DONDE SE EXPLICA QUIÉNES ERAN LA DAMA AMABLE Y LA DESABRIDA DONCELLA.
Como rosa encarnada florecida en el mes de junio, plantada por casualidad entre lilas, que mezcla su encantador color bermejo con el tono suave de aquéllas; o bien como juguetona ternera durante el bello mes de mayo mezcla su fragante aliento con el de las praderas floridas; o bien como palomo apacible que durante el hermoso mes de abril, posado en la rama de un árbol, piensa en su compañera, de todas estas formas, aunque con mayor encanto, con un aliento más perfumado, con el pensamiento fijo en su Tom, con el corazón tan rebosante de bondad y tan inocente como belleza había en su rostro, Sophia, pues era ella en persona, yacía en el lecho apoyada su bella cabeza en una mano, cuando en la habitación penetró su doncella, que, dirigiéndose apresuradamente hacia la cama, exclamó:
—Señorita, ¿a que no adivina usted quién se encuentra en esta casa?
Sobresaltada, Sophia murmuró:
—Espero que no nos habrá alcanzado mi padre.
—No, no, señorita. Pero es uno que vale por cien padres. Se trata del propio Mr. Jones.
—¡Mr. Jones! —exclamó Sophia—. ¡Imposible! No puede ser que yo tenga tanta suerte.
La doncella contó lo que sabía, y su ama la envió inmediatamente a llamar a Mr. Jones, ya que estaba decidida a verle en seguida.
Tan pronto como Mrs. Honour salió de la cocina, la fondista empezó a criticarla nuevamente. La mujer había estado conteniendo su lengua, y ahora salieron los improperios de su boca como la basura se derrama del carro que la transporta tan pronto quitan el tablero que la impedía caer. Partridge hizo coro a las censuras y, cosa que tal vez sorprenda al lector, no sólo atacó a la doncella, sino que intentó mancillar también a Sophia.
—Dime con quién andas y te diré quién eres —dijo—. Noscitur a socio es un dicho muy verdadero. Desde luego, hay que reconocer que la señora elegante es la más educada de las dos. Pero yo juraría que ambas son personas dudosas. A mi juicio, se trata de una pareja de aventureras. Ninguna persona de rango viaja de noche sin criados.
—Sí, sí, tiene usted razón. Son unas sinvergüenzas —dijo la fondista—. Nadie que se precie entra en una casa sin encargar una cena, la coma o no la coma.
Cuando estaban hablando de este modo se presentó en la cocina Mrs. Honour, que venía a cumplir el recado. La doncella rogó a la fondista que despertase inmediatamente a Mr. Jones y que le dijera que una señora quería hablar con él. La fondista endosó el recado a Partridge diciendo que él era amigo de Jones y que ella, por su parte, no molestaba nunca a los huéspedes, especialmente a los caballeros. Y después de decir esto, salió rápidamente de la cocina.
Mrs. Honour se dirigió entonces a Partridge, pero éste trató de zafarse del compromiso.
—Mi amigo se acostó muy tarde —dijo—, y seguramente se enfadaría si le despertasen tan pronto.
Pero Mrs. Honour insistió en que le llamasen, diciendo que estaba segura de que, en lugar de enfadarse, se pondría muy contento al conocer el motivo por el que le despertaban.
—En otra ocasión quizá se hubiera puesto contento —contestó Partridge—. Pero non omnia possunus omnes. Para un hombre razonable es suficiente una mujer en un momento dado.
—¿Qué quiere usted decir, señor? —preguntó Honour.
—No me refiero a ninguna de ustedes dos —respondió Partridge.
Acto seguido, Partridge contó sin rodeos que Tom Jones estaba acostado con una mujer, y, al hacerlo, empleó una frase demasiado cruda para que pueda ser repetida aquí. Esto encolerizó tanto a Mrs. Honour que, tras de llamarle estúpido, regresó rápidamente junto a su ama, a la que informó del resultado de su encargo. Y estaba tan enfadada contra Jones que habló como si éste hubiera pronunciado todas las palabras dichas por Partridge. La doncella arremetió con verdadera saña contra el noble caballero, aconsejando a su ama que dejase de pensar en un hombre que nunca se había mostrado digno de ella. Después contó la historia de Mary Seagrim, haciendo un malicioso hincapié en la última huida de Jones, cuando estaba al lado de Sophia. Esto quedaba corroborado por el incidente actual.
Sophia estaba ahora tan preocupada por lo que había dicho su doncella, que no pensó en detener su verborrea. Pero al fin la interrumpió:
—No creo nada de todo eso. Algún villano le ha calumniado. Dice usted que lo sabe por un amigo de él. Pero los amigos no revelan tales secretos.
—Ese amigo le debe servir de alcahuete —repuso Honour—. Nunca vi a un hombre más malcarado. Aparte de que esos individuos tan libertinos como Mr. Jones nunca se avergüenzan de estas cosas.
La conducta de Partridge no tenía, en efecto, excusa. Pero el caso era que no había podido dormir bien el vino ingerido la noche anterior, dosis que en la madrugada se vio aumentada por la pinta de vino o, por mejor decir, con el espíritu de malta, ya que la sidra no era pura. Debido al líquido ingerido se sentía muy comunicativo y no había secreto que no comunicase, ya que lo mismo que era el más curioso de los mortales y andaba siempre averiguando los secretos de los otros, soltaba todo lo que sabía.
