DONDE SE DAN RECETAS INFALIBLES PARA GANARSE LA ANTIPATÍA Y EL ODIO UNIVERSALES.
En cuanto su señora se hubo metido en el lecho, la doncella corrió a la cocina para regalarse el paladar con algunos de los manjares que su ama había rehusado.
Al verla entrar en la cocina, todos los presentes mostraron hacia ella idéntico respeto que antes habían tenido para con su ama, y todos se pusieron en pie. Pero la criada se olvidó de imitar a su ama rogándoles que volvieran a ocupar sus asientos. En realidad, casi hubiera sido imposible que lo hicieran, pues colocó su silla de tal modo que ocupaba todo el fuego, o poco menos. A continuación ordenó que asaran inmediatamente un pollo, afirmando que si en un cuarto de hora no estaba listo no esperaría por él. Aunque el pollo se encontraba sobre una pértiga del gallinero y exigía que se cumplieran una serie de ceremonias previas tales como cogerlo, matarlo y pelarlo antes de que pudiera ser colocado en la parrilla, la dueña de la fonda se hubiese comprometido a tenerlo a punto en el plazo de tiempo que le habían concedido. Pero como la fondista había sido admitida por desgracia entre bastidores, tenía que ser testigo de la fourberie[14], y por esta razón la pobre mujer se vio obligada a decir que no tenía ningún pollo en casa en aquellos momentos.
—Pero, señora —se apresuró a decir—, puedo traer al instante carne de carnero de la carnicería.
—¿Es que cree usted que poseo un estómago de caballo para comer carne de carnero a estas horas de la noche? —contestó la doncella—. Sin duda, los fondistas se imaginan que todos son como ellos. Confieso que no esperaba encontrar nada en este desgraciado lugar. Y crean que me sorprende mucho que mi señora se haya detenido en él. Supongo que sólo trajinantes y comerciantes deben de alojarse en esta fonducha.
Al oír esto, la fondista montó en cólera, pero consiguió dominarse, limitándose a responder que gracias a Dios sólo la frecuentaban gentes de alcurnia.
—No me hable usted de alcurnia —replicó la doncella—. Conozco a mucha más gente distinguida de la que puede usted conocer. Pero sin molestarme con más impertinencias, le suplico que me diga qué puedo cenar en su casa, pues si bien no puedo comer carne de carnero, siento una verdadera hambre.
—No me volverá usted a coger desprevenida, se lo aseguro, pues tengo que confesar que no tengo nada en casa, salvo un trozo de asado de carne de vaca, que el lacayo, y el postillón de un caballero casi han dejado en el hueso.
—Por favor, fondista —exclamó Mrs. Abigail, pues a este nombre respondía la doncella—, le suplico a usted que no me revuelva el estómago. Aunque tuviera que ayunar durante un mes, me sería imposible comer lo que ha sido tocado por los dedos de esos individuos. ¿Es que en este terrible lugar no hay nada decente que pueda una mujer llevarse a los labios?
—¿Qué le parecerían a usted unos huevos con tocino? —inquirió ahora la fondista.
—¿Son frescos? ¿Está usted segura de que son del día? Y corte el tocino muy fino, pues no puedo soportar nada grueso. Le ruego que procure ser tolerable por una vez, y no piense usted que tiene en su casa a la esposa de un campesino o una persona por el estilo.
La fondista se disponía ya a empuñar el cuchillo, pero la doncella la detuvo diciendo:
—Buena mujer, mucho le agradecería que antes se lavara las manos, pues soy una mujer muy pulcra y desde la cuna estoy habituada a tenerlo todo dispuesto de la forma más elegante y aseada.
La fondista, que por sí sola se manejaba con evidente dificultad, dio comienzo a los preparativos necesarios, ya que Susana había sido rechazada tan despiadadamente y con tan soberano desdén, que la infeliz tuvo que hacer un verdadero esfuerzo sobre sí misma para no utilizar las manos, del mismo modo que su ama tuvo que hacer un esfuerzo para contener la lengua. Mas este órgano no pudo refrenarlo por completo, pues entre dientes se la oyó murmurar alguna que otra palabra agresiva.
Mientras le preparaban la cena, Mrs. Abigail comenzó a lamentarse de no haber ordenado que le encendieran fuego en el gabinete, aunque al cabo terminó reconociendo que era demasiado tarde para ello.
—Sin embargo —aseguró—, es para mí una novedad comer en una cocina. No recuerdo haberlo hecho jamás antes de ahora.
Y volviéndose luego a los postillones, les preguntó por qué no estaban en la cuadra con sus caballos.
—Si he de comerme aquí mi tocino —dijo, dirigiéndose a la fondista—, deseo que la cocina quede libre de todos los pelagatos de la población. En cuanto a usted, señor —añadió dirigiéndose a Partridge—, veo que tiene usted aspecto de caballero, y puede permanecer aquí, si gusta. Sólo deseo molestar a la plebe.
—Sí, sí, señora —exclamó Partridge—, soy de veras un caballero, se lo aseguro, y no se me importuna tan fácilmente. Non semper vox casualis est verbo nominativus.
Mrs. Abigail tomó estas palabras latinas por un insulto, y contestó:
—Será usted un caballero, señor, no lo pongo en duda, pero no lo demuestra al dirigirse en latín a una mujer.
Partridge dio la réplica oportuna y concluyó con otras frases en latín, para las que ella tuvo un claro gesto de desprecio.
Dispuesta ya la cena, Mrs. Abigail comió con excesivo apetito para tratarse de persona tan delicada como ella había anunciado; y mientras ordenaba que le preparasen una segunda ración de lo que ya había probado, dijo:
—¿De modo, señora, que su casa es muy frecuentada por gente de alcurnia?
La fondista respondió en tono afirmativo, asegurando que:
—Ahora precisamente se encuentran en mi casa personas muy finas. Sin ir más lejos, se aloja aquí esta noche el joven caballero Allworthy, como bien sabe este caballero.
—Y, dígame, ¿quién es ese joven caballero tan distinguido, ese joven caballero Allworthy? —preguntó Mrs. Abigail.
—¡Quién ha de ser, sino el hijo del gran caballero Allworthy de Somersetshire! —replicó Partridge.
—Crea que me sorprende usted con lo que acaba de decir —repuso la doncella—. Yo conozco a Mr. Allworthy de Somersetshire muy bien, y me consta que no tiene ningún hijo vivo.
La fondista, al oír esto, aguzó los oídos, en tanto que Partridge pareció un tanto turbado. No obstante, tras de un breve titubeo, contestó:
—Es cierto, señora, que no todo el mundo le tiene por hijo del caballero Allworthy, pues jamás se casó con su madre. Pero hijo suyo sí lo es, y será heredero tan cierto como que se llama Jones.
Al oír este apellido, Abigail dejó caer en el plato el trozo de tocino que en aquel momento se llevaba a la boca y exclamó:
—¡Cómo, señor! ¿Es posible que Mr. Jones sea conocido en esta casa?
—Quare non? —repuso Partridge—. No sólo es posible, sino cierto.
Abigail se dio prisa en dar cuenta de su cena, y en cuanto acabó se fue apresuradamente en busca de su ama, entablándose entre ambas mujeres la conversación que podrá leerse en el capítulo que sigue.