Jones se convenció de que Partridge hablaba en serio, le increpó airado por su proposición, empleando tales palabras, que el criado intentó cambiar de tema, y afirmó que le parecía que se encontraba en una casa de mala fama, pues gracias a él no le habían molestado en el curso de la noche dos mujeres de aspecto dudoso.

—¡Cáspita! —exclamó—. Pero por lo que veo ha entrado aquí una de ellas pese a mi oposición, pues en el suelo veo el manguito de una de ellas.

Como Jones se había metido en la cama a oscuras, no vio el manguito colocado sobre la colcha, manguito que cuando él se metió en la cama cayó al suelo. Partridge lo recogió e hizo ademán de guardárselo en el bolsillo, pero Tom mostró deseos de examinarlo. El manguito era tan característico, que Jones lo hubiera reconocido sin necesidad del papel escrito prendido en él. Pero la memoria no le respondió hasta que vio escrito el nombre de Sophia Western. Entonces se apoderó de él una especie de frenesí y exclamó con la mayor ansiedad:

—¡Cielo santo! ¿Cómo ha llegado este manguito hasta aquí?

—Yo no sé más que usted —repuso Partridge—. Eso sí, vi que lo llevaba una de las mujeres que querían molestarle, de no haberme opuesto yo a ello.

—¿Dónde están? —preguntó Tom Jones, saltando de la cama y comenzando a vestirse a toda prisa.

—En este instante a muchas millas de aquí —contestó Partridge.

El comportamiento de Tom Jones en la presente ocasión, sus pensamientos, sus miradas, sus palabras, sus acciones, escapan a toda descripción posible. Tras de maldecir a Partridge y a sí mismo, ordenó al pobre hombre que le servía de criado, que estaba ahora en extremo asustado, que corriera y alquilase caballos a cualquier precio. Luego, acabando de vestirse en pocos minutos, Tom Jones corrió escalera abajo para llevar a efecto las órdenes que acababa de dar a su criado.

Mas antes de seguir con lo que sucedió en la cocina cuando Tom se presentó en ella, será necesario relatar lo que había acontecido desde que Partridge se separó de Tom Jones para cumplir sus órdenes.

El sargento acababa de marchar con sus soldados cuando los dos caballeros irlandeses bajaron al piso inferior, quejándose de que los muchos ruidos de la casa les habían impedido conciliar el sueño en toda la noche.

El coche que había llevado hasta allí a la damita y a su doncella, y que seguramente el lector creerá que era propiedad de la joven, había sido alquilado en realidad a Mr. King, de Bath, uno de los hombres más dignos y honrados del ramo del transporte, y cuyos vehículos recomendamos con el mayor calor a nuestros lectores, si tienen la suerte de viajar en el mismo coche y con el mismo cochero que figuran en la presente historia.

El cochero, que sólo tenía dos pasajeros y que supo que míster Maclachlan se dirigía a Bath, se ofreció a llevarle hasta esta ciudad por un precio bastante moderado. Se resolvió a esto cuando supo por el fondista que el caballo que Mr. Maclachlan había alquilado en Worcester se alegraría mucho más de volver con sus amigos que de proseguir un largo viaje.

Mr. Maclachlan no titubeó ni un segundo en aceptar la proposición del cochero, a la vez que convencía a su amigo Mr. Fitzpatrick para que aceptase el cuarto asiento libre. Este medio de viajar le resultaba mucho más agradable, ya que todavía sentía su cuerpo dolorido por la caminata a caballo. Y como estaba seguro de encontrar a su esposa en Bath, se dijo que un poco de retraso no tendría la menor importancia.

Maclachlan, que era el más listo de los dos amigos, tan pronto supo que aquella señora procedía de Chester, añadido a los demás detalles que le facilitó el fondista, le hizo pensar que muy bien pudiera ser la esposa de su amigo, por lo que le comunicó sus sospechas, que hasta ahora no se le habían ocurrido a Fitzpatrick. A éste se le podía considerar un producto de la naturaleza confeccionado demasiado de prisa y al que se hubieran olvidado de meter el cerebro dentro de la cabeza.

Ahora bien, con estos individuos suele suceder como con los malos podencos, es decir, que jamás aciertan con el rastro. Mas tan pronto como un perro avispado comienza a ladrar, ellos le imitan, y sin guía de rastro alguno, echan a correr hacia delante. Del mismo modo, en el preciso instante en que Mr. Maclachlan hizo mención de sus sospechas, Mr. Fitzpatrick estuvo de acuerdo con ellas, lanzándose escalera arriba para sorprender a su esposa, sin enterarse bien de dónde se encontraba. Y, por desgracia, ya que la suerte gusta de burlarse de los que se ponen incondicionalmente a sus órdenes, dio con su cabeza en varias puertas sin lograr fruto alguno. Más amable se mostró la suerte conmigo cuando me sugirió el símil de los podencos ya mencionado, ya que la pobre esposa podía ser comparada con una liebre perseguida. Lo mismo que este desgraciado animal, ella enderezaba las orejas para escuchar la voz de su perseguidor; como él, huía temblando cuando lo oía; como él, sería al final alcanzada y destruida.

Sin embargo, éste no fue el caso presente. Tras de largas pesquisas infructuosas, Mr. Fitzpatrick regresó a la cocina. Y allí, cual si se tratara de una cacería real, apareció un caballero lanzando las exclamaciones que lanzan los cazadores cuando los podencos encuentran un rastro. Acababa de apearse de su caballo y llevaba muchos criados alrededor.

Y ahora, lector, es necesario comunicarte algo que, si ya lo conoces, eres más listo de lo que yo creía. Pero esta información será objeto del siguiente capítulo.