Sophia, atormentada por la ansiedad, no sabía qué creer ni qué partido tomar. En estas entró en el cuarto Susana llevándole el vino blanco. En voz baja, Mrs. Honour aconsejó a su ama que sonsacase a la camarera, la cual diría probablemente la verdad. Sophia se mostró conforme y dijo:
—Acérquese, joven, y dígame la verdad sobre lo que le voy a preguntar. Le prometo recompensarle. ¿Se encuentra aquí un joven caballero, un joven caballero de buen porte, que…?
Al llegar aquí, Sophia se ruborizó y no acertó a seguir. Honour continuó:
—¿Un joven caballero que llegó aquí acompañado de ese bribón que ahora está en la cocina?
—Sí, señora, está —contestó Susana.
—¿Y no sabe usted también algo sobre una señora? —prosiguió Sophia—. No le pregunto si es guapa o no. Quizá no lo sea. Pero eso no viene al caso. Insisto: ¿no sabe usted nada de la tal señora?
—Señorita —dijo Mrs. Honour, interrumpiendo—, haría usted muy mal examinador. Diga, muchacha: ¿no está ese caballero en la cama, en estos momentos, con una perdida?
Susana sonrió y permaneció silenciosa.
—Conteste a la pregunta, muchacha —pidió Sophia—. Conteste, y aquí hay una guinea para usted.
—¿Una guinea, señora? —exclamó Susana—. ¿Y qué es una guinea? Si mi ama se enterara que yo me voy de la lengua, perdería mi puesto.
—Bien, pues aquí hay otra más —repuso Sophia—. Y le prometo formalmente que su ama no sabrá nunca una palabra.
Tras de un breve titubeo, Susana tomó el dinero y contó todo lo que sabía, concluyendo de este modo:
—Si siente usted mucha curiosidad, señora, puedo entrar de puntillas en el cuarto y cerciorarme de si él está o no está en su cama.
Sophia accedió a ello, y la muchacha regresó con una respuesta negativa.
Sophia se puso pálida y se echó a temblar. Entonces su criada le suplicó que no se alterase y que dejara de pensar en un hombre tan indigno.
—Señora, espero que no se ofenda —dijo Susana—. Pero… ¿no es usted Mrs. Western?
—¿Cómo diablos me conoce usted? —demandó Sophia.
—Ese hombre que está en la cocina habló anoche de usted. Pero espero que no se enfade usted conmigo.
—Desde luego que no estoy enfadada con usted —repuso Sophia—. Pero le suplico que me lo cuente todo. La recompensaré.
Susana comenzó su relato:
—El hombre nos contó en la cocina que miss Sophia Western… En realidad, no sé cómo decirlo…
Guardó silencio hasta que Sophia y la doncella la animaron a proseguir.
—Señora, nos dijo que usted estaba muy enamorada del joven caballero y que éste se marchaba a la guerra para librarse de usted. Creí que se trataba de una pobre infeliz, pero ahora que veo que es usted tan distinguida, tan rica y tan guapa, y al pensar que ha sido abandonada por una mujer ordinaria, pues con seguridad lo es y, por añadidura está casada, me siento de veras indignada.
Sophia le entregó una tercera guinea, y, tras de decirle que sería amiga suya si no contaba a nadie lo ocurrido ni decía a persona alguna quién era ella, la despidió, no sin encargarle que dijera al postillón que preparase los caballos para marchar en seguida.
Al quedarse sola con su mujer de confianza, Sophia aseguró que jamás se había sentido más tranquila que en aquellos momentos.
—Estoy convencida de que no sólo es un villano, sino también un hombre ruin y de baja estofa —dijo—. Podría perdonarle todo, menos que mi nombre sea pronunciado en las cocinas de las posadas. Le desprecio. Sí, Honour, ahora estoy tranquila, muy tranquila —acabó, al tiempo que prorrumpía en violento llanto.
Después de un cierto tiempo, empleado por Sophia en sollozar y en asegurar a su doncella que se encontraba perfectamente serena, Susana regresó con la noticia de que los caballos estaban dispuestos. De súbito, a nuestra heroína se le ocurrió un pensamiento extraordinario, una idea que le serviría para enterar a Jones que ella había estado en la fonda, y de tal modo le enteraría, que si en él quedaba aún un poco de rescoldo de afecto hacia ella, recibiría un cierto castigo por sus faltas.
El lector recordará el pequeño manguito que en esta historia ha sido citado más de una vez. Desde la partida de Tom Jones, este manguito había sido el constante compañero de Sophia durante el día y su compañero de cama durante la noche. En aquel momento, lo tenía en el brazo. Pues bien, rebosante de indignación, se desprendió de él y, tras de escribir su nombre con lápiz en un pedazo de papel y de sujetar el papel al manguito con un alfiler, sobornó a la doncella para que lo llevase a la cama de Mr. Jones, encargándole que si él no lo encontraba, buscase la manera, a la mañana siguiente, de colocárselo delante de los ojos.
Después de haber abonado la cena de su doncella, en cuya cuenta la posadera había incluido el gasto de lo que ella pudo haber comido y no comió, montó a caballo, y tras de asegurar a su compañera que se encontraba perfectamente tranquila, prosiguieron el viaje.